Un salto en la ondulación de la playa extensa me levanta del asiento de la cuatro por cuatro. Y es por eso que la aventura por venir casi se malogra cuando la lata de cerveza golpea mi nariz.

La densidad de la arena se ve grabada armónicamente por las ruedas del vehículo que recortan la simetría costera. Mi estómago se inquieta ante el asombro de las curvas no anunciadas.

Vuela la arenisca levantando una nube que deja entrever la caótica mansedumbre marina lamiendo los abruptos, recortando el horizonte vespertino.

Cuando descendemos los pies se hunden en la superficial profundidad. Camino por el mar seco que se entrelaza con la ola, camino aletargada, retozo, danzo. La caricia púrpura del sol me atrapa; el éxtasis pone un freno y me detengo. Entre las pestañas, con los ojos apenas entreabiertos veo una corona de espuma acercándose, una corona de espuma alejándose. Soy el centro del universo, sola con la muchedumbre de sensaciones. Quiero gritar, gritaaar, porque el corazón lo pide pero únicamente escapa aire por mi boca y la necesidad paraliza la intención. Tal es el asombro, la arrebatadora sensación de plenitud.

Al llegar al muelle la veo, la nave es sólo madera gimiente, humedad que se aloja entre grietas, una vela raída, un bote, algún salvavidas. Cuatro hombres rudos con la mirada perdida hacia adentro se mueven sobre la cubierta. Con los nudillos apretados, el torso desnudo enrojecido por el sol.

Los viajeros en frágil equilibrio subimos a la embarcación. Subo sola y siento que soy el grumete, la novia, la blanca doncella, náufraga del Titanic, Sor Juana y Dulcinea. Soy solo yo. El azul de la mirada junto al azul transparente que acaricia la proa se encaminan hacia donde copulan el sol y la luna para gestar a la noche y reverdecer a la aurora.

Arriba el manto de estrellas aplasta los sentidos, siento que el sueño no me alcanza, por eso la noche camina, camina momentos, camina fragmentos, camina claroscuros mientras espero.

Cuando llega la mañana vislumbro a lo lejos el cayo. Para evitar encallar la embarcación se detiene en las proximidades. Miro una hilera de techos cónicos de paja erguidos, extrañas palmeras, árboles frágiles en una línea de arena. Me lanzo al mar y siento que las olas amantes me envuelven, susurran, llevan mi cuerpo hacia el borde.

El sol me enceguece. Un pescador con las redes colgando de estacas arregla los hilos, limpia pescados recién rescatados, junta langostas y al verme me invita a sentarme a su lado.Con el cabello chorreando, la ropa mojada que aviva la libido acepto y me agazapo junto a él.

Me ofrece la mejor pieza, la tomo en mis manos y contemplo las patas, la coraza naranja, la carne encubierta blanca y jugosay se me hace agua la boca, me quedo contemplándola. Él enciende una fogata humeante, prepara dos hojas y envuelve la langosta con las especies que la tierra escupe.

De reojo lo veo moverse, mientras se afana dos perlas se vuelcan de los ojos abiertos, pero no se detiene, camina laborioso, con la piel que le tapiza los huesos y marca sus años.

Cuando todo está listo se aproxima, los dos saboreamos la carne y en silencio miramos la lejana dificultad de la marea que se lleva las lágrimas de Andrés. Él solloza y apoyo mi mano en la suya. Con una voz que el dolor arrepiente me narra su historia. La historia del viejo que cuando niño otorgó a este sitio su vida, la del joven que quiso volar y no supo, la del adulto que formó una familia en la feliz aventura cotidiana. Por eso sonreí a su ventura gocé con su radiante reminiscencia.

Aunque ahora, en esa isla, es un viejo solo que ofrece langosta y narra su historia. Por eso ya no sonrío y el mar me devora; siento que soy su Marina atrapada en el hondo, viscoso, umbrío gigante que me roba de su lado. Así él se venga con dulce agonía y ríe cuando ofrece el botín, tributo que le devuelve la loca esperanza de que le regresen a su amada.

Él espera. Otra vez él espera.

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