Más que pájaros en la cabeza tenía aves de carroña. Nunca podía saberse si merendaba algún ego ingenuo y extraviado que había caído en la fortuna del punto y seguido, o si estaba devorándose a sí misma, tras haber pinchado el suyo con las musarañas del punto y a parte. Buitres y mandrágoras no han brillado nunca, y al contacto con el aire se amargaban versos de ojos desplumados. Tenía de soslayo es mirada que jode. No esa típica, que enfría los ánimos de cualquiera, ni tampoco aquella misteriosa que sabe a arcas perdidas y barcos piratas. Ni si quiera la que entiende de chiste y cháchara, estrangulando cuellos de cisne. Era salvaje, como un reconocimiento. Dolía. Si, era eso. Dolía.

La veía siempre plantada en la misma cafetería, Al principio llegue a pensar, que solo estaba cambiando pieles, comprendiendo desde el desgarro la dicha del poder escoger de entre una limitada lista de ofertas lo que a uno le apetecía demandar en ese preciso instante. Pero no, Claudia no era de coser con dedal .Más bien podría decirse que intentaba averiguar, imitando al mobiliario, si podía echar raíces a la mar. Sus convulsiones y cambios de postura habían dibujado una actitud metódica, casi de manual, un patrón de costumbre fijas y capataces obsesivos donde refugiarse de tanto vaivén. Por supuesto ella hubiera echado esta definición a los buitres si se hubiera enterado de algo más que de lo que no tenía lugar. Ah! ¡Con esos pajarracos había que tener sumo cuidado! Uno creía estar dialogando con sus periquitos de vértigo y parálisis, cuando, de pronto, ¡pum! Mordida de certeza. Puro saco de grasa y huesos molidos secados a un sol que no va a ponerse ni por todo el oro del mundo. Se alimentaban de la esperanza ajena, de eso no había duda. La suya se te atragantaba a gorgotones al observar la incompetencia con la que, ahí sentada, esperaba que se le apareciera la virgen. Pero esa es otra que debía estar bebiéndose el París que queda de las frases hechas. Probablemente de eso se conocían. Claudia tenía más fama de parroquiana que ganas de seguir cargándola, aunque a decir verdad, al final siempre se ponía la camisa de fuerza, dejando un tufillo a arte podrido e ideología barata. Para ella, el vino era una cuestión de cantidad, y vaya si ponía empeño en cumplir con el deber que le encomendaban las miradas ajenas. Al fin y al cabo, debía darse prisa. Llevaba imperio en su nombre, y estaba sólo a dos dinastías de que sus aves sobrevolaran ruinas.

Y así pasaban los días de Claudia, siempre plantada en la misma cafetería . A veces, aportaba algo de dinamismo a la escena cambiando las páginas que encadenaban su mesa. Jamás en la vida la vi leer. Para ella la literatura era un mero complemento, algo que ponerse para hacerle juego al animal que ese día la vestía. Yo tuve suerte, la conocí en cigarra, y los cantos de sirena aún achicaban el invierno. La melodía tarareaba tantas posibilidades y sinsentidos que era homicida devenir hormiga. -Yo me dedico a la vida contemplativa David- reía gargajeando sangre y coágulo, con esa altanería en rebajas de quien sabe que ha consagrado su tiempo al oficio que sale más caro. Me preguntaba que haría el día que le tocase gallo, pero la muy cínica siempre tenía fénix en los bolsillos, y sabe Dios que no era tarea fácil cantarle mañanas.

Un día, de esos en que Madrid apesta a jueves, dejé de sentirla. ¿ Era ya tiempo de cosecha? Al principio, fíjate tú, llegue a pensar que la cafetería había sucumbido, seguro a raíz del movimiento sísmico de alguno de sus dogmatismos imperiales. Pero no, el caso es costaba reconocerla así, tan limpia de entraña. ¡ Qué siniestro todo sin vísceras esparcidas por el techo! El camarero de turno no sabía de qué carajo le estaba hablando, y empezaba a mosquearse con tanto existencialismo. No le pagaban lo suficiente para tanta respuesta sin pregunta, y si Claudia hubiera estado allí, le hubiera resultado difícil deshacerse del olor a podredumbre. Pase días de terciopelo y blancura, lleno de una ausencia tan dulce que empezaba a temer que me volviera la cordura. Menos mal que el azar me destinó a un vagamundo que regentaba el mismo ánimo que ella, y entre tubérculos me confesó el misterio: Decían que la habían visto desvanecerse, tras darse la vuelta y ver su reflejo en un charco. Había reconocido el pisapapeles que un día escondió tras los rastrojos, y se agarró con fuerza al atrevimiento del saber. Una sed científica de vuelo tele-dirigido, ya sin ese vértigo paralítico que la confinaba en los dedos acusadores de una ceguera amordaza. Todavía a día de hoy, me parece reconocerla en el ladrido de algún perro, o en la cagada de alguna paloma. ¡ Qué oficio tan noble!

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