La vibración de alerta de mensajes de mi whatsapp se había convertido desde hace semanas en un sonido aterrador. Pero esa tarde más aún, no paraba de recibir mensajes de Sonu. Yo estaba histérica por dentro pero intentaba transmitir normalidad a las niñas, que iban cogidas de mi mano. Como todas las tardes que las recogía del colegio, estaban bastante bordes y calladas y sólo se dirigían a mí para pedirme el móvil para jugar o rebuscarme en el bolso a ver si encontraban algo de merienda. Esa actitud me ponía de los nervios, pero esa tarde agradecía no tener una especial conexión con ellas al salir de clase. Solo tenia concentración Sonu y sus malditos whatsapps. Nunca solían contener nada bueno.
Llevaba ya tres meses trabajando para Sonu Kumari, y aunque nuestra relación jefa- empleada había comenzado de una manera muy materno-filial, la verdad era que sólo hablabamos en persona alguna noche entre semana , ya que durante el fin de semana yo no existía para ellos. Nuestra comunicación se basaba en listas de tareas escritas en cualquier tipo de soporte que yo encontraba rigurosamente todas las mañanas encima de la mesa de la cocina o mensajitos de whatsapp a cualquier hora del día con emoticonos que encubrían siempre criticas o mensajes deseándome un buen fin de semana mientras me colaba algún favorcillo extra. Cuando hice la entrevista con la familia Kumari pensé que no iba encontrar mejor casa en todo Londres para trabajar como aupair: cuarto enorme con baño en el ático para mí sola, 120 libras semanales, dos niñas de 7 y 10 años que se vestían y duchaban solas, dos tardes a la semana libres, padres aparentemente encantadores, referencias buenísimas de mi antecesora, casa victoriana en la zona dos de la ciudad y encima la oportunidad de saciar mis ansias aventureras conviviendo con una familia hindú. No podía pedir más, eran la hostfamily perfecta, yo ya me imaginaba vestida con un shari bailando bollywwod con las niñas mientras comía pollo al curry en la enorme cocina de diseño que tenían. Claro que con condiciones tan buenas , el choque cultural, la plancha y los leves houseworks me parecían detalles insignificantes que no me supondrían mucho problema.
Pero a pesar de que las niñas eran un encanto conmigo la mayor parte del tiempo, las «leves» exigencias de la madre de las Kumari no resultaron tan sencillas ni la convivencia tan idílica. Y ahí estaba yo, ya dentro del autobús camino a casa, de pie, cargando con las mochilas de las niñas, intentando traducir detenidamente los mensajes de mi querida jefa. No sé por qué, pero al escrito Sonu utilizaba expresiones y frases muy rebuscadas que mi inglés intermedio no era capaz de descifrar. Mi mano temblaba sólo al leerlos, esta vez se trataba de varios párrafos muy extensos seguidos de varias fotos de una patata y un ajo metidos en un bote de cristal y que servían como prueba del grave delito que yo había cometido. Resultaba que en mi despiste habitual de las mañanas, propio de mi personalidad pero bastante incrementado por el estrés al que mis queridos jefes me sometían, había salido de casa dejando la patata sin pelar y el ajo sin despedazar y los había metido en el bote pensado que había realizado fantásticamente mi tarea. No era por justificarme, pero las mañanas en esa casa eran de terror; a las siete de la mañana tenía que estar desayunada, vestida y con el desayuno de las niñas preparado para que me diese tiempo a sacar las distintas bolsas de basura al jardín de la entrada, vaciar el lavaplatos, tender la lavadora, cortarle el mango a la madre para que se lo llevara a trabajar, limpiar a mano las manchas del dichoso curry de los platos de la cena del día anterior, guardar la compra que acababa de llegar vigilar que Simi practicara su media hora exacta de piano y todo eso antes de salir pitando de la casa para que las niñas llegaran puntuales a clase. Esa mañana en concreto, mi tensión se había agudizado por presenciar como el señor Kumari, que apenas me hablaba y ni me miraba a los ojos las pocas veces que lo hacía, menospreciaba mi trabajo al meter de nuevo en el fregadero las cosas que yo había fregado para darme a entender que no estaban suficientemente bien limpias.
La imagen de la patata en el bote daba vueltas en mi cabeza mientras terminaba de leer el rapapolvo que me estaba echando por escrito mi host, en el que recalcaba de manera muy infantil que las patatas había que pelarlas, que para guardarlas en un bote sin pelar no se hubiese molestado en pedirme ayuda. ¿Pedirme ayuda?, ayuda, ¿a mí? Si yo no le ayudaba, sencillamente le hacía todo lo que a ella le daba pereza hacer. Mientras continuaba leyendo indignada, seguía conteniendo mi rabia para que las niñas no se enteraran de nada a la vez que echaba un ojo por la ventana del autobús para ver si habíamos llegado a nuestra parada. No acababa de entender como una madre podía recriminarle algo por whatsapp a su empleaba mientras ésta intentaba traer de vuelta sanas y salvas a sus hijas del colegio. A ella le daba igual que yo estuviese contestando a sus mensajes mientras bajaba del autobús en hora punta o cruzaba la calle con Simi y Sienna. A ella solo le preocupaba la potato. ¡Madre mía con la maldita potato! Creo que hasta ese mismo día no había escuchado ni leído tantas veces seguidas en mi vida la palabra potato. Y junto con esa palabra, otra muy distinta se me estaba enquistando en el alma en ese momento, casta, casta, las castas. Palabra que había ignorado todo este tiempo pero que empezaba a cobrar sentido en mi reciente «hindi-realidad».
Cuando por fín había acabado de leer todos los mensajes y la conversación parecía haber concluido, despegué de pronto la mirada de la pantalla y me encontré atravesando nuestra calle. El trayecto se me había hecho eterno por la agonía y la culpabilidad que sentía de cometer semejante estupidez, pero a la vez pensaba que habíamos llegado demasiado pronto al escenario de imperdonable crimen. Estaba tan aturdida que las niñas se adelantaron corriendo sin esperar a que yo les abriese la puerta con la llave y aporrearon el timbre con la esperanza de que su madre apareciese al otro lado. Y desgraciadamente lo hizo, yo llegué corriendo detrás con la lengua fuera para dar explicaciones, sin embargo Sonu abrió la puerta con una sonrisa, abrazando a sus hijas y aparentando una falsa normalidad después del rapapolvo «whatsappístico» que me acababa de echar unos minutos antes. Yo me acerque a ella pidiéndole disculpas pero me freno en seco con un «Not now sweety». Y con ese terrible apelativo cariñoso me hizo esperar en vilo toda la tarde mientras le planchaba cesto y medio de uniformes y sabanas de algodón puro, hasta que de repente me llamó con un muy británico «María» para que me acercara a la salita a hablar con ella.
No me había sentado en ese sillón azul desde que me habían entrevistado, me sentía imbécil al recordar que yo pensaba que pasaría las noches sentada en aquel sillón viendo la televisión en familia en esa sala tan multicultural, empapelada con dibujos hindúes y presidida por una gran chimenea victoriana. . Sonu cerró la puerta, se sentó en el sofá de mi derecha y cambió de golpe su falsa sonrisa por un gesto serio e inquietante,tenía unos ojos muy expresivos que en ese momento no escondían su enfado. Empezó a hablarme de manera extremadamente educada para que pareciese que estaba teniendo tacto conmigo pero en el fondo no lo estaba haciendo, comenzó recriminándome uno a uno los fallos que había cometido desde mi llegada, lo lenta que era al realizar las tareas…Pero en medio de la conversación paró los reproches para reconocer que a pesar de todo sus hijas estaban muy contentas y que estaban creando un gran vínculo conmigo. Yo en ese momento suspiré y me relaje. Pero no tardó en volver a la carga y me soltó que aun así mi actuación de esta mañana había sido intolerable y que a veces parecía que mi comportamiento no era el de una mujer de 24 años sino de una niña. De pronto, ese comentario me desgarró por dentro y con mi escaso vocabulario le solté sin pensarlo que yo no me sentía agusto en su casa y que había hechos entrevistas en otras familias. Al decirlo, me dí cuenta de la gran estupidez que había cometido, sobre todo porque realmente no tenía ninguna otra familia, pero había sentido que me tenía que defender de ese dardo envenado que ella me había lanzado y escogí la única arma arrojadiza que tenía a mano en ese momento, la mentira. Al oírme, la cara de mi jefa cambio repentinamente, la mirada expresiva de sus ojos negros paso a ser la de un lobo indefenso que había dejado de ser el jefe de la manada. Yo ya no entendía nada, pensaba que ella me quería echar y por eso me presionaba, pero parecía ser que lo único que quería era seguir presionándome para que me esforzará mucho mas y estuviese a la altura de sus altas expectativas y siguiera fija en mi casta establecida. Ella se esforzaba mucho en todo pero quería que sus hijas y sus subordinados se esforzasen aun más que ella. Ante ese inesperado pulso que yo de manera inconsciente le había echado, Sonu me pidió que reflexionase en mi habitación y que le escribiese un whatsapp por la noche diciéndole si finalmente me quedaba o no. Yo salí de ahí pálida como la cal sin ser aún del todo consciente de lo que acababa de suceder.. Estaba destrozada y me sentía que no valía para nada pero también sabía que para ellos seria complicado ponerse a buscar sustituta y mas aún cuando ya se habían adaptado las niñas a mí. Recapacité, me puse a escribir una lista de pros y contras y pensé que lo mejor sería aguantar en esa casa siendo consciente de la verdadera realidad del hogar de los Kamuri. Una vez tomada mi decisión, le dí cuenta de ella a la señora Kumari por el medio que a ella más le gusta, el whatsapp. Me respondió rápidamente agradeciéndome mi decisión y deseándome las buenas noches.
Aunque me acosté temblando aún por todo lo que había vivido en ese día, conseguí dormirme con la mente despejada prometiéndome a mi misma cambiar para aguantar hasta final de curso con mis queridos Kumori.
Al día siguiente me desperté antes de lo normal para cumplir desde el principio con las buenas resoluciones que me yo misma me había propuesto el día anterior. Me duche, me vestí y baje despacio las escaleras para dejarlo todo preparado y empezar mis tareas antes de tiempo y así hacerlas más concentrada. Pero al bajar a la cocina no encontré en ningún papel ni sobre ni recorte viejo mi lista de tareas. Por el contrario, observé que que el desayuno estaba preparado y que el lavaplatos estaba recogido, no entendía absolutamente nada. Me estaba acercando a abrir el cubo de basura cuando escuché un terrorífico «sweety»
Al ir andando hacia la salita azul en respuesta a esa voz, la palabra castas volvía a resonar en mi cabeza, pero esta vez sólo en forma de eco lejano. Y me dio por pensar que las abejas reinas nunca dejan de serlo y que por eso mismo mi sueño «bollywoodiense» estaba seguramente desvaneciéndose.
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