Brindis por un recuerdo

Brindis por un recuerdo

Desperté temprano, frente al espejo mis ojos reflejaban la claridad del día, sentí esa alegría que a veces no sabemos de donde brota, tal vez un rezago de infancia guardado celosamente en ese lugar bonito donde habita lo mágico, hoy quiero compartirlo con ustedes. Los invito a conocer a mi familia, contarles lo maravilloso que es haber tenido una infancia feliz, abrazada por la cálida lumbre de un hogar bullicioso, rodeada del amor de mis padres, la protección de unos abuelos increíbles, las sabrosas querellas con mis hermanos y la amistad cómplice de un centenar de primos: ¡Entren hay sillas para todos…!

La mayoría de mis parientes habita en el pequeño Valle de Caripe (Monagas – Venezuela), bordeado de jardines y de una hermosa vegetación esmeraldina, durante todo el año. Es un pueblo perdido en el mapa y tal vez desconocido por la mayoría, pero con seguridad se enamorarían de él, si algún día lo pudieran visitar .

Juntos formamos una algarabía deliciosa, todos quieren hablar a la vez…pero que importa, total… todos te hablan de amor. Es casi sagrado, cuando cruzamos los brazos y modulamos como una oración ¡bendición papá! ¡bendición mamá! y de vuelta la respuesta amorosa de los padres ¡Dios te bendiga hijo(a)!. Hermosa costumbre, repleta de amor inmenso, así lo enseñé a mis hijos y ellos lo enseñarán a mis nietos, como una herencia espiritual a través del tiempo

Hay tanta belleza y sensibilidad en mis recuerdos, que basta un pequeño soplo para que despierten al primer impulso: Cuando miro las cerezas maduras colgando de sus tallitos, encuentro el olor a humo, de la cocina de abuela Inés, donde al fogón se cocinaban las arepas y el café mezclado con la leche del ordeño. Al ver las pequeñas flores del campo, ¡mis blucusitas! Me invade una emoción intensa, vuelvo a mi casita del campo, cuando vestía muñequitas de rubias cabelleras, fabricadas con mazorcas de maíz tierno, traídas del conuco de mi padre.

¡Ay de esos recuerdos lejanos!, los paseos al río con mis hermanas, donde recogíamos pececitos de plata en envases de latón. La casa de mis abuelos, con sus paredes torcidas, su patio de secar café, la lumbre del fogón oloroso a leña y mi abuela menuda y etérea, con su vestido beige de bolsillos bordados, trajinando todo el día, recogiendo las hojas secas de la enredadera de zarcillos de la reina. … y cosiendo ropitas de retazos de tela para los niños humildes.

Los paseos a la playa, donde me cobijaba con una manta de arena, con la carita al aire. Desde allí veía a mamá que afanosa y preocupada me buscaba entre la gente: ¡Que muchachita traviesa, cuando la encuentre, le daré su pela!. Pero era tanta la alegría cuando me descubría, que olvidaba su coraje y extremaba sus cuidados para no volver a perderme. Mi cine gratitud, allí fuimos con mis padres a ver a Tarzán de los Monos saltando entre los árboles, en un paredón blanco detrás de la iglesia.

Imposible no hablar de mi madre, una mujer inteligente, con apenas 3er grado; maestra perfecta, mejor psicóloga, esposa y madre. Vivió adelantada a su época, se peleaba con los prejuicios, decía las verdades en frío y eso… calaba hondo. Si de amar se trataba… amaba con pasión, no sabía mucho de odios y mentiras, pero era de palabra dura, cuando era necesario. Su risa cantarina salpicaba los momentos difíciles, ella decía –Me reiré de mis defectos, antes que otro lo haga– Yo argumentaba con una carcajada: ¡jajaja, hace mucho rato ese otro, lo hizo! Hace tiempo que no está, pero su huella sigue intacta en lo abstracto y lo concreto, y más que todo en la honda mirada de mi padre cuando le afloran las tristezas.

…Mi padre apacible y cariñoso, sigue vivo a sus 90 años. Tiempo atrás cultivaba la tierra y ayudaba a sus hermanos en el amarre del ganado, era emocionante mirar de cerca esos fieros animales, resistirse a la soga y la doma, y mejor todavía, cuando se soltaban y corrían desaforados por la calle principal del pueblo, la gente se encerraba en sus casas.Yo los miraba por la rendija de la ventana y temblaba de miedo y emoción.

En otras ocasiones me aventuraba con mis primas, después de atado el animal, lo puyábamos por los flancos, para librarlo de la soga, e indomable y bravío, desafiaba nuevamente a sus perseguidores. Pero ponía los pelos de punta, el tenebroso bramar de los toros con el olor a sangre del matadero, sobre todo en las noches silenciosas, donde solo se oía el rumor del viento y el llanto triste del rebaño huérfano.

Mi abuelo paterno, con su liquiliqui blanco, sombrero de ala ancha y zapatos de charol negro…todo un galán, con su pelo canoso y su porte varonil. Era el jefe civil de la parroquia y se jactaba de sus fiestas patronales, en honor a Santo Ángel Custodio. En estas celebraciones la calle principal se llenaba con los bazares, la rueda, el circo, las cotufas y el algodón de azúcar ¡que delicia recorrer libre la calle entera, llena de gente, música y color!

Así transcurría el tiempo, con extrema alegría e infinita paz… pero un día sombrío de un mes de marzo, mi abuela se apagó para siempre, aun la veo tendida…pálida, en su cofre de madera, junto a la ventana de cortinas blancas y cintas color lila. Mi abuelo nunca lloró, solo repetía -No hagan tanto ruido ¡carajo!, ella está dormida- como queriendo trastocar la realidad. Al poco tiempo se marchó también, lo encontraron tendido sobre la losa fría del camposanto, con un ramito de zarcillos de la reina entre sus manos. Desde entonces, la casa es un cascarón triste, murieron las enredaderas y un rumor de voces calladas, ocupan los rincones, cual notas destempladas de una guitarra rota.

Este retazo de infancia, destello de placeres sencillos, donde la familia comparte sus querencias, el llanto y las alegrías, me mueve a brindar por ellos.

FIN

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