La vida después de la vida

La vida después de la vida

André Molina

10/07/2018

«Domingo 28 de abril de 1989

Después de arribar a Montecarlo y espiar sus llanos y cuencas arremolinadas por segunda vez consecutiva ese año, decidí abandonar la docencia y viajar.

Recorrí cientos de países, los caminitos escarpados, las rocas verdosas con todo y el fluir de sus aguas, habían sido mi refugio, y sus planicies mi cama. Caminando, me harté de amaneceres, de montañas verdes, de cielos azules, de lluvias inmensas, cargué conmigo las semillas del tiempo, los costales más ricos; maíz de Veracruz, de Guatemala, café, frijoles de Perú y garbanzos de Portugal. No crucé un océano sin llevarme una pizca de la arena de sus playas, sin haberme embriagado con el néctar de sus cocos, si hacerme un collar con sus conchas que guardaban la potencia de sus olas.

Como un viajero en el tiempo amé cada lugar con su color, su silencio, su algarabía, sus olores y sus plazas. Cada calle, avenida, puerta azul o amarilla me traía de vuelta a mi tierra querida, la que no dejaba y llevaba en mi equipaje como una pieza sagrada, guardaba de sus barrios y escaleras, el paso de los mochileros y las vendedoras azucaradas, si hablaba de los callejones…Las enamoradas.

Y aventurándome a cruzar las selvas con un machete y una vara, saboreé cada paso salpicado de capote o de lenta sabia. No había estado más lejos de la calle que siempre era la misma, los mismos ancianos que contaban historias por la noche y de día bailaban marimba en las plazas, en los pueblos escondidos había bebido agua ardiente con los aradores y vodka con los hacendados.

Ya todo lo había probado, y estaba ansiando completar el ciclo viviendo en las páginas de mis bitácoras, donde me vería aun sentado en cada rincón de restaurantes de comida mexicana, sediento de su pozole, al ritmo de su mariachi, al sabor de sus pasas. Había visto tanto, que pensé era el momento para vivir una última aventura, mi plan consistía en refugiarme en la Mallorca, para mí, la costa más bonita de España, conseguirme cabañita y pasar el resto de los días escribiendo mis memorias.

Estaba satisfecho, no había viajado, había vivido.

Pero de lo que tenia provisto, nada fue, lo más bello del mundo me esperaba a la vuelta de la esquina. Era mi ultimo día en la Habana, el bar estaba lleno y yo me hallaba en una mesita en la esquina bebiendo mi canchánchara, entonces la vi, ojos negros, piel morena, labios suaves, cuerpo ágil cual gacela. De todos los encuentros y lugares, de todas las anécdotas o hazañas, lo único digno de ser contado fue allí, con ella. Bailaba al ritmo de una suave rumba, y yo desde la otra orilla me moría por amarla, pero los años ya llenaban mis ojos y ella era fresca como la mañana. Así que me guardé el valor y me fui al día siguiente.”

— Pero que cobarde…

El anciano que había estado inmutable escuchando a la joven mientras leía, la interrumpió de pronto, sintiendo el golpe de calor que entraba por la ventana, se limpió el sudor de la cara con un pequeño pañuelo que llevaba consigo.

— ¿Sucede algo?— Preguntó ella…

— Si, dime jovencita, ¿qué final tiene la historia?, hasta ahora el personaje es aburrido y según el último párrafo… también un cobarde. ¿Sabes que habría hecho yo, de haber estado en su lugar?

— No, dígame.

— Me habría amarrado fuerte los pantalones, como el hombrecito que crió mi santa madre, habría cruzado ese bar y la habría invitado a bailar, después de todo…

— El amor no discrimina edad —Susurró ella.

—El amor no discrimina edad Concluyó él.

Ella guardó silencio mirando fijamente la tapa del libro. En ese momento la enfermera en turno entró a la habitación con un abanico en la mano y una botella de píldoras en la otra.

— Bueno profesor, es hora de sus pastillas.

—Pero, estoy ocupado, además si las tomo frente a la joven , pensará que estoy viejo y nadie quiere eso.

Ambas sonrieron mientras la enfermera le ponía dos capsulas en la mano y le hacia beber algunos sorbos de agua, ella le acomodó la almohada, verificó el monitor de indicador cardíaco y salió nuevamente.

— ¿Cuál me dijiste que era tu nombre?

—Ana, profesor…

—Entonces… Ana, ¿en qué estábamos?

—Me decía algo sobre el amor.

— Claro… Escucha, la vida, el amor y la muerte son viajes, ¡estas en el primero ahora mismo!, la muerte es el destino que nadie acepta, aunque es inevitable, pero…el mejor de todos es el amor, si… eres valiente y decides tomarlo, hará… que los primeros dos viajes valgan la pena….

Las pastillas habían hecho efecto y él se había quedado dormido, Ana cerró el libro mientras esperaba ansiosa, a los pocos minutos, él despertó nuevamente.

— ¿Y tú quién eres? …- Preguntó un tanto desorientado.

—Soy… Ana, vengo a leerle por las tardes profesor.

— ¿Profesor?, ¿por qué me llamas profesor?.

Lo siento, me equivoqué, yo…

Ella se levantó, tomó el libro y salió de la habitación. Le dolía el pecho, quiso llorar, pero no podía.

La enfermera se acercó.

  • — Lo siento mucho Ana, ¿tu padre te reconoció esta vez?
  • — No, ya casi nunca lo hace, esas eran las ultimas píldoras del tratamiento, ¿verdad?
  • — Así es, lamento decirte que los ataques a su corazón también son más constantes.
  • — Se que el puede luchar contra eso, pero la demencia…el tratamiento y las lecturas eran mi esperanza.

Ella no dijo más, salió del hospital, subió a su auto y con los ojos llenos de lagrimas abrió el libro en la pagina donde había dejado el marcador:

“No llegué muy lejos, esperaba el tren desesperado por huir de lo que sentía, pero sabia que iba a perderme el mejor de los viajes, así que me armé de valor, regresé esa noche al mismo bar y la invité a bailar…»

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