Cartas de un abuelo políticamente incorrecto

Cartas de un abuelo políticamente incorrecto

Ganímedes.

10/10/2016

Hola Lourdes, espero que Adolfo y tú estéis bien, que la farmacia marche estupendamente y que Barrabás -menudo nombre habéis elegido para ponerle a mi séptimo nieto- sea ya todo un hombrecito, este año ha empezado a ir a la escuela, ¿verdad? Bueno, te escribo esta carta que te debía desde hace ya demasiado tiempo, algunas cosas -ya sabes- no son fáciles. Me he pasado la vida huyendo, siendo un cobarde, pero ha llegado el momento de que sepas la verdad.

Esta es la única foto que tengo de tu abuela a la que nunca llegaste a conocer. Se la hice en París, corría el año 1939. En aquel entonces yo recién había dejado de ser joven y me ganaba la vida aporreando un viejo piano desvencijado en el cabaret Moustache, donde nos conocimos aquel verano. Aunque su nombre artístico era Dorotea la ratita traviesa realmente se llamaba Nadezhda Tourischeva y era hija de rusos blancos huidos tras la Revolución de Octubre. Cuando la vi por primera vez se me atragantó el whisky y acabé escupiéndole uno de los hielos directo al escote. El frío le recordó a su San Petesburgo natal y me sonrió dulcemente. Era preciosa.

Una noche hice acopio de valor y la invité a unos granizados de achicoria después de que acabara la función. Paris… la nuit…l’amour . Horas después de que cerrásemos el último chiringuito, el Sena nos vio amanecer. Ella no callaba e iba ya por la historia familiar número 99, algo de que a su tío Dimitri de Novgorod unas prostitutas le habían robado los ahorros echándole droga en el samovar. ¡Por la gloria de la Santa Comadreja! -exclamé para mis adentros- y, cerrando los ojos, la besé. Saliera bien o mal, no se me ocurría otra forma de escapar de una situación como aquella. -¿¡Qu’ est-ce que tu fais!? – soltó haciéndose la sorprendida con su prístino acento francés de Leningrado. ¿Es que no se nota? Intento fecundarte a la brava, mon chéri, a lo de antes de hablar durante horas sin mucho sentido se le llama “cortejo” aquí en la Tierra ¿Seguro que eres la misma que trabaja en el cabaret? Contrapreguntas como esas me relampagueaban, pero obviamente no me habría atrevido a formularlas.

-Mira, Natalia (no tenía ni idea de cómo se pronunciaba su nombre ruso, en el cabaret todos la llamaban Dorotea o directamente petite souris) te voy a decir la verdad: estoy perdidamente enamorado de ti desde el primer momento en que nos vimos, pero tengo… tengo… (piensa rápido cabrón)… una enfermedad terminal y quería hacer una última locura. ¡Bañémonos desnudos en el Sena y que Notre-Dame sea testigo mudo de nuestra juventud!

¡Ni tan enamorado, ni terminal ni ostias, pero algo le tenía que contar! Tampoco éramos demasiado jóvenes entonces, Natalia tenía 28 años y yo 32. Casi se me escapa la risa cuando se me ocurrió la chufla de meter el Notre-Dame mudo en la ecuación del amor. Aparte, el Sena estaba lleno de mierda y lo del baño desnudo iba totalmente de farol. Lo más increíble de todo fue que semejante patraña funcionase y poco después acabáramos la velada en su buhardilla, comiéndonos vivos como suricatos en celo. Esa fue otra, yo -dentro de lo que cabe- conteniéndome para hacerlo despacito y amoroso con la idea de no despertar a su hermana que dormía en la habitación de al lado (tampoco era muy difícil, una vez pasada la efervescencia de los diez primeros minutos tu abuela en la cama tenía la misma iniciativa que una yegua muerta) y a las siete y media de la mañana nos abre la cortinilla la hermanita maripuri con una palmatoria, que venía a buscar unas bragas porque tenía que ducharse para ir a trabajar:

-¡Bonjour Amélie!
-¡Bonjour ma petite soeur!

¿Pero esto qué es? Las tías se saludaban como lo más normal del mundo y Amélie –que en camisón era todavía más curvilínea que la hermana– me miraba y sonreía picaruelamente. Yo no sabía si eso era la situación más caliente de mi vida o la más ridícula. La delgada línea roja. ¿Joder, caerá un ménage a trois con las dos? Aquí en París es típico, casi tanto como hacerte la foto con la torre Eiffel, o eso dicen, claro. Al final la pizpireta Amélie encontró las dichosas bragas, me dio una palmadita en el culo, le guiñó un ojo a la hermana mientras preguntaba si quería que nos subiese unos croissants “para reponer fuerzas” y se fue silbando alegremente La Marsellesa. De puta madre, he triunfado. ¡Están locas las dos!

Esa fue sólo la primera de nuestras citas. Al final, entre achicoria fresquita, pitillos baratos y nazis locos dando voces por las calles -era algo típico entonces- nos acabamos enamorando como un par de adolescentes en primavera, pero poco más tarde Natalia me dejó por un flipado de la resistencia de no sé qué guerra que decían que tenían montada. Yo creo que era un rollo, una especie de moda, porque a otros amigos las novias les habían dado excusas parecidas, y que yo supiera no había una guerra en ninguna parte, o igual sí y estaba despistado, tampoco salía mucho de mi casa, la verdad.

El último día que vi a mi cocotte favorita le acabé regalando unos pasaportes falsificados que ella me había pedido (un capricho un poco raro, pero las chicas del cabaret son así a veces). Se fue sin despedirse y no volví a saber nada de ella hasta muchos años después, cuando se presentó con un mozuelo que tenía mis ojos y me llamaba papá con extrañeza, pero para entonces mi vida ya era beber whisky añejo, jugar al ajedrez por dinero en tugurios de los bajos fondos y hacerme amigo de los gendarmes de los aeropuertos los días de neblina. Lo que pasó después, Lourdes, creo que ya lo sabes y espero, querida nieta, que puedas perdonar a este viejo.

Se despide tu abuelo que te adora, Francisco Zorobabel.

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