Ayer mismo, en la mañana, Clara había estado mirando una foto en la que lo cargaba sobre sus hombros, a su hijo, un ser pequeñito de pelo enrulado tirando a rojizo, carita redonda, y ojos color miel.
El día que tomaron esa foto, el niño cumplía su primer año de vida, y ella, su primer año de orgullosa maternidad.
La manera de celebrarlo (en lugar de una fiesta barullenta y estresante para todos, especialmente para el festejado), fue irse de vacaciones.
Por primera vez , ponían sus pies en aquella isla. La cual percibieron con el deslumbramiento previsible de la primera vez de todas las cosas ansiadas, como paradisíaca.
En aquella foto estaban en pleno centro de la isla de Florianópolis, en el barrio histórico del Mercado.
La imagen traía a su memoria y a sus sensaciones todas, que hacía calor y que corría una agradable y reconfortante brisa esa noche.
Los rulitos del niño, así como su risa que mostraba los primeros dientes de leche, volaban libres y graciosos. Clara rememoraba aquella foto sin hacer ningún intento por simular la emoción.
De pronto, vino a su mente el pensamiento dulce, que aún hoy, veinte años después, si pudiera volver a ese lugar, agudizar el oído y ensanchar lo suficiente el corazón, con seguridad sería capaz de escuchar nuevamente aquella risa.
Ese 2 de febrero de hace casi veinte años, aunque habían pasado varios días, la iluminación de las fachadas por la Navidad, se mantenían intactas.
Las luces coloridas y una palmera de ramas inquietas fueron para aquella foto el marco soñado. Ese era el escenario de la felicidad perfecta para ellos. Podría haber sido otro lugar físico, podría incluso haber sido su propia casa, una plaza o una esquina cualquiera de Montevideo. Pero era allí, en aquella “Isla de la Magia”.
Anoche, mientras ella caminaba por la avenida, muy lejos de la hermosa isla y del calor del verano, le llegaban aquellas imágenes en oleadas.
Se detuvo, oportunamente, a esperar el cambio de la luz del semáforo para cruzar la calle. Enseguida la luz estuvo en verde y la habilito a continuar camino, hacia donde ese ser de rulitos rojizos, ahora también con una incipiente barba, se encontraba estacionado, sentado al volante de su camioneta y con los valiceros encendidos.
Pudo reconocer la camioneta apenas verla y se asomó a la ventanilla. Martín se sorprendió al verla, pero al instante bajó el vidrio y se saludaron.
Hace no mucho tiempo Clara hubiera percibido aquel encuentro como un evento casual. Pero no era casual, ella tiene la convicción que todo cuanto sucede es una suma de elecciones, donde hasta no elegir es una alternativa válida.
“Esa palabrita: casualidad, no existe, o no debiera existir”, repite hace tiempo.
Es más, ha tenido varias veces la alocada idea de proponer que esa sea la primera en ser eliminada del diccionario, lo dice en broma, pero se que para ella es un tema serio. No le encuentra aplicación válida , lo ha charlado con sus amistades, casi todas después de algunas minuciosas cavilaciones han estado de acuerdo.
Las que no lo han estado, se quedaron pensando, creo que porque jamás antes se lo habían cuestionado. Algo así me viene sucediendo a mi…
Entonces, ayer su elección fue la de no tomar el ómnibus, por más que cuando salió de su casa hacía frío y aún caía una persistente llovizna fina.
Se decidió de entre las múltiples opciones que se presentaron, a caminar (entre otras cosas) para observar cómo “se batía a duelo la luna casi llena con las nubes negras”.
Por una causalidad incomprensible allí estaba ella, encontrando en su camino y saludando a su hijo de 20 años, independiente y dueño de su vida.
Cuando conocí a Clara, ella vivía la partida de Martín , con ansiedad y una por demás dolorosa sensación de abandono, la cual le llevó tiempo y le fue difícil superar.
Pero anoche se hizo consciente de la liberación y felicidad que conlleva el desapegarse, seguramente si ella lo siente así, sea aún más liberador para su hijo.
-¡Hola! ¿En qué andas?-, le preguntó Clara al verlo, en el tono menos invasivo que le fue posible.
-Esperando a mi novia que está por salir del dentista-, le respondió Martín .
– ¿Y vos?- agregó enseguida,
-Voy para un curso, ¿ya viste que luna enorme salió?- dijo Clara señalando entusiasta hacia un sector del cielo ya despejado.
-Si vi, preciosa.- respondió el muchacho mientras dirigía su mirada a través del parabrisas, justo encima de un edificio.
Hubo unos instantes de silencio cómplice mientras ambos observaban la luna aquella tan victoriosa, lejos del ruido y el movimiento de la ancha avenida.
-Bueno, sigo camino-, se despidió repentinamente Clara.
Volvió sobre sus pasos y le quiso decir algo. Seguramente tuvo ganas de decirle esto, que me está narrando a mi, hoy.
-No, no nada-, rectifico enseguida.
-Dale un beso mio a Cecilia … ¿nos vemos mañana?
-Por supuesto, no me olvido que nos invitaste a cenar-, respondió Martín mientras recibía de su madre un beso por demás ruidoso, sobre la barba rojiza.
Clara continuó caminando, con el mismo rumbo que llevaba desde hacía rato.
Él permaneció allí estacionado.
Mientras caminaba alejándose de él, Clara se preguntó, que sentiría su hijo acerca de aquel encuentro. Si el sería consciente de cuánto le costó desprenderse de él, todos los días, un poquito.
“Jorge, hoy creo sinceramente que el desapego no es dejar de querer, olvidar.
Siento que desapego es ser capaz de devolver a la vida misma… “
Se detuvo durante algunos segundos, respiró profundo y continuo:
“…aquello que nos fue prestado, para aprender las lecciones que necesitábamos aprender; mi hijo ya me enseñó las que le competían a el.”
Con esa última frase Clara dio por terminada su terapia semanal, me abrazó agradecida y se fue.
En la penumbra del consultorio quedaron flotando los apegos y las casualidades, Puse la llave en la puerta, salí… afuera brillaba la luna que Clara narro.
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