“Hay que tener un hijo” – debieron pensar mis padres hace ya 15 años y nueve meses. No tuvo que ser una decisión que saliese de su corazón, un deseo, ni tan siquiera algo meditado, sino que más bien tuvieron que dejarse llevar por la corriente y hacer “lo que la gente normal hace” cuando tienes un trabajo y una pareja estable. Al menos eso creo yo y es la conclusión a la que he llegado tras años de observación y experiencia.
Según dicen, el día que yo llegué al mundo fue el más feliz de sus vidas (creo que esta frase la sacaron de algún libro, película o se la copiarían a cualquiera de sus amigos) ya que ese día ninguno de los dos fue a la oficina al menos durante unas horas, y, teniendo en cuenta que lo que más les gusta hacer a ambos es trabajar, es imposible que tal afirmación resulte creíble desde un punto de vista totalmente empírico.
Le ruego al lector que me perdone si mi relato desprende desidia y/o pereza, ambas sensaciones son inherentes a mi persona.
Hoy me levanté y, como todas las mañanas, le pedí a Irina (“la chica” como ellos la llaman) que me hiciese el desayuno: unas tortitas, zumo de naranja natural y un sándwich mixto. Antes el desayuno era nuestro punto de encuentro familiar obligatorio en el que nos contábamos cómo había sido nuestro día anterior, pero desde que comencé la pubertad dejaron de pensar que fuese necesario. Mientras esperaba, me dediqué a abrir mis regalos cuidadosamente colocados en la encimera de la cocina: una Tablet y un móvil y una nota en la que ponía “Felicidades. Te queremos. Papá y mamá.” No es que los que yo tuviese
fueran viejos o estuviesen rotos, simplemente, éstos eran más nuevos.
Los dejé donde los había encontrado (por desgracia he aprendido a no saber valorar los bienes materiales) y me fui a la Embajada China donde acudo todos los martes a las 8 de la mañana desde que tenía 5 años a mis clases de mandarín. Como cabe esperar, no fue una decisión voluntaria y tampoco termino de entender el fin teniendo en cuenta que voy a un colegio británico donde además se imparten francés y alemán como lenguas optativas, pero sigo yendo. Pura inercia. Pocas ganas de discutir sobre lo afortunada que soy, ya tuvimos
esa conversación cuando decidí que quería dejar de ir a ballet, a tenis y a golf y de poco sirvió.
No obstante, cuando mi mente se inunda de pensamientos negativos y derrotistas sobre mi familia, siempre es un consuelo llegar a clase y saber que muchos otros comparten este estilo de vida, “mal de muchos, consuelo de tontos” que dicen. Aunque lo que realmente me apena es pensar que sí, soy la única que se da cuenta de la farsa que estamos viviendo día tras día.
Al entrar en clase todas las que se hacen llamar mis amigas han venido a felicitarme efusivamente y a decirme las ganas que tenían de que llegase el sábado para la celebración puesto que habíamos decidido empezar a beber alcohol unos meses atrás descubriendo que podíamos dar rienda suelta a nuestro yo reprimido, y eso nos encantaba. Huelga decir que nuestros padres ni lo sospechan ya que cuando volvemos a casa en taxi o bien están dormidos o bien no están. Me pregunto cuántos de nosotros acabaremos drogándonos en un futuro no muy lejano.
El día ha transcurrido plano, siguiendo la tónica general. He salido de clase, he ido a ballet, he vuelto a casa, he hecho los deberes y cenado mientras veía la tele. Me hubiese gustado ver a mis padres, que cenásemos juntos mientras me contaban anécdotas de mi niñez, que me cantasen cumpleaños y yo soplase las velas, que me hubiesen besado y abrazado. Es un día al año, ¡creo que tampoco pido tanto!
Es difícil contar una historia familiar cuando careces de esa estructura, cuando todo es ficticio.
Pero será mejor no pensar. Ya llegará el fin de semana y podré desatar mi represión, liberar mi impotencia y, quién sabe, quizá hasta probar algo que me haga sentir mejor.
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