No es un día especial en el que haya algo que rememorar, pero hoy su nombre no deja de resonar una y otra vez en mi cabeza…

Eiva.

Mentiría si dijera que pienso cada día en ella, pero no puedo obviar que, de una manera u otra, en mí siempre está presente. Pues, tal vez si no fuera por ella, estas letras hoy no hubieran sido escritas.

Permítanme que en los momentos oportunos me refiera a ella en presente, pues aunque no sé de su paradero ni su fortuna, me niego a pensar que la muerte llegara a su vida.

Han pasado ya tres años desde aquel verano, y aún recuerdo con claridad lo que sentí el día que la vi por primera vez, sus brillantes ojos parecían apagarse, preciosa niña de no más de cuatro años, su aspecto frágil infundía tanta ternura que sólo impulsaba hacerla sonreír. Llegamos hasta ella y su familia desde un poblado al sureste de Marruecos, en la región de Er-Rachidía. Mirara a donde mirara todo era rojizo, ese color que caracterizaba el lugar, te embargaba a cada segundo.

No puedo negar la gran curiosidad que sentía de conocer a aquellas misteriosas personas… Nómadas: un pueblo entrañable, viviendo en su particular presente. Una continua aventura, errando de un lugar a otro, sin llegar a establecer una residencia fija. Conocedores expertos de su medio; tierras, vegetales… Interpretadores de las estrellas, orientándoles en el camino. Para ellos los animales lo son todo; estos les dan leche, carne y pieles, además de poder cambiarlos en trueque. Por lo que son un bien muy preciado, casi tanto como el agua.

No puedo dejar de admirar cómo la familia de Eiva vive de sus rebaños, desplazándose con ellos en busca de agua y pastos, instalando su morada allí donde deciden y cuyos meses pasan armoniosos. Es fascinante conocer como protegen el medioambiente, tomando estrictamente lo necesario para subsistir. En el momento que la conocí estaban asentados cerca del río Ziz. Vivían en una especie de cueva que se había formado en una ladera rocosa, ataviada de cañas y mantas para resguardarse del viento y el frío de la noche. Cabras, gatos, gallinas y un burro, deambulaban por los alrededores de su hogar. Una montaña de fardos y cacerolas se situaban cerca de sus camas improvisadas a base de colchones de goma espuma. Y a la intemperie, un arsenal de pequeños bidones rectangulares de agua, descoloridos por el sol.

Olía a tierra y leña, ––si cierro los ojos, puedo recordar ese singular olor–– y aunque había rastro orgánico del ganado, la amplitud de aquel lugar y la suave brisa, no dejaba estela de olores hediondos; es más, mientras nos acercábamos, un dulce aroma a té impregnó el aire. Nos recibieron tres mujeres, tres generaciones, abuela, madre e hija, pues los hombres de aquella familia, abuelo y padre, salieron a pastorear por la mañana temprano, mientras ellas se dedican al cuidado de la menor, a transmitir las tradiciones, realizar las tares del hogar y gestionar los recursos.

Cuando vi por primera vez a Eiva, su madre la tenía en brazos. Aunque no sea capaz de explicarlo, les aseguro que no hacía falta que habláramos el mismo idioma, ya que bastaba con una simple mirada. Su madre, gran mujer humilde y hospitalaria, invitaba con su apacible sonrisa a pasar ofreciendo té y dátiles. Dejó a la niña de pie en el terreno de tierra y piedras. Con mucha cautela me acerqué a ella, haciendo uso de gestos amigables y, tras un par de carantoñas conseguí que esbozara una dulce sonrisa. Llevaba un vestido verde de tirantes y unas sandalias rojas, su pelo ensortijado le caía hasta los hombros y, los rayos del sol resaltaban su tono chocolate. Sentada en mi regazo noté que tenía la ropa húmeda, le acaricié el brazo desnudo con todo el cariño del mundo, sus inocentes ojos negros se cruzaron con los míos y posó su cabeza en mi pecho, no paraba de toser. Aparté con suavidad los bucles de su rostro infantil y con la palma de mi mano comprobé la calentura de su frente. No tenían nada para aliviarla, sólo la espera.

Durante la visita la música nos acompañó, la cual comprobé, que tiene un papel muy importante y activo en su vida. Entre los acordes que emanaban del haul y los tambores, no pude dejar de pensar en la vida de la pequeña, la presente y la futura…

Inocente, pregunté… ¿Qué sería de ella? ¿Iría al colegio? ¿Qué pasaría cuando fuera mayor, qué opciones tenía? Tal vez pequé de curiosa, sin embargo, necesitaba saber cómo sería su vida.

A modo de respuesta obtuve algo tan simple como “será lo que ves”.

Padres nómadas, hija nómada. Su destino, en el mejor de los casos, sería ser casada con otro hombre nómada. Es sabido que más del 80 por ciento de los menores nómadas no asisten al colegio y, en el caso de ser mujer, disminuye esta posibilidad. Lo que significa, que las probabilidades de que Eiva sufra grandes carencias educativas, son muy elevadas… Pero no era eso lo único que me preocupaba ––si acaso tenía yo derecho a cuestionar o preocuparme por ella––, lo que realmente en esos instantes me reconcomía era su salud. La falta de higiene y la continua exposición tanto al frío de la noche como a la intensidad del calor, podrían debilitarle cada día más.

Debo admitir que me invadió un profundo pesar, no pude evitar sentir consternación por esa niña con ojos de almendra y tez morena.

No debería ser yo quién, para juzgar la vida de nadie, ni adjudicar como aceptables mis comodidades de vida occidental a las suyas como nómadas. No pienso que sea más feliz que esas personas. Entiéndanme, en ese momento, sólo pensaba en lo que yo tuve de niña y en lo que tengo hoy, y les aseguro que el inequívoco deseo era, que ella lo tuviera también en algún momento. Sé que teníamos realidades diferentes, es más, nunca pensé que su estilo de vida no fuera suficiente, no me atrevería a tal cosa… Pero sí, ansiaba que, en todo momento, pudiera elegir cómo sería su propia vida.

Llegado este momento, debo de confesarles, asumiendo el riesgo de parecer un tanto ególatra, que sentí que ambas teníamos algo en común…. Cuando llegué a Marruecos había algo en mi vida que no iba bien, en el momento que vi la situación de Eiva descubrí qué factor era el que nos unía; a las dos nos dirigían o nos dirigirían en algún momento de nuestra existencia, tenían un plan de vida para nosotras, quiero creer que diferente, pero ambas no teníamos poder de decisión. En ese momento sentí vergüenza, sí, porque aunque en muchos momentos creyera que no, yo sí podía tener la opción de cambiar las cosas. Tal vez ella no tendría jamás, ––y ojalá me equivoque––, el poder de decidir qué hacer con su vida o en ningún momento cuestionarse que las cosas pudieran ser diferentes. Pero yo sí, podía volver a ser libre.

No podía dejarme vencer, permitir que el monstruo siguiera haciéndome daño. Si Eiva no puede cambiar lo que le depara el futuro, yo sí.

Llegó la hora de despedirse, recuerdo que la abrecé, tan fuerte que sentí miedo por hacerle daño. La abracé no solo con mis brazos, también con mi alma.

Mientras sostenía su cuerpo entre mis brazos me di cuenta que, sin ser consciente de ello, esa niña acababa de abrirme los ojos, se cayó mi venda y su fragilidad me devolvió la fuerza. No volvería a dormir con miedo, jamás permitiría más calumnias ni humillaciones. Le juré en silencio que volvería a coger las riendas de mi vida. Se lo debo.

Te lo debo…

Fue imposible volver a España sin haber aprendido, sin haber cambiado.

Gracias pequeña Eiva, mi luz en el desierto.

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