Se pasaba las horas sentada en el sofá mirando al infinito con la mirada perdida. Costaba imaginar en qué narices pensaba. Se perdía en sus recuerdos, dolorosos y agridulces , y era difícil hacerla volver al presente. Cuando lo hacía casi era peor. Su vacua mirada se llenaba de realidad en un instante . Y destrozaba con sus palabras toda la ternura que su imagen inspiraba. Podía ser tan terriblemente cruel que nadie quería estar cerca cuando ocurría. El pasado era el mejor de sus refugios. Y al final en él se perdió un día.

Me he acostumbrado a mentir como él lo hacía. No me interesa en absoluto si es el código genético quién me lo manda o es una cuestión de hábitos adquiridos. Lo hago. Es su, cómo lo llaman ahora, legado.

Nunca entendí los ruidos de la casa. Jamás fui capaz de comprender las llamadas a altas horas de madrugada , ni los gritos a media voz. Lo llamaba «papá » delante mio, y así aprendí a llamarlo yo. Aunque no lo sentía cómo tal. Uno tarda en darse cuenta de lo que los adultos callan cuando vive en una casa donde el silencio lo inunda todo .

El día que en el supermercado giramos una esquina y apareció él con «ellos» yo era demasiado pequeña para comprender qué las «otras» eramos nosotras, mi madre y yo. Así que acepté el juego de ser invisibles y no saludarle. Y verle pasar junto a esa gente, esa otra mujer y esos niños . Y no llamarlo papá, que era una palabra que para aquél entonces ya no tenía demasiado sentido para mi. Parecía feliz, un señor honrado, respetable y – sí Señor – comprometido padre de familia.

Es jodido ver con distancia las imágenes que el pasado te devuelve ,y rehacer tu vida como un puzzle, y entender. Es lo más jodido, entender. Qué todo era una gran mentira que esa mujer, ahora ajena a todo , compuso y construyó para ayudarte a llevar mejor la infancia. El concepto de familia es una foto. Nada más que eso. Un álbum que según el caso está completo o vacío.

Y resulta que aquéllo que más he repudiado es lo que yo ahora hago en mi vida cotidiana: mentir y ocultar, engañar y fingir. Vaya jugosa víctima de un manual de Freud en que me he convertido.

En mis fotos infantiles sólo salimos ella y yo. Ella y yo , que somos las que hemos existido siempre, las únicas. Para mi nunca hemos sido las otras, sino las primeras. Pero en un universo paralelo, en otra casa, eramos las ajenas, las que estaban desmoronándolo todo. Ella y yo.

La curiosidad mató al gato. Y lo dejó cojo, ciego y mudo. Cuando encontré las cartas y las fotos seguía siendo demasiado inmadura para encajar las piezas del rompecabezas. Un bebé, una suplica, un engaño. Dejó de tener sentido el día que él desapareció para siempre entre las brumas de su otra vida. Esa a la que nunca tuve acceso. Pero que imagino muchas veces. En esa vida hay sofás compartidos y mesas preparadas con mimo donde unos niños sin rostro se sientan y cuentan qué tal les fue el día. En mi universo, al otro lado de la pared que separaba ambas realidades, hubo siempre platos solitarios y una tele cuyo murmullo se encargó de llenar los huecos de tantas conversaciones sin mantener.

La lavo, la visto, y la saco a pasear. Y la envidio. Siempre la odié y la amé a partes iguales. Siempre supe que ella escaparía de alguna forma, que encontraría un recoveco por el que evadirse y desaparecer . Y así fue , el día que dejó de hablar de manera coherente. Me otorgó el dudoso privilegio de llevar el peso de pasado a mi sola. La odie infinitamente. Pensé :»Lo sabía, sabía que me ibas a acabar dejando sola en esto» . Maldita sea. Seguro que un terapeuta sacaba mucho jugo de todos estos sentimientos y frustraciones. Pero no quiero que otro me cuente como fue. Fue como yo lo viví y como a día de hoy lo siento. Prefiero beber un gin tonic cuando el cerebro se me embota de tanto pensar.

Y la miro ensimismada sabiendo que en su mente hizo las cosas mejor, que consiguió que él la eligiese a ella. Qué traspasó la pared y se coló en su universo perfecto y me dio la vida que nunca voy a tener.

Maldita sea. Si me oyes desde donde estás ahora … no te perdonaré nunca.

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