Me la sopla ha sido mi mantra los últimos dos años, tres meses, cinco días, dos horas y cuatro minutos. El tiempo exacto desde el momento en el que me degradaron para darle mi puesto a otra. A una zorra para ser más preciso. Detesto la competencia desleal en el mercado laboral. Mientras algunos estamos dispuestos a vender tiempo e ideas a cambio del salario, otras están dispuestas a dar hasta el culo. Y además, lo hacen pregonando un discurso sobre el machismo.

Recuerdo el instante exacto porque miré el reloj y procuré adueñarme de esa imagen, convertirla en un paisaje estático en el interior mis pupilas, aunque moviese los ojos. Sin embargo, la imagen era translúcida y a través de las manecillas del reloj podía ver al fondo, como una película de los sábados a la que no prestas atención, la escena de nosotros tres en el despacho del jefe, las excusas practicadas de él, la mirada de cachorro obediente de ella y a mí mismo repitiéndome, como también había ensayado en casa, me la sopla. Estaba tan concentrado con mi mantra y la imagen de mi reloj que hoy, no soy capaz de reproducir las preguntas de mi jefe, no recuerdo tampoco las palabras condescendientes de la zorra, ni mis propias respuestas dichas en voz alta de manera automática y aparentando falta de emoción.

Después de encajar el golpe, decidí tomármelo con humor y comencé a bromear de ello con los colegas, hasta el punto que el mantra reemplazó al nombre de mi jefe. “¿Cómo está me la sopla? ¿Cuál es la última anécdota de me la sopla?” Eran preguntas básicas de nuestras reuniones de bocata y birra, después de echar kilómetros en la bici.

Yo creía que el mantra y las risas con los amigos serían suficientes para aplacar mi amargura, pero una reunión con recursos humanos me demostró lo contrario. “Te ofrecemos unas sesiones de coaching para que te adaptes más fácilmente al cambio”. ¿El qué? Como si no hubiese sido humillación suficiente ahora me querían mandar a un loquero de empresa, de esos que repiten frases baratas de libro de autoayuda. El apodo y el mantra ya no tenían la gracia. Sobre todo para mi mujer, quien enseguida comprendió que el pedorro puesto que me asignaron corría peligro.

Sin embargo, todas las alarmas se desataron en casa cuando comenté, parte en broma y parte en serio, que quería probar las drogas y que, dado que la dinámica «aspirar aire – soltar aire» no era lo mío, iría directamente a los polvos blancos o a las setas alucinógenas. En esa época, comprendí a los adictos. A veces la realidad es simplemente insoportable a palo seco. Por suerte, yo tenía otros recursos. Para ser más precisos: yo no, mi mujer. Pero ¿qué es una pareja al final de cuentas, si no un recurso más? Ella tomó las riendas, me apuntó a unas clases de meditación y yo acabé sentado en un zafu, rodeado de marujas menopáusicas y hediondo olor a incienso.

La primera clase el “profe” nos indicó que podíamos escoger cualquier mantra y yo ya tenía el mío. Al principio me sentía ridículo y torpe, pero perseveré por mantener la unión conyugal y con el tiempo me la sopla fue perdiendo sentido como apodo y como mantra. Ocurrió de una forma sutil, casi imperceptible. Me sorprendí a mí mismo, después de unas semanas, experimentando cambios en mi propia conducta que llegaron a asustarme. ¿Dónde se ha ido mi mala hostia? ¿Por qué me siento tan ligero? Lo reconozco, tenía miedo y quería volver a mis viejos vicios. Sin embargo, mi mujer estaba encantada y complaciente. Muy complaciente. Esto se tradujo en que yo mojaba más. Un buen incentivo para continuar.

Como suele ocurrir con todas las rutinas, el cuerpo se resiente en el momento de adoptarlas, pero una vez forman parte de tu vida, ya no notas el esfuerzo. Así ocurrió con mis sesiones de meditación. Sin lograr definir un tiempo concreto, fui cambiando de piel lentamente como una serpiente vieja. Mi nueva conciencia se instaló y los acontecimientos cotidianos pasaron a tener menos importancia que la propia sensación de mi ser dentro del mundo. Lo mejor de todo es que hasta lo encontré placentero.

Hoy, mi jefe ha decidido ascenderme de nuevo. He visto las manecillas del reloj, la misma oficina en la que dos años, tres meses, cinco días, dos horas y cinco minutos atrás ocurrió aquella escena que me amargó la vida y he sonreído. A la vez que agradecía el puesto en voz alta, me he dicho a mí mismo, en absoluto secreto y con toda honestidad: me la sopla.

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