Sería bonito alimentar el hábito de escribir. Si no el día a día, como en los diarios que casi todos hemos escrito en alguna época de nuestra vida, sí nuestras vivencias más destacables, las más emotivas, las más dulces, incluso, ¿por qué no? las más duras y amargas.

La escritura tiene el don de guardar todo aquello que la memoria borra poco a poco con el paso del tiempo.
La escritura guarda, retiene y almacena todo aquello que fluye de nuestro corazón, que dicta nuestra mente y plasma nuestra mano.

Si todos alimentásemos el hábito de escribir nuestros sentimientos, podríamos, cuando el tiempo va pasando y la memoria se va borrando, encontrar de repente aquello que quisimos dejar plasmado en el papel un día de nuestra vida, aquello que tuvimos la necesidad de sacar a fuera, aquello que nos hervía y necesitaba salir como el vapor de una olla a presión.
Al leerlo, la memoria sale de su letargo, se refresca y revive, evoca, se emociona y te transporta en el tiempo.

Me encontraba una tarde revisando cajones. Sí, cajones de esos que de vez en cuando revisamos para poner orden y deshacernos de alguna cosa que en su momento nos pareció digna de ser guardada.
Cajones de esos que al abrirlos, es cómo si de repente abriésemos el baúl de los recuerdos.
El baúl donde quedaron guardados un día, aquellos pequeños detalles que nos hicieron felices y de los que no nos queríamos desprender por su valor sentimental.
Cosas tal vez insignificantes, pero que al verlas de nuevo, son capaces de emocionarnos y arrancarnos lágrimas, sonrisas…

Allí, en uno de esos cajones, entre otros papeles y guardada en una cajita, me encontré una carta. No pude resistir la tentación de leerla.
El papel se veía desgastado y amarillento, consecuencia del tiempo allí guardada.
Llevaría escrita más de cincuenta años, pero todavía podía leerse perfectamente.
La carta la escribió mi madre a mí padre cuando este se fue a Francia a vendimiar.
Solamente al reconocer la letra me emocioné, y a medida que iba adentrándome en la lectura se me iba haciendo un nudo en la garganta más y más grande.
Reconocía perfectamente el momento del que hablaba.
Me subí a la máquina del tiempo y me vi con cuatro años. Sorprendentemente lo recordaba todo. Estaba reviviendo un momento de mi infancia que mi madre dejó plasmado en aquellas hojas, en aquella carta.

En la carta le hablaba de la falta que le hacía, de las largas noches sin él. Le preguntaba si comía bien, si lo trataban bien, si pasaba frío… se preocupaba por él y lo añoraba.
Le hablaba de mi hermano, que ya había empezado a ir al colegio. Le hablaba de mí, le decía que ya estaba también matriculada y no tardaría en empezar.
Le decía que lo echábamos de menos y preguntábamos continuamente cuando iba a volver papá. Que mi hermano pequeño, que solamente tenía unos meses, al preguntarle por papá lo buscaba con la mirada.

Puedo recordar perfectamente aquel día. Como me pasé, tal y como contaba mi madre en la carta, más de un hora llorando.
Recuerdo el autobús, su partida, a mi padre diciéndonos adiós por la ventanilla, y yo llorando desconsolada.
Aquel día, para que se me pasara el disgusto, mi madre me dejo que me quedara a jugar con mi prima, quien aquel día, hizo su primera práctica de peluquería con mis cabellos.
También recuerdo donde estaba yo sentada, como ella detrás de mí iba cortando mis rizos uno por uno y recuerdo también el grito de terror de mi tía al verme.

Este episodio no lo cuenta en la carta, supongo que no se lo diría para que no se disgustara.
Recuerdo como mi madre, tan enfadada como estaba, no dejaba de repetirle a mi prima: “ la suerte que tienes se que tu tío no está aquí ”.
Y yo veía de nuevo la imagen de mi padre como la de mi salvador, el protector que siempre estaba allí para defenderme, para ayudarme siempre, pero ahora no. Había partido en aquel autobús y yo solamente deseaba que volviera.

En la carta le habla de todo y de todos.
Parece ser que habían muchos hombres del pueblo haciendo la vendimia y las mujeres se contaban unas a otras todas las noticias que iban llegando de sus respectivos esposos.
Se desprendía mucho amor entre las líneas y pude sentir, leyendo aquella carta, como se sufría en aquellos años para llevar una familia adelante.

Y así, una simple hoja de papel que mi madre escribió hace más de cincuenta años, fue suficiente para hacerme viajar al pasado. Suficiente para hurgar en mi memoria y sacar desde el rincón más profundo, el recuerdo de un día amargo de mi infancia.
Amargo por el dolor que sentía por la partida de mi padre, pero al mismo tiempo, un recuerdo entrañable por el hecho descubrir toda la mezcla de sentimientos que puede albergar el corazón de una niña de tan sólo cuatro años.
Suficiente para descubrir también que mis padres no eran simplemente, como yo los veía, las personas que me habían dado la vida, si no que también tuvieron su historia de amor.
Suficiente para conseguir tocar mi sensibilidad y emocionarme, suficiente para crear la magia y hacer que pudiera ver a mi madre sentada en una silla escribiendo, plasmando sentimientos.
Y a mi padre allá lejos, en el país vecino, con los ojos como él solía tenerlos siempre con tanta facilidad, empañados de emoción, leyendo todo aquello que mi madre le contaba, imaginado a su familia añorándolo, amándolo, esperándolo.

Seria muy bonito que todos alimentásemos el hábito de escribir. Yo lo hago, y me gusta. ¿Quién sabe? Tal vez, dentro de cincuenta años, en algún rincón olvidado alguien se encuentre alguna de mis hojas escritas y al leerla active el botón de su memoria, despierte su sensibilidad y se emocione al evocar. Tal vez. Pienso que seria bonito.

Paqui Cayo Gil

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