«Papá, cuéntame un cuento» Y tumbados los dos en la cama se prepararon para el cuento de todas las noches.

Guzmán se apostó una última vez bajo la ventana enrejada. Con manos temblorosas, quizá por el frío del amanecer castellano, quizá por la emoción escondida en su corazón, sacó de entre los pliegues de su capa grana un laúd, único compañero de aventuras desde que su padre, ya sin fuerzas para librar más batallas, le legó antes de morir, sin gloria y sin fortuna, muchos años atrás. Ahora Guzmán, sin gloria y sin fortuna, se preparaba para librar la última batalla diaria que desde años mantenía contra su corazón, siendo su única arma ese trozo de madera brillante.

Hijo único de un caballero que perdió tierras y fama por defender su honor de cristiano viejo en peleas con un vecino taimado, tuvo que buscarse la vida desde muy joven, pues su madre murió de sobreparto al nacer él, y su padre no mereció mejor suerte al morir de unas fiebres letales entre horribles dolores. Guzmán, desencantado de la vida cortesana, cogió el laúd de su padre, la capa color vino de su madre, que siempre estuvo arropándole aunque ella no estuviera, y se marchó a recorrer caminos polvorientos, montañas verdes y mares infinitos. Por todos ellos transitó con una sonrisa en los labios y una canción en la boca. Su voz conmovía a quien la escuchaba cuando cantaba penas de amor, desataba una tremenda carcajada cuando la trova ironizaba sobre los poderosos y arrancaba lágrimas de nostalgia cuando recordaba la añoranza de los años de la infancia. Su voz sabía ser dulce y picante, suave y enérgica, susurraba palabras de amor y saltaba pizpireta para enredar a una mesonera traviesa.

Pero un día Guzmán, atraído sin saber por qué por el irritante arrullo de las palomas en lo alto de una casona palaciega, paró sus pasos delante de un impresionante edificio dorado. Sus ventanas incontables eran todas iguales, deslumbrantes bajo el sol invernal de una mañana de diciembre. Pero en una de ellas vio su destino. A través del hueco que horadaba la pared de oro vio a su princesa. Incluso a tan gran distancia, pudo distinguir los duros ojos negros de una mujer joven, con el pelo negro suelto a su espalda. Sus rojos labios estaban apretados, en un feo gesto de desprecio hacia ese hombre que la miraba sin recato. Incluso con ese rictus de amargura en su rostro, la princesa era la mujer más bella que jamás hubiera visto. Y sus duros ojos negros estaban pidiendo a gritos la salvación. Guzmán hizo una gentil reverencia a su bella dama, sonriéndole con los labios y los ojos. Y la princesa altiva hizo volar su pelo negro al girarse airada por tan grande atrevimiento.

Desde aquel día Guzmán tuvo el sueño inquieto. Su cabeza se poblaba de negros cuervos con ojos suplicantes, de trovas con las palabras de amor más tiernas y de espadas clavándose en corazones palpitantes. Despertaba con el suyo desbocado y una canción brotando desde lo más hondo de sus entrañas. Amaba sin remedio a aquélla que se escondía del mundo en una casa dorada y despreciaba a sus habitantes para no tener que sufrir sus traiciones.

Desesperado, volaba al alba hasta la mansión de sus desdichas y sacando el laúd cantaba durante horas debajo de la ventana que un mal día le robó la calma. Nunca más volvió a ver a su dama, pero su corazón le decía que ella estaba allí, escuchándole. Y sabía que sus labios de princesa altiva poco a poco iban tornándose en una leve sonrisa. Y que sus ojos dejaban de ser espejos oscuros para licuarse poco a poco con lágrimas de sentimiento. Y cada día que pasaba sus canciones eran más bellas, sus palabras más tiernas y sus melodías más cautivadoras. Y cada amanecer que pasaba bajo la ventana de su amada le costaba una arruga a su rostro, una cana a su cabello, un temblor casi imperceptible en sus manos de músico enamorado.

Y las estaciones pasaron, y las hojas de los árboles caían y volvían a brotar en un verde rabioso de juventud y belleza. Y los años se le echaron encima a Guzmán, el loco trovador, enamorado de una visión de ojos negros. Los niños saltaban y se burlaban de ese viejo que con voz rota cantaba todas las mañanas desde el alba hasta el anochecer a un amor imaginario. Y Guzmán se consumía entre canciones de amor, las más bellas jamás cantadas por un hombre enamorado, sabiendo que un día su princesa aparecería y le sonreiría desde la ventana enrejada que nunca más volvería a ser cárcel.

Un amanecer de diciembre, gélido pero con el cielo más lleno de estrellas que nunca, Guzmán se arrastraba hasta su ventana. Tenía en los labios una canción brotada desde su viejo corazón de loco enamorado. Sabía que sería su último amanecer, su última canción, su última oportunidad de dar libertad a la más bella prisionera de este mundo. Con esta última canción caerían las cadenas que aprisionaban a su amor, a su único amor, a ese amor verdadero que no necesita nada más que un corazón lleno.

Y Guzmán cantó con la voz de dieciocho años que muchos años atrás consiguió, sin que él jamás lo viera, que unos bellos ojos negros se inundaran de lágrimas de amor, y que unos labios fríos y duros latieran al son de un laúd deseando un beso que jamás pudo ser.Y la voz de Guzmán consiguió que la bella prisionera saliera a la ventana, con la más dulce de las sonrisas inundando un rostro de acuosos ojos negros. Pero Guzmán no pudo ver el rostro adorado de su amada. Sus ojos se cerraron en el mismo momento en quesu princesa posaba los suyos en el rostro de su amado trovador.

«Papi, ese cuento no tiene final feliz» Y papá pensó que la vida no tiene finales felices, sólo caminos felices

FIN.

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