Espejismo color atardecer

Espejismo color atardecer

Mauricio Rojas

18/07/2018

Los ojos de Martín se habían perdido en la carretera. Sujetaba fuerte el volante, apretándolo en un intento por conservar la determinación y calma que había conseguido amasar. Yo le veía de reojo y luego mis ojos se posaban sobre el monótono camino asfaltado que hervía y creaba ilusiones ondulatorias. Por ambos costados solo estaba el desierto de Atacama: árido e inconmensurable; resplandeciendo en tonalidades rojizas y amarillentas.

Avanzábamos a ciento veinte kilómetros por hora. No habíamos visto un carabinero en las más de nueve horas de viaje que llevábamos, pero aún así nos ateníamos con religiosidad a las reglas del tránsito. Cada tramo parecía alejarnos más y más del imperio de la ley.

Intentaba distraerme mirando por las ventanas, pero pronto me aburría aquel paisaje repetitivo y mortecino. Odiaba el desierto de Chile, hubiera preferido estar en el sur rodeada por sus árboles, lluvias eternas y saboreando asados de cordero al palo. El norte siempre representó para mí la muerte, la deshidratación, los intensos calores durante el día y el mortal frío de la noche. Lo único que me gustaba del desierto era el color de sus atardeceres.

Hacía rato que Martín y yo no cruzábamos palabras. La música a todo volumen operaba como excusa perfecta para el pacto de silencio tácito entre nosotros. De vez en cuando alguno movía la boca para empezar a tararear tímidamente alguna letra o melodía. Sentía el bamboleo del auto cada vez que algún camión pasaba junto a nuestro Kia Morning de 2008, levantando una ráfaga que hacía que diera pequeños gritos de sobresalto.

A la distancia se iban dibujando los salares. Al verlos me daba la impresión de que nos encontraríamos con gigantescos cerros nevados. Cuando al fin nos acercamos, descubrí que no se trataba más que de un espejismo y caí en cuenta de la idiotez de mi pensamiento al creer que con ese calor podría haber siquiera un ápice de nieve. Un súbito antojo por montículos de helado de crema comenzó a ocupar mi mente, pero me quedé callada mientras frotaba mi estómago para apaciguar el hambre.

Luego de dejar aquellos fríos cerros imaginarios atrás, fue que sentí un repentino temblor en el auto. Salí de mi helado ensueño para descubrir a Martín que se esforzaba por mantener el control del vehículo mientras este derrapaba. El auto iba de un lado a otro y me dio la impresión de que volcaríamos si no frenábamos, sin embargo Martín no puso el pie en el freno y apretó con tanta fuerza el manubrio que pensé que lo arrancaría. Finalmente consiguió domarlo y llevarlo hasta un costado de la carretera. Yo me sobaba el vientre, agradeciendo a Dios que ningún camión hubiera pasado justo en ese momento. Martín, en cambio, se sacó el cinturón y bajó del auto para ver qué había pasado.

—Mira, ven a ver esto —dijo acercándose a mi ventana.

Me bajé del Morning y noté que la rueda trasera derecha se había rajado en un costado.

—Mierda, ¿qué hacemos? —pregunté, no podía ocultar una sonrisita de triunfo.

—Nada, cambiamos el neumático y seguimos —respondió desentendiéndose de mi sonrisa.

—¿Necesitas ayuda?

—No, puedo hacerlo yo solo.

Guardé silencio y me quedé parada frente al auto. Ya se estaba haciendo tarde y corría una brisita agradable. Los cerros y todo el desierto iban adoptando también tonalidades de atardecer: ahora era rojo arcilla, pero pronto iría tornándose violeta en la medida que la noche comenzara a ejercer su influencia. En ese momento pensé que las cosas no tienen colores fijos, sino que estos cambian según diferentes factores. Miré mi barriga y vi cómo el sol de la tarde la hacía resplandecer débilmente. Cuando fuera de noche ya no tendría brillo alguno y desaparecería en la oscuridad total de aquel lugar. Un deseo por ponerme a llorar ahí mismo se apoderó de mí.

—¿Qué te pasa Cata? —preguntó Martín.

—No creo que pueda.

—¿Qué cosa?

—Hacer este viaje, hacer… —Entonces comencé a gemir, impidiéndome terminar aquellas palabras que tanto deseaba decirle.

Martín se acercó hasta mí y me abrazó. Sentí su respiración sobre mi espalda y noté cómo mis lágrimas mojaban el hombro de su camisa. Me apartó y sujetó de los hombros, mirándome a fondo con sus ojos café.

—Yo también tengo miedo, pero es lo mejor. Tú sabes que es así, Cata.

—Sí…

—Mira, tenemos mucho por delante. No podemos arrepentirnos ahora, si tuviéramos dinero la historia sería otra.

Nos separamos. Yo seguía enjugándome las lágrimas mientras Martín volvía al auto. Decidí entrar y sentarme en lo que esperaba a que terminara. Entonces podríamos retomar el camino, en silencio, en completo silencio. Vi hacia la infinitud de la carretera. Nuestro destino estaba todavía muy distante, me pareció que incluso podría ser un espejismo. Sí, seguro eso sería. Una simple ilusión: no había final, no había decisiones, tampoco doctores o arrepentimientos. Me convencí de esta idea y volví a ver mi vientre que ahora resplandecía y se agitaba en la promesa de un futuro color atardecer.

—Todo va a estar bien, amor —dije mientras acariciaba mi estómago.

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