Era un buen hotel. Ezequiel y yo habíamos estado hospedados en él en tantas ocasiones que el personal ya nos trataba como a viejos amigos; ellos se interesaban por nuestras familias y nosotros preguntábamos cómo marchaban las cosas por allá. Cuando uno se encontraba tan lejos de casa, agradecía cualquier muestra de amabilidad. El hotel tenía casi siempre de todo. En ocasiones podía suceder que faltara café, o azúcar, o ternera, pero, claro, afuera, en las calles, la carencia era la norma. Para mí, el hotel era un decorado en el que se colaba irremediablemente la vida por sus agujeros. A cada paso te tropezabas con un contrasentido.

El sábado de nuestro último viaje, mientras desayunábamos en la terraza y escamoteábamos comida del buffet para el botones, –señor, esta mañana no he comido–, un tipo voceaba a su celular:

–A mí me gusta la Coca Cola, sabor original. ¿Oíste? Y estoy loco, acá no la encuentro. ¡Vaya mierda de país!

Como si un país se midiese por las marcas de refresco. Las mercaderías, las apariencias y las diatribas estaban ahí para despistar al viajero del verdadero espectáculo de las personas. En eso, el país es enorme. ¡En cuántas ocasiones me dejé sorprender por su ingenio para salir adelante con casi nada! ¡Cuántas lecciones he recibido de cómo sobrellevar las penurias con alegría, y con esa dignidad tan propia de los locales!

El botones nos informó de que un niño había muerto al intentar hacerse con un puñado de grano. Yo veía casi todas las mañanas a tres o cuatro carajitos entre los carros atrancados en la colita. La maniobra consistía en abrir una compuerta de la panza de la gandola. Al parecer, esa vez había arrancado de improviso, o el niño se había despistado, y le había pasado por encima. Algún día tenía de pasar. ¡Tantas desgracias sucedían sin que la vida se detuviese a llorar por ellas!

Un señor mayor se acercó a nuestra mesa y dijo:

–Disculpen, serían tan amables de regalarme fuego.

Ezequiel le alcanzó su mechero. El hombre encendió un cigarrillo y cuando se lo devolvió preguntó señalando al gato que llevaba repantigado junto a Ezequiel desde que le había localizado en la terraza:

–Usted es el que mandó operarlo, ¿no?

–Sí, señor. Aquí está, el Beto. –Mi amigo empujó suavemente de la pata trasera izquierda para girarlo sin molestarle demasiado y mostrar así un sorprendente vacío peludo junto a los testículos donde debería haber estado la otra pata trasera–. A este lo conozco desde que era así de chiquito –dijo, indicando el tamaño con dos dedos–. Los del hotel lo echaban continuamente para que no acosase a los clientes, pero el gato volvía una y otra vez a por comida.

–Hay que ganarse el sustento.

–Sí. Cada vez que estaba yo por aquí fuera con un café o tocando la guitarra, se me acercaba. Había aprendido que los camareros no le echaban cuando estaba conmigo. No hay que molestar al gato cuando está con el señor Ezequiel –decía él imitando el acento–. El señor Ezequiel deja buenas propinas.

–Cuéntale lo de la pata, Zequi –le azuzaba yo.

–¡Ah, sí! Este vino un día con la pata trasera arrastrando. Se le veían los dos huesecillos. Se conoce que algún animal lo habría enganchado y le había desgarrado la pata.

–No jodas, hermano.

–Debía haber sucedido hacía ya unos días porque la pata olía fatal. Estaba toda necrosada. La poca carne que tenía estaba llena de gusanos. Yo creo que eso fue lo que le salvó porque los gusanos debieron cortar la infección. Bueno, eso y el hambre. El pobre estaría tirado por la orilla del río, pero el hambre le hizo salir. ¿Verdad Beto?

Beto levantó la cabeza al oír su nombre y, como tenía la tripa llena, volvió a posarla sobre sus patas delanteras para continuar con la siesta.

–Cuando apareció, uno de los camareros lo quiso echar –aseguré–, pero entonces lo vio Ezequiel y movilizó a todo el hotel. Exigió que fuesen a por una manta, a por el botiquín, preguntó dónde había un veterinario… Solo le faltó llamar a la ambulancia.

El veterinario le cortó la pata entera. Dijo que podría haberle salvado la parte superior desde la articulación para arriba pero que, si lo hubiera hecho, el gato habría intentado andar apoyando el muñón y eso le habría destrozado la espalda. Acertó. Beto se defiende perfectamente. Seguro que ni se acuerda de que tenía dos patas traseras.

–Puede hacer cualquier cosa –aseguró Ezequiel–, correr, saltar, lo que sea, pero lo que mejor sabe hacer es pedir comida. ¿Verdad, Beto?

Beto levantó la oreja a modo de asentimiento.

–Ahora, los del hotel me lo cuidan cuando yo no estoy acá. Cada vez que vuelvo, me están esperando Beto y la guitarra. Con las uñas que tiene, cualquier día le enseño a tocarla.

–Un gato afortunado. Le daré algo cada vez que me lo encuentre por aquí –prometió el hombre al despedirse.

He conocido a algunas de las personas a las que Ezequiel ha ayudado en aquel país. En sus maletas siempre llevaba comida y medicamentos. En aquel último viaje, las mías iban repletas de lentejas, aceite y pasta. Quizá fuese un poco tarde, porque sabía que no regresaría, pero al fin había aprendido a ser menos desconfiado y más desprendido.

Amigos, adiós y buena suerte.

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