Creo que subí al avión con la botella de whisky abierta apenas escondida en la bolsa del freeshop. Ya en mi asiento seguí tomando directamente del pico, sin disimulo. No sé exactamente cuándo le tomé miedo a volar, pero desde ese aterrizaje en el aeropuerto de Gatwick -cuando viajé a Londres- en el que el avión tocó tierra, revotó y levantó vuelo a toda máquina para hacer un segundo intento de aterrizaje, ya el hecho de saber que me voy a enfrentar a un vuelo me desencaja. Si dependiera de mí viajaría sólo en barco. La azafata recorría el pasillo molestando, bajando la tapa de los maleteros y fijándose -o simulando fijarse- que los pasajeros tuvieran el cinturón de seguridad puesto. Llegó a mi fila, me vio abrazado al whisky y me pidió por favor que lo guardara mientras me lo arrebataba, la desgraciada, y lo guardaba en el maletero junto a mi valija. A cambio me ofreció un vaso de agua. Enseguida empezaron con la estupidez del procedimiento de emergencia en caso de despresurización o aterrizaje forzoso, como si alguien sobreviviera a un accidente de avión.

Parece que la señora de al lado era muy suspicaz y me notó alterado porque me preguntó, en inglés: “¿miedo a volar?”. Le dije que sí y le sonreí agradecido de que me distrajera, mientras por adentro hacía la cuenta que hago siempre: Martín voló; Juan voló; María debe haber viajado a Estados Unidos tres o cuatro veces. Diego voló. Tomás también. Vino dos veces a Europa, creo. Leandro voló. Bárbara voló, fue a Japón y a Chile. Hasta Contanza voló, con el hijo recién nacido. Mi papá voló, hace diez años pero voló. Los del trabajo volaron, todos. Yo debí estar transpirando o balbuceando solo porque la señora insistió en hablarme. Su inglés británico era encantador; en mi inglés mediocre intento una traducción fidedigna:

—Yo no le tengo miedo a volar, pero no te voy a decir -como hacen todos- que es el medio de transporte más seguro y que hay miles y millones de vuelos ocurriendo a cada instante y que las posibilidades y que las probabilidades. No solía entender las fobias; me parecían una tontería, una debilidad, pero no es tan sencillo. Vos lo sabrás —no sé si me habrá tuteado, porque me hablaba en inglés, pero como era una señora bastante mayor imagino que sí—. Yo estaba muy orgullosa de mi entereza hasta que en una ocasión me pasé una semana encerrada en un toilette. Si no te molesta te cuento, aunque es un poco escatológico a decir verdad.

Yo estaba encantado. Mientras tanto el avión ya se había empezado a mover y de un momento a otro, que estaba decidido a ignorar, iba a encarar la pista.

—Por favor, cuénteme —le supliqué.

—Hace unos años yo viví por un tiempo en Suiza. Soy ingeniera, estaba allí por trabajo. Como no esperaba pasar mucho tiempo y como la empresa era suiza y hacía economía, me alquilaron un departamento muy lindo pero muy chiquito en el centro de Ginebra. Si no conoces no te recomiendo ir, aunque tal vez te encante, hay a quienes les gusta y a quienes no. Yo estaba bien, no te digo que me enamoré de la ciudad, pero me resultó agradable. Como sea, el departamento estaba en la parte más linda de la ciudad, en la parte antigua, sobre la lomada cerca del lago donde está la Catedral y donde sobreviven los pocos edificios realmente viejos, y muy cerca de donde vivió Borges. Era lindo pero chiquito, ya te dije. Y como te podrás imaginar tenía un baño chiquito. El baño estaba dividido en dos a dos lados de la sala de estar. Mejor dicho, por un lado estaba la ducha y por otro el inodoro. De bidet ni mención (ya sé que ustedes argentinos se quejan de la falta de bidet).

El vuelo era Madrid-Buenos Aires, supongo que asumió correctamente que yo era argentino y por eso también hizo el comentario de Borges.

—Era un toilette clase turista —siguió—: de largo no llegaba al metro y sería un poco más ancho que esta butaca. La cuestión es que una tarde volví de trabajar apurada por el frío para ir al baño, cerré la puerta de un golpe e hice lo que había que hacer. Nada demasiado terrible. Vivía sola. No tenía ninguna necesidad de cerrar el pestillo pero cuando uno está ahí sentado busca cualquier cosa que tenga a mano para tocar, mover, o leer. Por lo general me llevo el teléfono y juego al póker, cuando espero pasar más tiempo, pero éste no era el caso. Como había entrado apurada ni me preocupé y lo dejé en el bolsillo del tapado, colgado en el perchero al lado de la puerta. Le habré dado dos o tres vueltas al pestillo, abriéndolo y cerrándolo, y cuando le di la última vuelta -después hice memoria- hizo un ruido raro. Terminé y me levanté, quise abrir la puerta y no cedió. Pensé que había dejado el pestillo cerrado e intenté girarlo pero estaba totalmente atorado. Empujé la puerta hacia adentro y hacia afuera pero nada. Lo hice cada vez con más fuerza para un lado y para el otro; traté de girarlo mientras me apoyaba con todo mi peso sobre la puerta. Se había soldado.

»Yo soy medio bruta e impaciente, lo reconozco, para ese entonces tenía ganas de romper todo. Me senté en el inodoro con la tapa baja y me dispuse a inspeccionar la cerradura con más atención. No había mucho que inspeccionar. Era un picaporte como cualquier otro y un poco más abajo estaba esta tapita redonda, donde normalmente iría la llave. Ni un tornillo ni nada que aflojar ni desarmar. Aunque sabía que no lo tenía encima revisé todos mis bolsillos en busca del teléfono. Es algo que hacemos siempre -me di cuenta- busquemos lo que busquemos, porque a quién no le pasó que después de buscar algo un rato largo resulte estar en el bolsillo donde deberíamos haber buscado desde el primer momento. Es decir, a mi me pasó, pero el celular estaba en el abrigo afuera del baño, era inútil. De haberlo tenido, no sé a quién habría llamado. Bueno, podría haber buscado en internet el número de un cerrajero, o le podría haber pedido a algún colega del trabajo que se acercara y hablara con el portero, aunque no tenía suficiente confianza con ningún colega y más tarde supe que en el edificio no había portero. Pero no tenía teléfono. En una situación así el tiempo corre de una manera totalmente distinta a la habitual. En el transcurso de los primeros minutos uno busca soluciones convencionales, y el tiempo corre de manera convencional. Pero eso dura poco y cuando uno cae en la cuenta de que nada de lo convencional funciona, entonces el tiempo empieza a distorsionarse de manera inexplicable.

»Somos seres racionales y tratamos de ganarle a la ansiedad buscando una solución racional: analizamos el problema y las herramientas que tenemos alrededor de las que podemos valernos. Las herramientas no abundaban: un inodoro adosado al piso, con su tabla y su tapa de plástico sujetas por dos pares de tornillos y tuercas de plástico. El depósito de losa del inodoro, con su tapa desmontable que oculta ese mecanismo, obra maestra de la ingeniería, que es tan único que encontrar un repuesto es un desafío que vuelve al de plomero el más respetable de los oficios. Más allá del inodoro y sus accesorios, estaba el receptáculo de papel higiénico, un cepillo de plástico y un desodorante de ambiente con aroma a lavanda. Todo lo demás era paredes y azulejos. El panorama, como ves, no era de lo más alentador —a esta altura ya nada la detenía—. Entonces de nuevo nos decimos que somos racionales y tratamos de calmarnos de manera racional: estoy encerrada en un baño, no tengo frío, no tengo hambre, no tengo sed; hay vecinos que viven arriba y abajo y por más raro que parezca están paseándose de lo más contentos a menos de tres metros de donde yo estoy. Soy una mujer adulta, instruida, profesional, tengo trabajo y una familia que me tiene en buena estima y a veces se acuerda de mí. Volví a repetir una y otra vez los mismos tires y aflojes con la puerta y el pestillo. Me decía que tenía que sincronizar el momento exacto en que mi cuerpo caía contra la puerta con el momento en que giraba el pestillo. Hice un esfuerzo de concentración para asegurarme de que estaba intentando girarlo para el lado correcto. Porque de repetir y repetir uno termina dudando de cualquier cosa. No podía ni imaginarme qué hora sería. Ya de noche supongo, o no, y una cosa era segura, no importaba. Por momentos el cerebro pide un descanso y se detiene. Y entonces me quedaba sentada esperando, como si milagrosamente alguien fuera a venir y abrirme la puerta. No es que crea en milagros ni nada parecido, eso lo digo ahora.

»Ya había intentado hacer palanca sobre el picaporte con el cepillo y con la tapa del depósito que era pesada pero era rígida. Le di unos cuantos golpes al pestillo y lo dejé lleno de marcas e inmóvil. Entonces empecé a golpear. A golpear y a gritar. En inglés, en francés, en alemán, grité pidiendo ayuda, Hilfe!, Aidez!, y enseguida empecé a prodigar insultos de todo tipo, a los franceses, a los alemanes y a los suizos. Terminé cantando, a los alaridos mientras me dio la voz y casi en un susurro, con la cabeza apoyada contra la pared, cuando no me daban más las fuerzas. Hay ciertas cosas que uno nunca se imaginó haciendo, por ejemplo, tomar agua del inodoro. Ya no sé cuánto tiempo habría pasado. Incluso quizá había dormido un poco antes de hacerlo. Yo que creía estar en una situación en la que ya nada me importaba, antes de tomar agua tiré de la cadena varias veces. Después me di cuenta de que podría haber tomado agua del depósito y me reí sola como una estúpida.

»Para cuando empecé a tener hambre ya había partido la tapa del depósito en dos de tanto golpearla contra las paredes tratando de hacer ruido. Había volado y rajado casi todos los azulejos y había cantado el repertorio completo de Burt Bacharach. Entonces se me ocurrió. Son esos momentos “aha” —dijo, queriendo decir que se le prendió la lamparita— en que uno siente una mezcla de orgullo y de bronca, porque la solución había estado siempre ahí. Arranqué el condenado mecanismo del depósito que detiene el ingreso de agua y dejé que rebalsara. Y rebalsó, y el baño se inundó y el agua empezó a correr por debajo de la puerta y no me importó el parquet ni nada. No sé cuánto tiempo corrió el agua, pero cuando me abrió la puerta el bombero y salí, pude ver que bajaba como una catarata por las escaleras hasta la planta baja y corría por el pasillo hasta la puerta de calle y por la vereda hasta el cordón, y recién se perdía en una alcantarilla a cincuenta metros calle abajo.

»Habían pasado seis días. En el trabajo me dijeron que se estaban preocupando. La vecinita de abajo creyó que yo debía ser escultora o algo así y, si bien últimamente le había costado dormir, no quiso molestarme. A la semana recibí una carta de la inmobiliaria solicitando que me pusiera en contacto con la aseguradora en caso de tener una fuga de agua.

»Desde entonces cuando voy al baño no cierro la puerta. Alguna vez oí decir a algún psicólogo que es de persona controladora que no quiere dejar de saber lo que está pasando en la casa mientras hace lo suyo. Yo sé que lo mío es otra cosa, y además vivo sola ¿a quién querría controlar?

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