BURKA Y TACONAZO (provisional)

BURKA Y TACONAZO (provisional)

EL ATAQUE

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Blanca sintió el ataque en la oscuridad. Y la rabia y la impotencia otra vez. Sabía que eran más de uno, quizás tres o cuatro. A la izquierda. A la derecha. Arriba. Abajo. El brazo, la rodilla, la cara. Negritud total. Ahora no podía hacer nada; tratar de defenderse a ciegas; nada; sólo dar manotazos en la maldita habitación sin luz. Sin ventilador; un horno; una trampa.Dejarse hacer; oler la sangre en sus dedos; rendirse. Esperar a la luz del día –bañada en sudor pegajoso– para la venganza.

¡Ajá!, y ahí está Blanca, ahora por la mañana, sentada en el porche fumándose un cigarrillo, palpándose las sienes y las ojeras de la mala noche. Destila rabia y ansias de revancha en cada uno de sus gestos; pronto volverá al dormitorio y cogerá el calzoncillo, lo sé. Pero Blanca sonríe cuando me ve observándola a cierta distancia, siempre lo hace. Tengo poder sobre ella, sobre sus iras y decepciones. En realidad tengo muchos poderes, por eso le leo el pensamiento. La conozco bien; mirarme a los ojos y hablar conmigo la tranquiliza, aunque piense que no la entiendo, porque es extranjera, de la tribu de los blancos, y porque es mayor. Los mayores siempre creen que no los entendemos. Hola enana, me dice, pero yo no soy pequeña, ya casi alcanzo el tamaño de mis padres, los seguritas del compound, la casa, y soy tan buena guardiana como ellos, como mi madre, que es la más aguerrida y eficiente en el cargo. Mi madre es blanca, una blanca fuerte y corpulenta, una blanca africana, pero no como Blanca, que presume de haberse criado aquí y ni siquiera recuerda el wolof, su primera lengua allá en Banjul, y apenas chapurrea el madinka de nuestro barrio, Bakau; no, mi madre es africana de verdad; aunque blanca como los white moors de Mauritania, algunos de los cuales regentan las local shops del país; o más blanca aún, quizás albina, porque en nuestra tribu no es nada común tener ese color tan inmaculado. Yo no, yo soy cremita, más clara que mi padre, que es café‑con‑leche como los fula, pero más oscura que mamá. Aunque algún día tendré hijos albinos como ella, lo presiento, y quiero tener muchos muchos hijos. A ser posible con papá, que es el segurita más guapo de todo Bakau, de toda Gambia, de todo el mundo. Cuando me acuesto cerca de él se me calienta el centrito de las piernas y siento que quiero tener todos los hijos del mundo con él, por eso sé que ya no soy pequeña, porque se me calienta el centrito y quiero salir a la calle a conocer el mundo y tener muchos novios diferentes, de todos los colores. Pero los tontos de Blanca y Blacka no me dejan, insisten en que soy pequeña.

Blanca no se llama Blanca, y Blacka –que es un mandinko negro retinto tirando a rojizo–, claro, tampoco, pero yo les llamo así por sus colores, Blanquita y Blacky, como la nata y el chocolate, la manteca de karité y el betún, fresno y ébano, perla y jade. Igual que ellos eligieron nombre para mí: Victoria; porque sobreviví a mis hermanos. Un nombre muy europeo, en el español de Blanca, que fue quien lo decidió. Ellos siempre lo deciden todo. Todo, todo; dónde tenemos que dormir cuando nos mudamos de casa; qué podemos comer; cuándo podemos salir; cuándo podemos acompañarlos a algún sitio y cuándo no; qué medicinas debemos tomar… No es que seamos sus esclavos, pero obedecemos. Como obedecen sus trabajadores en el bar de la playa. Cuando ellos están delante, eso sí, que lo sé yo de buena tinta. Cuando me dejan salir y pasar el día en el chiringuito, observo en silencio y a cierta distancia cómo, en su ausencia, desobedecen y tratan de entablar amistad con los clientes, darles masajes, conseguir propinas… O se echan a dormir en cualquier parte sin importarles la imagen que Blanca dice no deben dar ante los turistas… O comen cosas de la cocina o venden bebidas que no apuntan en la minuta. Lo he visto con mis propios ojos. Con estos ojitos preciosos que Dios me ha dado. Juraíto por Allah. Billahi Wallahi Tallahi!

Bakary, el hombre del mango, tampoco es un esclavo, pero también obedece. Está atado a la familia de Omar desde tiempos inmemoriales, desde los tiempos de la esclavitud, pero no de la esclavitud mala de guerras y tráfico de seres humanos hacia las Américas, sino de la otra esclavitud, la doméstica, por la que unas familias servían y quedaban al cuidado de otras más importantes. Así fue como la familia de Bakary quedó vinculada a la de Omar allá en Basse y, aunque Bakary es un hombre libre y puede ir a donde le dé la gana, cuando Omar se mudó a la ciudad y construyó una modesta Guest House aquí en Bakau, al poco tiempo Bakary se sintió en el derecho de plantarse aquí también para hacerse cargo de los recados a cambio de una habitación y comida; se lo debía; no iba a quedarse él solo allá en la aldea; si Omar venía a la ciudad, Bakary venía a la ciudad, faltaría más… A Blanca también se le han plantado algunos trabajadores por sorpresa; un jardinero que encontró una mañana temprano faenando en el restaurante y que se quedó con ellos; un guardián que pasó una noche aposentado a la puerta del compound para hacer la ronda…, ella, ¡menos mal!, dijo que no lo había contratado nadie y lo despidió explicándole que ya tenía vigilantes… Omar, sin embargo, no pudo decirle eso a Bakary, así que le dejó un cuartucho en el back–por cuyo techo cuela el agua de lluvia a torrentes– y le asignó los recados; Bakary vete a por té verde y azúcar; Bakary vete al mercado a por bonga fish; Bakary vete a por tapalapa y dos dalasis de mantequilla; Bakary pídele al vecino dos limones; Bakary prepara el attaya con el té que compraste; Bakary vete a por carbón; Bakary enciende la leña; Bakary limpia el jardín; Bakary súbete al mango de dentro y coge los frutos más encarnados, aquellos de allá arriba; Bakary súbete al mango de afuera y coge los que los niños aflojaron a pedradas… I baa bea! I baa bea! ¡El coño de tu madre! ¡Al mango de afuera no! ¡Al mango de afuera no me subo! I baa bea! I baa bea! ¡No soy tu esclavo! ¡Tú lo que quieres es que me coman los diablos!

I baa bea! I baa bea! –lo escuchamos claramente Blanquita y yo ahora mismo en mitad de la calle.

Pero tan pronto como estiramos las orejas para oír lo que está pasando, la algarabía de mis padres acalla los gritos de fuera. Blanca no sabe a qué prestar su atención primero, si a la pelea de mis padres por el sótano o a la de Bakary con los diablos del mango. Lo sabemos, sabemos que se trata de eso, siempre que grita así en mitad del pequeño descampado de enfrente donde está el enorme mango centenario es que anda acusando a los diablos de haberle robado sus diamantes. El sótano que construyó mi madre en una sola tarde es demasiado pequeño y ahora los dos, mi padre y mi madre, quieren guarecerse al fresquito ahí debajo, porque el cuarto que nos acondicionaron Blacka y Blanca en el garaje es demasiado caluroso. Yo ni siquiera lo intento, porque sé que me echarán de malas maneras; prefiero estar aquí en el jardín y observar lo que hace Blanquita, me gusta mirarla y estar cerca de ella, aunque no me deja entrar a la casa, sólo aquí, cuando se sienta a fumar o tomarse un café o un té. Resopla malhumorada, da un grito a mis padres para que se callen y dice que se van a enterar cuando llegue Seedy de comprarse el tapalapa con judías caupí. Todos le tenemos respeto a Blacka –al que ella siempre llama Seedy–, porque nos habla con dureza, nos da órdenes y no sonríe ni conversa con nosotros como ella. Pero ahora no está, ha ido a comprarse el bocadillo del desayuno. Mis padres siguen peleando sin hacerle el menor caso, ella vuelve a gritarles y se dirige a la tapia. Mira por los agujeros en forma de rombos de la parte superior. Yo la sigo.

I baa bea! I baa bea! –sigue aullando Bakary hacia la frondosa copa del mango.Luego mira su mano, los boliches de vidrio que hay en su mano, y los cuenta–: Kiliƞ, fula, saba, naani –uno, dos, tres, cuatro… y sigue hasta más de diez–. I baa bea! I baa bea! Al ye í suuñaa le! Al ye í suuñaa le!

Guarda las canicas en el bolsillo. Se agarra la cabeza con las dos manos y pasea bajo el mango desesperado. Í ye suuñaaroo ke la n ye! Í ye suuñaaroo ke la n ye! ¡Me robaron! ¡Me robaron! Algunas personas tratan de calmarlo y otras simplemente se ríen, aunque le siguen la corriente mientras él explica que los diablos celosos han hecho desaparecer parte de los diamantes que guardaba para una operación de venta importante que tiene esta tarde.

Blanca observa por el agujero romboidal un rato, luego sacude la cabeza mientras mis padres siguen gritando y se vuelve hacia la casa exclamando en voz alta:

–¡No me extraña que acabemos todos locos! Si es que esto es una tortura, joder. Acabaremos mordiéndonos unos a otros, y sacándonos los ojos, las entrañas.

Se refiere a lo de la luz, que según ella acaba con la paciencia de cualquiera. Nosotros estamos acostumbrados; cuando NAWEC corta el suministro la gente saca sus sillas y se sienta en los patios o en la calle a la sombra de los árboles en agradable tertulia, o incluso extienden sus esterillas en el exterior y duermen plácidamente hasta que vuelven a conectar la electricidad. Blanca se sienta a veces fuera con los vecinos, le gusta escuchar sus historias, pero se pone muy nerviosa si la luz se apaga de repente cuando está escuchando música, usando la lavadora, la plancha o el secador de pelo, y, sobre todo, la computadora. Blanca pasa muchas horas delante de ese chisme negro al que habla –riñe o mima– constantemente, y luego, por las noches, lo envuelve en toallas y lo pone muy bien colocadito dentro del ropero por si cuela el agua de la lluvia por el techo. Le tiene absorbida la atención el muy tonto; ¡debería partirlo un rayo como al otro azul que tenía antes! Yo me alegré, porque así pasaba más tiempo en el porche o en la hamaca hablando conmigo y dejándome leerle el pensamiento, pero desde que trajo éste, y cuandono está en el chiringuito de la playa, anda siempre pendiente de él, en especial si hay tormenta; ¡tonto, más que tonto! La otra tarde pasó así; estaba encerrada en el cuarto que ha dispuesto todo entero para el chisme negro y sus libros cuando se cortó la corriente de golpe, entonces empezó a maldecir, que se cagaba en Satanás, en sus pompas y en sus obras, en África, en Gambia, en la Naturaleza, en NAWEC y en todos los generadores del mundo… Y es que el problema de la electricidad empeora siempre en verano, la época de lluvias, pero para colmo este año las tormentas han arrasado varios generadores de la compañía y los cortes se convierten en un martirio para mucha gente. Y Blanca está de los nervios. En la tele dicen que tardarán quince días en arreglarlo, pero ella no se lo cree, ella no se cree casi nada de lo que dice el único canal de la tele, el del gobierno… ¡Me cago en Satanás! ¡Perros! ¡Cabrones!, gritaba fuera de sí. Desconectó y guardó el chisme negro en el armario, se duchó, se ahumó los ojos con lápiz oscuro a la última claridad del día, se vistió limpiándose los chorrillos de sudor que volvían a caerle por la frente, la nariz, la espalda… y salió desbocada a la calle. Los vecinos la saludaban y le sonreían, y ella gruñía para sus adentros: «¿Cómo pueden estar tan tranquilos, joder?», y al llegar a la rotonda que va y se cruza con una camioneta de NAWEC, Billahi Wallahi Tallahi!… Los que iban sentados atrás –en la caja de carga descubierta y junto a la larga escalera portátil– la saludaron risueños: «Hi, how are you? How is the evening?». How is the evening?!, gritó ella, …you ask me how is the evening?! ¿Ustedes me lo preguntan? Y añadió en español con grandes aspavientos: «¡Vayan a arreglar lo que han roto en vez de andar por ahí paseando y mirando a las mujeres, carajo!». Si llegan a ser de la policía secreta, de esos que se camuflan en coches de la National Water and Electricity Company para hacer la ronda, quizás se habrían bajado a pedirle la documentación para darse importancia, pero no, éstos se rieron sorprendidos por su agresividad y siguieron su camino; debía de ser una de esas tubaaboolu locas que andaban por Gambia en busca de sexo fácil. Blanca les hizo un corte de mangas antes de doblar la esquina y tomar por Atlantic Road. Pero al llegar al cruce del Fishing Point, el muellito pesquero, ya se estaba peleando otra vez, entonces con un muchacho que se bajaba en la última parada de los microbuses locales y que trató de entablar conversación con ella suponiendo que era una turista cualquiera, una tubaab, y no una vecina blanca del barrio. Caapa ndey! You fucking racist…, el coño de tu madre, farfulló entre dientes en wolof cuando él no quiso creer que se había criado en Banjul y le contestó que los blancos no podían ser de Banjul. Leave me alone!, le ordenó a gritos apuntándole con el dedo tieso y apurando el paso. Al pasar frente al mercado sí fue capaz de saludar sonriente a las vendedoras y vendedores habituales antes de entrar por fin, sola y tranquila, al bar Kumba´s, donde pidió una cerveza fría y trató de relajarse. Le molestaba mucho que no la creyeran cuando decía que era de Banjul, porque Blanca, que tiene casi la misma edad que la Gambia independiente, era sólo un bebé cuando la trajeron, y aún no había cumplido el año cuando fue testigo de aquel momento histórico en que Gambia se independizó de Gran Bretaña en febrero de 1965; seguramente la testiga blanca más pequeñita de Bathurst, la entonces capital del país (renombrada Banjul en 1973, cuando ya la nación se había constituido en república tres años antes con Sir Dawda Jawara como presidente). Desde las ventanas de su casa, justo enfrente de McCarthy Square, los reporteros extranjeros sacaban fotos de los desfiles y celebraciones. Su tío y su padre bajaron a la plaza a festejarlo con los primos y los amigos. Todavía los viejos la escuchan con interés cuando les cuenta la historia, y algunos incluso recuerdan a aquella estrambótica familia de blancos en Bathurst: las dos hermanas canarias que se habían establecido por los años veinte junto a sus maridos extranjeros, judío norteafricano el uno y musulmán libanés el otro; los hijos e hijas nacidos entre Dakar, Las Palmas de Gran Canaria y la propia Bathurst, judeocristianos unos y cristiano-musulmanes los otros, si es que tal mescolanza podía explicarse; y los nietos y nietas todos mixturados, Blanca y su hermana mayor, Salomé, las dos únicas niñas en medio de un divertido rancho de varones medio libaneses, sus primos… Pero los más jóvenes no recuerdan los tiempos de la colonia ni a los ingleses que vivían aquí entonces, mucho menos a aquella familia medio española que residía por McCarthy Square, ahora –después del golpe militar de Yahya Jammeh en 1994–, denominada 22nd July Square. Y a Blanca le da mucha rabia cuando la miran a su piel de nata y le sonríen con incredulidad, y algunas veces hasta con descarado sarcasmo; es cuando piensa: «¡Machango racista!, que tú no hubieras nacido no significa que no sea verdad…».«O a lo mejor es que me estoy haciendo vieja y ya nadie se acuerda…».

«Sí, debo de estar haciéndome mayor casi sin darme cuenta… Mira que cumplir los cuarenta y seis me ha vuelto gruñona…», pensaba en el Kumba´s mientras sorbía su JulBrew, la cerveza local.

I’m getting crazy with this electricity problem! –les dijo a Musa y Famara, dos chicos del barrio incondicionales del bar, cuando vinieron a sentarse con ella a la mesa del rincón de la terraza, la «suya».

I’m getting crazy with this electricity problem! –le dijo a Awa, la camarera, cuando se les unió.

I’m getting crazy, repitió cuando llegó su amigo inglés, Ian. Y volvió a repetirlo cuando Penélope, la catalana, y Klaus, el alemán, llegaron también. Y ellos, todos, todos los blancos, dijeron que se estaban volviendo locos también, y comenzaron a quejarse a voces; a voces mezcladas, superpuestas, de diferentes acentos y colores claros, todos a la vez…

–No me digan que no es una forma de torturar al pueblo, joder, de tenernos amenazados, amedrentados… Sólo don Paco podrá salvarnos, y encima tendremos que estarle agradecidos… –gruñía Blanca mientras los demás la apoyaban. Ellas, las españolas, siempre llaman don Paco, o Franco o Francisquito, al presidente Yahya Jammeh cuando hablan en público. Todos disimulan cuando hablan de él; por miedo a que haya espías alrededor y los detengan por conspirar contra el régimen. Aunque esa tarde poco ocultaban su enfado con la compañía eléctrica y se quitaban la palabra unos a otros con sus quejas.

Awa, meneando la cabeza y sonriendo, se fue adentro a buscar bebidas, colocar más hielo sobre las botellas, vaciar ceniceros y atender a la clientela que comenzaba a llegar; entraba y salía caminando con parsimonia, contoneándose –orgullosa de sus carnes– bajo la colorida tela de su vestido africano, las nalgas y los pechos vibrando como flanes. Musa y Famara al principio asintieron también, gran problema el de la electricidad, ¡y con este calor!, y en pleno Ramadán, que la gente no puede ni siquiera romper el ayuno con agua fría…, pero al final, y en vista del cacareo exagerado y trágico de los blancos, ellos, que no estaban ayunando, pidieron unas cervezas negras –que colocaron bajo las mesas al abrigo de miradas indiscretas– y se enfrascaron en una conversación más tranquila en mandinka. Los europeos seguían lamentándose. Klaus estaba de muy mal humor; acababa de perder un negocio importante, un contenedor cargado de papas y cebollas entre otros productos perecederos que se había retrasado en diferentes puertos africanos y que le acababa de llegar justo cuando el presidente había bajado los precios por el mes de Ramadán…, dinero perdido, como casi todas las inversiones que había realizado antes, estaba cansado, estaba harto, decía, y, como también se dedica a arreglar ordenadores (Blanca le estuvo haciendo preguntas acerca de la batería de su estúpido chisme negro…), el problema de la electricidad estaba acabando de desquiciarlo… Ian y Penélope se lo tomaban con algo más de calma, ella porque vive con una pensión modesta y no depende de la luz para ningún negocio (¡aunque me jode mucho cuando la cortan de noche y no se puede poner el ventilador y los mosquitos te acribillan a mordiscos!, decía), y él porque ya lo ha perdido todo y vive en un compound sin electricidad: el de la familia de su mujer gambiana, donde han tenido que hacerle un hueco ahora que está arruinado. Tuvo que cerrar su establecimiento –un pub de música en vivo– las navidades pasadas. Este año han cerrado muchos negocios por aquí; el cibercafé del inglés, el restaurante del canadiense, el del húngaro, el de la noruega, el de un gambiano que ya va por su tercer intento… La crisis ha afectado especialmente a Bakau y Cape Point, los hoteles y las Guest Houses permanecen vacíos durante los largos meses de la temporada baja, y ni siquiera en la high season logran captar un porcentaje aceptable de clientes. Ian lleva tiempo aconsejándole a Blanquita que cierre su chiringuito, que salve lo que pueda antes de que sea demasiado tarde, pero ella y Blacka quieren seguir intentándolo un poco más.

La primera vez que Blanca oyó hablar de la crisis –hace ahora dos años, en el 2008, y cuando su bar llevaba sólo uno funcionando– fue a una pareja de españoles que estuvo por el Olé-Olé, pero no hizo demasiado caso, pensó que exageraban. Los turistas, sobre todo los españoles, suelen quejarse de que sus sueldos son demasiado bajos, de cuánto les cuesta reunir dinero para salir de vacaciones o comprarse algún capricho, pero salen de vacaciones y se compran cosas, y como aquí la gente no sale de vacaciones y no se compra caprichos, Blanca pensó que exageraban, «los españoles se han malacostumbrados en los últimos años», especulaba, «se han acostumbrado a tirarse el peo más alto que el culo y se han convertido en unos consumistas extremados…». Pero luego, cuando el número de visitantes comenzó a decaer alarmantemente, tuvo que admitir que quizás lo de la crisis era cierto; cierto y grave. Por eso compraron la furgoneta-taxi. Por eso y porque de todas formas la off-season es demasiado larga en Gambia, interminable, desde mayo hasta noviembre, incomprensible, meses en los que se suspenden vuelos, se cierran hoteles, se para la maquinaria del turismo y la gente tiene que sobrevivir como malamente puede. Incomprensible, porque las lluvias sólo son más abundantes y molestas durante los meses de agosto y septiembre, y, aun así, la naturaleza se desborda y ofrece maravillas de las que disfrutar entonces, multitud de aves a las que observar en las numerosas charcas y lagunas que se originan, un verdadero paraíso para los amantes de la ornitología… A Blanca le gustan mucho las aves, se puede pasar horas en el jardín o en la playa mirando a las abubillas, los colibríes, los cuervos, los buitres, las gaviotas, las garzas, los milanos, las águilas…, y a la tonta de la tórtola que está en el porche. Es boba. Por su culpa nos llevamos una buena bronca mis padres y yo, y ahora no nos dejan sentar en el porche. Pero la culpa fue suya. Es una tórtola lerda. Ya en su anterior puesta había perdido tres pichones. Siempre que pone huevos y tiene pollitos Blanca se pasa las horas vigilando y hablando con ella, le pregunta por el tonto del tórtolo, les lanza comida, les pregunta por los niños, les dice que no se preocupen, que ahí en alto, sobre la caja de los fusibles, estarán a salvo de los gatos y demás predadores… Pero a la tórtola boba ya se le murieron tres pollitos y ella fue tirándolos del nido uno por uno. Ahora tenía dos. Ya estaban grandes y Blanquita decía que éstos ya estaban salvados. No fue culpa nuestra. Fue el tonto del gato de la vecina sueca, que se cuela por las noches en la terraza a hurgar en nuestra basura. Mis padres y yo fuimos los tres juntos a espantarlo –los gatos son malos y dan mala suerte, sobre todo por las noches– y durante el alboroto la tórtola boba se asustó y se puso a revolotear enloquecida, dándose golpes contra el techo; un pollito se cayó del nido y cuando Blanca salió a ver lo que pasaba lo pisó. Yo creo que ya estaba muerto, pero Blanquita se volvió como loca también y nos echó de allí a gritos y a manotazos. Entonces trató de calmar a la lerda, pero ésta huyó despavorida y no regresó hasta el día siguiente, cuando su otro pichón yacía muerto también debajo del nido. Y ahora Blanca no nos deja sentar en el porche, porque la pareja de tortolitos ya anda otra vez cogiendo ramitas y haciéndose arrumacos en el nido, cucurrucucu, se dicen todo el tiempo, y Blanca también les contesta: cucurrucucu; no con acentuación aguda, como en la canción que le gusta a su padre, sino llana: cucurrucucu.

¡Tontos!

Como en la temporada baja Blanca no tiene nada que hacer en el chiringuito de la playa, se pasa las horas aquí, con el chisme negro si hay luz y observando a las tórtolas bobas cuando no hay. Le sobran horas y le falta dinero. Por eso compraron la furgoneta hace unos meses. Ya han tenido un par de conductores, porque es difícil dar con alguien que se preocupe por el vehículo y reparta las ganancias con justicia y sin engaños. El dinero que traen siempre es poco. Ahora, como no hay mucho movimiento, están probando en la zona de Barra, quizás con los viajeros que recojan en la estación del ferry puedan ganar algo más; pero el conductor se queda allí a dormir y no vendrá hasta el viernes con los ingresos. Por eso Blacka no suele acompañar a Blanca cuando ella sale a tomarse unas cervezas, él prefiere gastar lo poco que tienen en comprar algo de comer –unas judías, o pescado frito del que venden barato las mujeres en la calle–; es muy jambrión Blacka, igual que mi padre, y entonces prefiere quedarse en la casa comiendo o viendo una película si hay luz. Ella no. Ella prefiere comerse sólo un tapalapa con mantequilla y gastarse su parte en cigarrillos y unas cuantas JulBrew, en especial si está nerviosa por lo de la electricidad. A Blacky, para mortificación de su madre, le gusta la cerveza también y encima no hace el Ramadán, es muy jambrión, ya digo, pero cuando no tienen mucho dinero opta por quedarse en casa, comer y luego ir a buscarla en el todoterreno si ella no tiene ganas de hacer el camino de vuelta paseando por las callejuelas de tierra en la oscuridad.

Blacka no se pone tan nervioso con los cortes de luz, porque pasa el día de acá para allá en la calle, saludando a los vecinos, conversando a la sombra del mango o tomando attaya con los hombres, sólo si, como anoche, se va de madrugada, entonces sí, entonces se despierta por el calor o el ataque de los mosquitos y resopla refunfuñando malhumorado.

–Pero anoche no te enteraste –le dice Blanquita cuando él llega con el tapalapa envuelto en papel de periódico y sonriendo porque ya han conseguido calmar a Bakary en la explanada de los diablos–. Yo no pude pegar ojo; estoy acribillada; mira, mira mis ronchas.

Y entran los dos juntos al interior de la casa. Yo los miro por la ventana. Él se sienta a tomar el desayuno en el comedor y ella se dirige al dormitorio. Yo corro a la otra ventana para ver lo que hace.

¡Ajá! ¡Lo sabía! Ya ha cogido el calzoncillo. Siempre se enfada con Blacka porque deja los calzoncillos tirados en el suelo, pero por las mañanas, como es lo primero que ve a mano, los coge y emprende la cacería con ellos. Los sacude en el aire cerca de las paredes, por los barrotes de la cama, por los rincones más bajos y oscuros, y cuando los mosquitos, gordos y borrachos de sangre, emprenden el vuelo, torpes, lentos, los va aplastando uno a uno. Su venganza.

Hoy ha matado cinco. Le hace prometer a Blacka que pondrá el gancho en el techo y colgará el mosquitero sin falta, porque ella es demasiado bajita para usar el taladro con comodidad por las alturas. Él, con la tranquilidad de su alta estatura, responde:

Tomorrow.

Y ella contesta: «¡Siempre tomorrow!».


HUESITOS DE POLLO

Blanca estuvo llorando mucho anoche con los dos huevos duros en la mano. Me vio a la puerta de la cocina, la que da al patio de atrás, y vio a mis padres también descansando al fondo. Partió los huevos en cuatro mitades y se fue al comedor, donde se comió la suya con el pan que quedaba. Sabía que Blacka no traería más que medio bocadillo para él. La había llamado desde Barra: los dos ferries habían estado rotos durante cuatro días y la furgoneta no había hecho ningún dinero. Ella gritó por el teléfono: «¡¿Y el chófer es tonto? ¿Por qué no nos avisó antes?!». Él le dijo que no se preocupara, que ya estaban arreglados y que se traían la furgoneta para ponerla a trabajar en un sitio más seguro, en Brikama o Serekunda, mañana conseguirían algún dinero. «Sí, tomorrow», contestó ella, y colgó el teléfono llorando, y se comió su medio huevo llorando. Su intención era darnos las otras mitades a nosotros, pero se las comió también. Llorando. A nosotros no nos importó, estamos acostumbrados –como la mayoría– a comer una vez al día, y ya habíamos merendado un poco de arroz blanco con sardinas de lata, pero ella no podía dejar de llorar. Cuando Blacka llegó tuvo que tranquilizarla y le aseguró que hoy por la mañana conseguiría arroz y algo de pescado para todos, y la llevó a la cama y la acostó como a una niña blanca.

Y ahora Blacka se ha ido a por lo que prometió y ella revuelve en la cocina en busca del caldero grande; quiere cocinar algo cuanto antes; está preocupada por nosotros. Yo miro por la puerta abierta del patio otra vez. Me dice: «No te preocupes, enana, dentro de un rato comeremos un arroz amarillo riquísimo, que sabes que con una cebolla y un poco de ajo hago milagros…». Me sonríe y acaricia la cabeza. Está de buen humor, porque hay luz y puede escuchar música. Canta en voz alta canciones en español. Abre el armario bajo y cuando consigue sacar el caldero más grande de entre la pila donde están amontonados descubre unos huesitos limpios de pollo detrás, quizás restos de la semana pasada, pero limpios. Los mira extrañada y al final decide dejarlos donde están por si acaso sean cosa de Blacka, como la bolsa llena de rastas. Suspira, se ríe divertida, encoge los hombros y se pone a pelar la cebolla. Cuando el refrito, que huele maravillosamente bien, está preparado, apaga el fuego y se va a esperar a Blacky a la habitación del chisme negro y los libros, porque sigue habiendo luz. Yo aprovecho que la puerta del armario no se ha cerrado bien para colarme en la cocina, robar uno de los huesitos y correr al jardín; mis padres tampoco me ven, porque están resguardados en el sótano, apretujados y discutiendo.

Blanca siempre lleva trencitas africanas de color rubio. Cada dos o tres meses se quita las extensiones y los nudos que se le forman con el propio pelo caído durante ese tiempo; dice que es una lata, pero que merece la pena, porque así siempre está peinada. Es muy presumida Blanca; nunca sale a la calle sin hacerse la raya negra en los ojos y mirarse al espejo unas cuantas veces.

Al poco tiempo de venirse a vivir con Blacka –hace casi cuatro años, cuando decidió dejar su Gran Canaria natal después de un larguísimo período allá–, a Blanquita le tocó cambiarse las trenzas. Pasó dos días quitándose los nudos y otro más sentada en el suelo mientras dos chicas guineanas le hacían unas nuevas. Yo no había nacido, pero sé que quedó fenomenal; es muy guapa Blanquita, y huele muy bien, a cosas ricas y a cariño. Y entonces, cuando terminaron, le dio una bolsa a Blacka llena de pelos; él es el encargado de acumular la basura en el patio y luego deshacerse de ella o quemarla. Pero a los pocos días, mientras Blanca buscaba algo en los estantes superiores de la cocina, se encontró con la bolsa escondida en lo alto del armario con sus pelos dentro y algunas rastas de Blacka, que también había estado arreglándose. Volvió a dársela para que se encargara de ella y volvió a encontrársela en el mismo sitio a la semana siguiente. Entonces fue cuando supo que los pelos no pueden tirarse de cualquier manera, porque si un pájaro los coge para hacer el nido puedes morirte de un dolor de cabeza; hay que guardarlos y luego enterrarlos donde nadie pueda alcanzarlos, le explicó Blacka, porque, además, nunca se sabe lo que alguien malvado puede hacer con ellos…

Por eso Blanca se emocionó cuando tuvo que irse un par de semanas a su isla a arreglar no sé qué documentos y en el aeropuerto él le dio una rasta suya como prueba de amor y confianza.

Y por eso ahora Blanca no se atreve a tocar los huesitos de pollo; no sabe si él los ha puesto ahí por alguna razón.

¡Ajá!, por fin llega Blacka con el arroz y el pescado. Lo saludo a la puerta del jardín y corro por el patio hacia la trasera de la cocina; quiero saber quién es el dueño de esos huesos y qué van a hacer con ellos…

Pero Blanquita se ha olvidado. Se pone en seguida a terminar la comida, ¡huele a delicia costera!, ¡huele al paraíso! Hasta Blacka anda alrededor del caldero al fuego metiendo la cuchara para probar la salsa… Es entonces cuando ella se acuerda de enseñarle los huesitos de pollo y preguntarle. «Ah, sí», dice él, «ya los había visto. Creí que los habías puesto tú ahí».

–¿Yo? ¿Y para qué iba yo a ponerlos ahí?

–¿Y yo, para qué?

–No sé, tú haces cosas raras, con tus amuletos y hechizos…

Entonces él pone cara de preocupación –se muerde los labios, ésa es la cara– y empieza a vaciar el armario. Revisa caldero por caldero, sartén por sartén, frasco por frasco, en busca de algún juju o atadito extraño. Si él no los ha puesto ahí y ella tampoco, alguien ha tenido que hacerlo. Blanca me mira.

–¿Tú no habrás entrado a la cocina?

Yo no he sido. ¿Cómo voy a ser yo si no me dejan entrar? Ellos lo saben. Saben que no entro en la cocina. Él sigue rebuscando. Dicen que tener una novia blanca es un chollo. Y en nuestro barrio lo es. Los chicos que consiguen una generalmente se casan lo antes posible y se van a Europa con ellas; luego vienen de vacaciones con ropas nuevas, con aparatos electrónicos modernos, cámaras de fotos, teléfonos móviles, tabletas y ordenadores personales de todos los tamaños…, y van mandando dinero a sus familias o a sus esposas gambianas secretas para construir un compound, comprar muebles, coches y el saco de arroz de cada mes. Todos envidian su suerte. Por eso también es peligroso; sobre todo si, como Blanca y Blacka, deciden vivir aquí todo el año. Entonces la protección contra la maldad y los celos de los demás se hace imprescindible. Él lo sabe muy bien, y desde que está con ella extrema las precauciones.

SINOPSIS

La voz infantil de la narradora, Victoria, nos irá contando las vicisitudes de la vida cotidiana de Blanca y Blacka en el humilde pueblo costero donde viven: Bakau (The Gambia).

Blanca y Blacka son una pareja mixta (él negro mandinka y ella una blanca hispanogambiana) que regentan un restaurante en la playa y que se enfrentan a la crisis, la corrupción, las envidias, la brujería y la dureza de sobrevivir en un país bajo el aterrador dominio del excéntrico y cuasi demente dictador Yahya Jammeh, curandero mayor del feudo… Él, musulmán, resiste a base de rezos y jujus. Ella, escritora, a base de cervezas y tertulias de blancos por los bares del pueblo.

Blanquita y Blacky no se llaman Blanca y Blacka; es Victoria, testigo sigilosa de los acontecimientos, quien –con cierto aire de revancha– los ha apodado así. Y será ella, criatura mágica y omnisciente, quien, con ternura e inocencia, nos vaya desvelando la trama. Pero Victoria tampoco es lo que parece. Victoria guarda un secreto; un secreto que cada lector descubrirá a su propio tiempo.

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