Los adoquines de la Rue Lepic están ocultos bajo una capa de nieve recién caída. A estas horas de la madrugada reina el silencio en el barrio de Montmartre.

Jean-Paul camina cabizbajo, lleva un sombrero Ushanka y un abrigo azul oscuro de lana gruesa con botones de latón. Son regalos de Katya. También le regaló los patines que lleva colgados del hombro. Son patines de patinaje artístico, negros y apretados, demasiado finos para los pies de un hombre que mide 1,95 y calza un 45. Cada noche al regresar a casa, Jean-Paul debe asegurarse de que las cuchillas estén siempre afiladas, listas para el día siguiente. Katya le dejó instrucciones claras y concisas, que debe seguir al pie de la letra.

-Debes patinar de 6.00 hasta las 24.00

-Debes mantener tus patines en un estado óptimo

– Debes llevar el conjunto obligatorio

-Tienes derecho a un descanso de 10 minutos cada 6 horas

-Debes sonreír mientras patinas

Jean-Paul baja los escalones empinados de la Rue Foyatier dejando tras de si una fila de pisadas profundas. Realiza la misma ruta día tras día apenas levantado la vista del suelo. Tarda exactamente treinta y tres minutos en llegar al Parc Vincennes donde se encuentra la pista de hielo que instalan cada invierno en la capital francesa. Al llegar al parque, ya amanece, pero el cielo sigue pesado con la amenaza de nieve. Como es habitual, el parque esta desértico, salvo las estatuas de piedra que parecen observarle al pasar. La pista de hielo yace solitaria y vacía, fantasmal bajo el cielo plomizo. Jean- Paul sacude la nieve del banco de madera y apresura en ponerse los patines. Al quitarse el abrigo siente como el frío le penetra por los huesos, lleva un jersey fino de cuello alto y unos leotardos negros a juego; es el conjunto obligatorio que debe llevar siempre. A las seis en punto empieza a patinar, sus pasos largos y confiados. Mientras da vueltas, tiene una sonrisa clavada en su rostro, sabe que, en cualquier momento, Katya le puede estar observando.

Katya. Al pensar en ella, es como si le agarrasen las entrañas y apretaran hasta cortar le la respiración.

Se acuerda del día en que la conoció como si fuera ayer.

Era verano y París olía a glicinas, a las aguas viciadas del Río Sena y a la carne asada de las braserías.

La barra del Chat Noir estaba repleta de estudiantes y turistas. Jean-Paul había quedado allí con sus amigos Madeleine y Guillaume, compañeros de la facultad de filología. En una esquina del bar, una ‘chanteuse’ interpretaba canciones francesas, acompañada por un pianista anciano y encorvado. Apenas se les oía entre el alboroto.

Jean-Paul se había agachado para escuchar lo que le decía Madeleine cuando, a través del espejo que había detrás de la barra, vio reflejado el perfil de una mujer. Tenia el cabello largo y ondulado, de un castaño rojizo y ojos claros, no sabia si grises o azules. En su mano tenía una copa de champan y desde donde estaba, Jean- Paul podía ver la marca del pintalabios color carmín que dejaba en el borde. Estaba entre dos hombres, uno de ellos sentado, mientras el otro apoyaba su pierna en el taburete. Los dos hombres le hablaban animosamente mientras ella, sin mirarles, fumaba, la ceniza cayendo encima de la barra. La mujer se giró para tocarse el pelo y fue en este momento que se cruzó con la mirada de Jean-Paul. Le miró fijamente, clavando los ojos en los suyos, luego se volvió para besar en la boca a uno de sus acompañantes. Este hizo un intento torpe de agarrarla por la cintura, pero ella le empujó y alargó la copa para que le sirvieran más champan. En su rostro se dibujó una media sonrisa. Jean Paul sintió una ira irreconocible y apenas disculpándose ante sus amigos, salió del local. Se apoyó contra la pared y cerró los ojos.

Al cabo de poco sintió una presencia y le envolvió un perfume embriagador. Sabía que era ella.

Pasaron la noche juntos y todas las noches que siguieron. Si dejaban el pequeño piso de Montmartre, era tan solo para comprar algo de pan, queso y el vino que vendían en la bodega de la esquina, o para bajar al bistró que había en la plaza, y Jean-Paul veía como se le iban agotando rápidamente los ahorros. Ya no acudía a la universidad y tampoco contestaba las llamadas de sus amigos.

Sabía poco acerca de Katya. Tan solo que era de Moscú y que era patinadora artística profesional. Había sufrido una lesión y había venido a París una temporada mientras se recuperaba.

A menudo Katya desaparecía durante días. La primera vez Jean-Paul casi enloqueció pensando que le había ocurrido alguna desgracia. Regresó sin explicación alguna, y el la envolvió en sus brazos con un silencio aterrador.

Algunas noches se despertaba al notar la cama vacía, y la veía fumando frente a la ventana, con una mirada agitada y manos temblorosas. En esos momentos sentía algo cercano al pánico. Se le pasaba al volver ella a la cama y al sentir su cuerpo sobre el suyo.

Intentó dejarla para volver al cabo de poco. El piso estaba vacío. Tan solo un paquete envuelto en papel de periodico y una nota. ‘Si quieres volver a verme,

-Debes patinar de 6.00 hasta las 24.00

-Debes…’

Son las ocho de la mañana. Jean-Paul lleva ya dos horas patinando cuando siente un movimiento brusco. Clava los patines con más fuerza. Sabe que pronto empezará a nevar.

A través del cristal ve como la mano de Katya agita la bola de nieve y entre los copos, distingue el sonido lejano y ahogado de su risa.

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