Unas cinco hectáreas recogía aquella granja, casi medieval, saneada por una docena de esclavos que trabajaba de sol a sol, con el ojo del amo acechando. Él atravesaba los bancales montado a caballo, con las espuelas relucientes, un gran sombrero y una fusta en la mano, que imprimía en sus espaldas si estimaba oportuno. Pernoctaban en los establos, prácticamente como animales. Con la única salvedad que “sus viviendas” eran independientes, separadas por un tabique de madera. El estiércol y el vaho de los bueyes rezumaba sus noches a través de las rendijas y el extremo frío o calor exprimía sus cuerpos maltratados. Estaban situados detrás de la gran mansión, hacia los terrenos y los bosques. Con lo cual desconocían quién vivía en ella, quién entraba y quién salía. Solo lo veían a él. Una gran plaza, ubicada en el centro de los árboles frutales que se alineaban a la derecha, a veces, alborotaba el silencio y la atmósfera lúgubre del lugar; ni siquiera los rayos de sol les inspiraba a mostrar euforia o alegría. Eran sus peleas, que el patrón disuadía al instante con extrema violencia, lo único que reflejaba algún tipo de subsistencia. Ni el aroma de los lirios en primavera, que se extendían bordeando la finca, lograba sacarles una sonrisa. Entre ellos se encontraba Joshua…:

Las luciérnagas alumbraban los recovecos del corral donde un camastro de paja esperaba mis sueños impregnados de sangre. La portezuela gemía mis pasos y un velo de telaraña prendía del techo queriendo proteger mi piel. Me lavaba el cuerpo en un barreño sucio y resquebrajado, encendía una vela y esperaba que entrara el patrón. Al principio éramos pocos y nos tocaban treinta latigazos por día a cada uno. Con todas sus fuerzas. Él era el amo y podía hacer con nosotros lo que le daba la gana.

Después venía ella a hurtadillas, sigilosa; con algodón, agua y alcohol. Sin una palabra. Solo sus grandes ojos negros, su tez blanca y sus manos cálidas me curaban el alma y el cuerpo. Cada día a la misma hora agradecía aquel dolor para verla. Un día no pude contenerme y, aún, crujiendo mi espalda, la cogí fuertemente de la mano, … ella cedió. Sus labios estaban tan cerca de los míos que un latido nos fundió en un beso profundo. Le pregunté quién era, dónde vivía. Pero solo me respondió su nombre. Elaine. Se llamaba Elaine -significaba rayo de luz- Se marchó lentamente, dejando regueros de aquel destello que confería su nombre. Sus labios permanecieron latentes en mí hasta el amanecer, y en los días siguientes… Mi pasión por ella avanzaba como el fuego y estaba deseando que me azotaran para saborear su mirada y sentir su aliento. Un día no vino, ni el siguiente, ni el otro… y así pasó una semana, un mes… La desesperación y la angustia me enloquecían. Supe que al haberse ampliado la plantilla, él ya no tenía tiempo de apalearnos a todos y, además, terminaba muy tarde y cansado; con lo cual dormía prácticamente todo el día.

Una noche, por fin, llegó mi turno. Y ese día sucedió…, lágrimas rojas de placer acariciaban nuestros cuerpos sobre el jergón:

—Elaine, te amo, no puedo soportar tu ausencia, dime quién eres.

—No me preguntes, no puedo decírtelo, volveré. Yo también te amo.

Siempre me perseguía el reflejo de la duda, ¿haría lo mismo con los demás heridos? ¿dónde se escondía tanto tiempo? La distancia entre los días de látigo se hacían interminables, hasta que el tiempo moderó aquel hombre despiadado y nunca más la vi. Pasaron los años…

Una tarde de otoño, nubes doradas se entrelazaban con el griterío en la plaza, en una bochornosa revuelta que siempre intentaba esquivar. Sin embargo me llamó la atención aquel carruaje engalanado y me acerqué. Un palpito y una luz. En medio de la plaza una puerta mágica me devolvió su rostro. Elaine. Irradió energía y mutismo a su alrededor:

—¡Obreros, mi marido ha fallecido, a partir de hoy, obedeceréis mis órdenes. Se acabaron los latigazos. Tendréis mejores viviendas y alimentos, y cada uno será responsable de su trabajo!

Una niña de piel morena y rizos azabaches se reía a su lado: “mamá, mamá, quiero montar a caballo”. Mi corazón empezó a desbocarse lo mismo que aquel animal que salió corriendo con el carruaje. Percibí que, Elaine, había encontrado mi mirada…

¡Ovación, aplausos y fiesta ocuparon el crepúsculo hasta entrada la madrugada!

—Abuela, he leído tu relato y me ha encantado !!!

—Querida nieta, esa historia es real. Hace mucho tiempo encontré un manuscrito casi ilegible de ese hombre, Joshua. Se habría conservado a través de las generaciones y he mantenido su esencia al reescribirlo, para que perdurara el recuerdo. De esta forma puedes desentrañar la incógnita que te mantenía inquieta: nuestros rasgos mulatos y nuestro nombre ¡Elaine!

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS