Un largo camino de hormigas cruza mi escritorio. ¿A dónde irán? Cuando trato de seguir su recorrido más allá de mi mesa siempre las acabo perdiendo en los cables que bajan hasta el suelo. Parece que se meten de algún modo en el cable de red. Tampoco sé de dónde vienen, ni por qué deciden subir por mi mesa para volver a bajar después. Algún propósito habrá en su diminuto cerebro de hormiga, pero creo que sólo están en mi sitio.
La oficina donde trabajo está en un edificio de plantas diáfanas, con las mesas dispuestas una tras otra en fila a lo largo de toda la sala. Para hacer nuestro trabajo no necesitamos ninguna intimidad en el puesto. Es el tipo de tarea que en cinco o diez años será hecha por un programa informático superinteligente.
Las hormigas pasan por mi mesa desde hace unos cuantos meses. Quizá estaban ahí antes, pero alienada como estaba por demostrar mi potencial a los supervisores, no me di cuenta si rondaban o no por mi mesa entonces. Ahora sí las veo. De hecho, si cumplo anticipadamente mi objetivo mensual puedo pasarme el resto del mes mirando a las hormigas ir y venir. Creo que ya conozco a algunas de vista porque, aunque pertenezcan a la misma casta de obreras, las hormigas son todas diferentes entre sí. Las hay más obesas y más delgadas. Las hay trabajadoras y también hay algunas que manifiestamente dejan que pase el tiempo, entreteniéndose en el camino con cualquier excusa. Otras son más aventureras y deciden salir a explorar de vez en cuando entre los clips, la grapadora y el teléfono fijo; sin embargo, sus hallazgos no convencen a nadie y al final siempre vuelven al camino conocido. Y eso que, en mi opinión, si cruzaran en diagonal la mesa acortarían distancias, vayan a donde vayan.
–¿Te tomas un coffee?–dice mi compañera.
Las hormigas y yo coexistimos, aunque no entienda su lógica. Por las noches me desordenan el escritorio. Una mañana me encontré todos los bolígrafos rojos fuera del cubilete. Sólo los rojos. Otro día habían desencuadernado un dossier que había dejado preparado el día anterior. Una tarde probé a dejar un montón de clips esparcidos por la mesa, para dar rienda suelta a su creatividad, pero al día siguiente estaban tal y como los había dejado yo el día anterior.
Últimamente hay cosas que desaparecen de mi escritorio. Lo primero que desapareció fue una taza de loza. No es que me importara mucho, aunque prefiero utilizar mi taza, a usar y tirar un vaso de papel cada vez que me hago un café. Lo peor de todo ha sido que se han llevado las letras H y M del teclado, y ahora parezco imbécil en todos mis emails:
_ola ∏arga,
Adjunto encontrarás el arcivo con las previsiones de ventas del próxirno nnes. Si necesitas cualquier aclaración, no dudes en ponerte en contacto conɱigo.
Un saludo,
…
Otras veces soy yo la que les hace jugarretas y borro con disolvente el rastro de ácido fórmico que dejan tras de sí para orientarse, lo cual hace que cunda el pánico hasta que consiguen encontrar el camino y formar la fila de nuevo. La ruta, con pequeñas variaciones sobre la versión anterior, siempre va a dar al mismo destino: el cable de red que viene del suelo.
–Vale, ahora voy.
La cafetería de mi planta huele a la mezcla de todas las comidas que se calientan en el microondas. Mi compañera está enumerando por undécima vez todos los diplomas de sus hijos y amenaza con enseñarme de nuevo los vídeos de las competiciones deportivas varias en las que participan.
–Sí tía, son too much. Y lo mejor es que gastan toda esa energía que tienen y por la noche nos dejan en paz a su padre y a mí.
No puedo esperar a volver a mi sitio, había una hormiga tullida y quiero ver cuánto ha avanzado en este rato.
Cuando vuelvo, algo ha cambiado. Hay un murmullo sordo por toda la sala. Una sensación de espejismo, como cuando hace mucho calor y los objetos a lo lejos pierden su verdadera forma. Las hormigas están por todas partes. Caminan en fila sobre los separadores de mesa, suben por las plantas artificiales, trepan por las falsas ventanas. Ocluyen la luz de los fluorescentes del techo. Colonizan todas las mesas. Corren entre las teclas de los portátiles huyendo de las bombas de demolición que son los dedos de mis compañeros. Surfean sobre el dorso de las manos que mueven enloquecidamente el ratón de un lado a otro. Escalan los escotes de las mujeres y se cuelgan de las barbas de los hombres. La marabunta ha desplazado los muebles y sillas con sus ocupantes en ellas, pero todos los trabajadores siguen absortos en su tarea.
Camino hacia lo que queda de mi sitio y veo un cúmulo de hormigas sobre mi mesa. Protegen a la reina, pero no vacilo. Meto los dedos en el grumoso ovillo y tanteo hasta que la encuentro. La sostengo entre el índice y el pulgar unos segundos, nos miramos a los ojos y, para sorpresa de ella, me la meto en la boca y mastico fuerte hasta que todo desaparece.
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