Jacinta y su hermana Flora han quedado está tarde para ir a la casa familiar; están en la etapa final, cerrar la casa definitivamente y entregar las llaves al casero.

Han quedado con unas monjas que recogerán todo aquello que ya nadie se quiso llevar.

Es una casa grande, han vivido allí desde que llegaron a Madrid, tiene una renta baja y el casero está deseando que quede vacía por que ahora es un sitio céntrico y bien comunicado.

Cuando llegaron era las afueras y acababan casi de inaugurar el estadio Bernabéu.

Solo había un autobús que llegaba hasta cuatro caminos “el goloso” que iba siempre cargado de soldaditos y las ovejas atravesaban la castellana. Pero su madre no quería meterse en el ruido y las calles de Madrid; enfrente había un parque y un colegio para sus hermanos pequeños. Que trabajo le costó a aclimatarse a Madrid pero con el tiempo se manejaba estupendamente.

Era una casa grande donde vivían los once hijos, los padres y los abuelos maternos.

Todo tenía su espacio, todo su razón de ser. Pero llegó la hora de cerrar la casa, cada uno cogió lo que le gustaba, lo que le venía bien.

Ahora es una casa fantasma, la voz retumba en las paredes, ya no hay voces, risas ni llantos, las paredes con clavos y marcas de los cuadros, los suelos desnudos y muchos recuerdos en cada rincón y a Jacinta le paraliza, se angustia y trata de abrir la ventana donde se oye las risas de otros niños. Flora le riñe: date prisa no te quedes parada, ayúdame a recoger,

-¿Qué hacemos con esto?; ¡mira! la mesita de mamá, llévatela tú:

-No, no la quiero…Su mesita que estaba al lado de su butaca en la sala con una lamparita y ella guardaba su labor de ganchillo, sus gafas y el bolígrafo para hacer el crucigrama, no le podía faltar; ella no hace ganchillo ni crucigramas… Su hermana insiste:- Es de madera buena, le dice que no.

Sigue recogiendo, ¡que marcha tiene!, se mueve de aquí para allá y Jacinta le sigue, como una autómata, solo quiere terminar.

Tocan al timbre son las monjitas con el transportistas. Se saludan, se ponen contentas, hay colchones, banquetas, sillas sueltas, alguna lámpara, un perchero y cacharros; todo les parece bien, empiezan a empaquetar, dan las gracias continuamente y empiezan a bajar.

La portera protesta y no les deja usar el ascensor, ellas aceptan y bajan los ocho pisos cargadas con todas las cosas y ya por fin la casa queda vacía.

Su hermana le hace recorrer las habitaciones por si queda algo en su lugar; Jacinta, está como sonámbula, cierra las puertas sin mirar. Cierran una etapa de sus vidas que ya no volverá y recoge los buenos momentos que es lo que perdura.

Bajan en el ascensor, se despiden de la portera. Flora va por el coche.

La tarde está tristona o quizá es ella que está llena de melancolía. Se montan en el coche, ninguna de las dos hablan.

Al llegar al cruce ven la mesita tirada en la calle, que seguramente se cayó al arrancar o la mesita saltó tratando de volver a ocupar su lugar pero ya es tarde ya no hay marcha atrás.

AUREA ROA MARCO

Madrid, 7 de octubre 2015

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