Donde Martín Blanco

Donde Martín Blanco

Josué Mares

23/06/2018

El baúl se había vuelto más y más pesado con el paso de los años. Martín no sabía si era efecto de su enfermedad o simplemente por la vejez, pero fuese cual fuese la razón, cada día le demandaba más trabajo levantarlo. Con esfuerzo lo puso sobre una cama antigua con marco de madera y diseños renacentistas. Como era su costumbre, lo primero que sacó fue el sobre con los pasajes de tren con fecha en 1977. ¿Cómo le hubieran resultado las cosas si hubiera tomado el tren en ese momento? Prefería no pensar en eso. Luego sacó una libreta de cuero gastado por los años. Las hojas estaban quebradizas y amarillentas, pero aún podía distinguir gran parte del contenido. Seleccionó una página distinta a la de la vez anterior para leerla entre lágrimas. Continuó sacando uno a uno los objetos y acomodándolos estratégicamente en la pequeña habitación, la cual no había sido redecorada desde hacía un poco más de 15 años cuando Raquel, quién fuera su esposa, lo dejó para abrazar la muerte. Sacó finalmente los elementos más importantes: el cuadro con el retrato de ella, un revólver muy bien pulido y un antiguo reloj a cuerda bañado en oro. Acomodó el cuadro en la cabecera de la cama y comprobó que el reloj seguía trabajando. Le dio un par de vueltas a la pequeña tuerca, lo dejó sobre el cuadro y se recostó sosteniendo el revólver con su mano derecha, contra su pecho. Cerrados los ojos y en estado de inercia, Martín sentía el tictac mucho más fuerte. Se dejó llevar por el sonido, forzando sus pensamientos para retomar el sueño donde lo había dejado y llegar al lugar acordado.

Jaime, uno de los policías del pueblo, llevaba tiempo observando de manera oculta el ritual del anciano, desde que, en una visita rutinaria, encontró al hombre acostado en una habitación llena de antigüedades, profundamente dormido y con un arma en la mano. Desde entonces había seguido cada parte del ritual de Martín, pero en esa ocasión quería llegar más lejos. Cuando por fin el anciano parecía dormido, se metió en la casa. Dejó el arma de servicio en una mesita de centro y entró en la habitación. Miró a su alrededor poniendo especial atención a aquello que no había podido ver a través de la ventana. La primera vez que vio al anciano con el revólver en la mano se horrorizó y estuvo a punto de intervenir y arrebatársela. Finalmente desistió, únicamente por la curiosidad que le provocaba esa extraña situación. Le pareció más atrayente observarlo, y así lo llevaba haciendo por un buen tiempo. A esas alturas ya se había acostumbrado al rutinario ritual, y la presencia del arma no lo incomodaba en lo absoluto, pero de todos modos se la arrebató de las manos, esforzándose por no despertarlo. Se tendió en el suelo junto a la cama y se dejó llevar por el sonido del reloj y luego por el sueño.

– ¿Quién es usted y qué hace aquí? – la voz desconocida hizo que despertara sobresaltado.

– Lo siento. No quise invadir su privacidad… Yo solo… Soy policía.

Mientras hablaba, se puso de pie y miró a su alrededor. Le tomó un par de segundos notar que la habitación era totalmente distinta.

– No entiendo. ¿Cómo pudo llegar hasta acá?

– Disculpe el atrevimiento, pero ¿me podría decir en qué lugar estamos?

– Un intruso -gritó el hombre -, y dice ser policía.

Jaime salió apresuradamente de la habitación y se encontró con una ciudad que le recordaba su niñez. Todo el caos había desaparecido. Nadie lo seguía. Nadie le prestaba atención. Entonces vio al anciano, aunque ahí lucía unos 30 años menor. Estaba con una mujer que, a pesar de no ser tan joven, seguía siendo hermosa. Estaban sentados en un banco, con los dedos entrelazados. Contradictoriamente, la atmósfera entre ellos parecía más tensa que romántica.

-Mire con atención- le dijo el hombre que hacía un momento lo había despertado, quién de pronto estaba a su lado otra vez. -Mire con atención, porque el día ha llegado.

No sabía si pasaron horas o días observando a Martín y su mujer, pero sentía que fue el tiempo suficiente para conocer profundamente al anciano. Extrañamente, había llegado a saber incluso lo que Martín sentía. De pronto todo pasó.

«Ahora», gritó el desconocido a su lado. Dos hombres se abalanzaron sobre una joven, justo frente a Martín y su mujer. Ella se puso de pie, pero él la empujó de vuelta al asiento con brusquedad. Buscó el revólver y no lo encontró. Palideció. Jaime miró horrorizado como las armas de los delincuentes se descargaban ferozmente trayendo confusión, angustia, súplica y muerte. La mujer de Martín había caído en un charco de sangre, alcanzada por una bala perdida. Martín lloraba con desesperación. «Llevo años viniendo con el arma en la mano. ¿Por qué no está justo ahora? ¿Por qué no pude salvarla esta vez?», pensó. Parecía ahogarse en palabras que no lograba articular.

Jaime sabía que haberle quitado el arma de las manos al anciano mientras dormía en su lecho lo transformaba en el culpable de la masacre. «Pero no estará más solo. Si esto es un sueño, y si despertamos, no estará más solo. Lo acompañaré donde quiera que vaya. Se lo debo», pensó invadido por la culpa y el miedo, pero Martín quería ir a un solo lugar, y hacia allá nadie lo podía acompañar.

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