Soy afortunado, tengo un trabajo con el que disfruto. Un trabajo con el que cada día descubro algo nuevo, un trabajo que agrada a todos por muchos motivos.

Antes de contaros mi historia, me presentaré: Soy el reloj de cuco. Llevo trabajando para la familia B durante algo más de 10 años.

Como podéis ver en la foto, mi caseta es un lugar muy acogedor, con un toque nostálgico y juvenil a la vez. Aunque pueda parecer antiguo, vivir con un reloj de cuco es muy original y os aseguro que no desentono en ningún rincón, al contrario, lleno la estancia de vida y de optimismo tan sólo con mi tic, tac. La alegría llega cuando me asomo por mi ventana y deleito al personal con mi canto. Consigo dibujar sonrisas a grandes y pequeños y eso, en un puesto de trabajo no siempre es fácil conseguirlo. Por eso me considero afortunado en mi vida y en mi trabajo.

La familia B. me trata genial, aunque hay días que con las prisas se olvidan de darme de comer a tiempo y es entonces cuando a mi canto le toca descansar. Por si no lo sabéis, los relojes de cuco como yo, funcionamos con un mecanismo sencillo de cuerda, por eso, si no me das cuerda a tiempo, puedo fallarte en el canto de la hora.

Cuando llegué a la casa de mi familia, sólo vivían dos personas. Fui un gran regalo sorpresa para una pareja de novios a punto de pasar por el altar. Para él fui la novedad, para ella fui una alegría enorme, ya que en su infancia había vivido con un antepasado mío, así que me sentí muy bien acogido y me adapté rapidísimo a mi nuevo hogar y al trajín de ésta joven pareja.

Los comienzos son difíciles también para nosotros. Cuando llegamos a nuestro puesto de trabajo, al que va a ser nuestro hogar, llegamos tras dejar la tienda en donde vivimos con infinidad de amigos relojes con los que hemos compartido muchas horas y minutos. Y os aseguro que cuesta dejarlos y echar a andar tú sólo. El relojero que me cuidó hasta llegar a casa de los B. me enseñó infinidad de cosas, sobre todo, detalles que ahora los llevo a la practica en mi jornada laboral nocturna.

La joven pareja B. ya no vive sola, ya no son sólo dos, ahora son cuatro. Los pequeños de la casa también me cuidan bien, y yo les recompenso con mis mejores cantos en las horas en punto. Pero también sigo los consejos de mi maestro relojero, y al llegar la noche, mi canto baja un par de tonos, para que los pequeños puedan descansar, me escuchen sin asustarse y concilien bien el sueño.

Es difícil contar una historia de mi trabajo pero diré que las historias más divertidas siempre son cuando llegan visitas a casa de los B. La gente llega, saluda, se sienta cómodo en el cuarto de estar, disfruta de una agradable conversación, saborea un aperitivo y brinda con un rico vino y cuando menos se lo esperan, hago mi entrada en la escena y… cu-cu, cu-cu, cu-cu, cu-cu, cu-cu… y es entonces cuando llegan sus reacciones: Algunos pegan un respingo en su asiento, otros se atragantan con el trozo de queso, algunos miran a su alrededor sin comprender qué pasa, pero todos, cuando se giran hacia mi y me descubren en mi ventana cantando y guiñándoles un ojo, me sonríen. Y eso es lo mejor, sólo por esa sonrisa de sorpresa, de alegría, de volver a la niñez, de inocencia, de curiosidad, sólo por esa sonrisa ya merece la pena tener un trabajo que dura 24 horas, un trabajo en el que los fines de semana son igual que los días de la semana, un trabajo en el que sólo se descansa cuando la familia B. se retrasa en darme de comer.

Dicho así, puede parecer un trabajo muy sacrificado, pero no lo es. Mi maestro relojero tenía un lema: «Si tus dueños descansan, debes descansar tú y los vecinos». Así que cuando la familia B. se va de vacaciones, yo también. Me quedo en mi caseta, vigilo la casa de mi familia y dejo que los vecinos descansen también.

Cu-cu…

Perdón por la parada en la narración de mi historia, son las 7:30 y me tocaba asomarme a la ventana una vez.

Y ahora que ya conocéis un poquito más de mi y de mi historia de trabajo, voy a concentrarme, que pierdo el ritmo… tic, tac, tic, tac, tic, tac…

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