“Antes de mi partida quiero que escuches esto, no sé si me arrepentiré de todos modos ya no importa” Terminó de escribir e inmediatamente copió y pegó el link de la canción. Envió el mensaje. Pronto se cumplirían cuatro meses desde la última vez que le escribió, aun así, los días parecían tan próximos… Marcos observó la imagen de Pablo Milanés y el título de la melodía: “El breve espacio en que no estás”; y por un momento se preguntó si realmente esa era la canción que debía enviar. Permaneció en silencio contemplando la pantalla del móvil sin una idea clara, luego desvió los ojos hacia el arma que reposaba en el colchón.

Sintió deseos de agregar una segunda pieza y repitió el proceso de copiado y pegado; la pantalla volvió a mostrar el rostro del autor y el nombre de la composición: «Camila – De qué me sirve la vida». Presionó el icono de enviar y divisó el proceso: el tic de salida exitosa, luego el de arribo y el color azul de lectura completa de ambos mensajes; mientras, en la parte superior izquierda, el teléfono anunciaba: “escribiendo…” Pero no llegó absolutamente nada.

Los segundos se ampliaban de forma fatigosa e inclemente, Marcos volvió a divisar el arma; la agarró, chequeó nuevamente si estaba cargada y activó la pantalla del celular: nada aún. Lo había intentado, cada día, desde la separación definitiva, había tratado que llenar aquel espacio de ausencia que no era breve, sino inconmensurable; pero no lo había logrado, todos los días el reloj le carcomía el cuerpo y el espíritu.

Había recurrido a cada una de esas cosas que suelen realizarse en casos similares: mujeres, sexo, alcohol, y hasta drogas; sin embargo, solo había conseguido un aislamiento total que lo sepultaba en un abandono triste, sucio y doloroso. Se levantó del colchón, después de caminar por encima de la ropa sucia que decoraba el piso de la habitación, de la basura de la sala y de sus propios restos, llegó a la cocina. Aún le quedaban rastros de la intoxicación de anoche o de la madrugada, no sabía en qué instante la droga o el alcohol lo habían nublado.

Abrió la nevera y extrajo la última botella de ron blanco que le quedaba. Al cerrar el refrigerador, descubrió la foto pequeña que tenía pegada en la puerta, la revisó con detenimiento y le brotaron varias lágrimas: en ella aparecían su madre y su ahora ex concubina, ambas sonrientes. No obstante, ahora no estaban ninguna de las dos.

La fallecimiento de Carla, su madre y único familiar en más de mil kilómetros a la redonda, había sido un golpe muy fuerte, tanto que lo tiró al suelo, pero ella supo levantarlo y convertirse en su nuevo centro, uno que ahora no estaba y él… Caminó de regreso a la habitación. El apartamento materno se hacía pequeño en medio del desorden, pero inmenso ante el vacío y el cuerpo exiguo de Marcos. En tan solo seis meses, el lugar había dejado de ser lo que era, hacía tanta falta Carla… Activó la pantalla del equipo y leyó el mensaje:

Quién eres?

La interrogante lo atravesó una y otra vez por el intercostal izquierdo sin encontrar oposición alguna. Buscó la foto del perfil y la herida se hizo más amplia e infinitamente profunda: ella sonreía al lado de otro sujeto que la besaba en la comisura de los labios mientras buscaba el lente de la cámara con la mirada. Todo explicaba la pregunta del mensaje.

Dos años, la relación había durado más de dos años; y a pesar de eso, ella lo había borrado todo en cuatro meses, en cuatro largos y malditos meses. “Eres una zorra desde cuándo estabas con él” escribió y en un instante desapareció la mitad de la botella. Agarró el arma y se la colocó en la sien derecha mientras sollozaba y divisaba el dispositivo; cerró los ojos, inhaló hondo y… Llegó un mensaje de voz:

“¿Quién te has creído tú para ofenderme? Mario sí es un hombre de verdad verdad, no un pusilánime bueno para nada como tú”.

Las palabras llegaron allí, a esa sección tan lacerada que ya casi no reaccionaba a los embates, pero que, sin embargo, ella aún sabía cómo estremecer. Volvió a reproducir el audio y puso en duda su decisión ¿Se mataría él o la mataría a ella? No lo había pensado, aunque ahora… Tomó un trago largo. El segundo mensaje llegó antes de que Marcos retirara la botella de su boca:

“Déjame en paz o te denuncio a la policía”.

Algo en su interior se tornaba ocre, indefinido. Marcos recordó las palabras del rompimiento y lo ocre se iba oscureciendo poco a poco. Él la había buscado, le había suplicado una y otra vez en su trabajo, en su casa, en la calle…, que lo reconsiderara, que él cambiaría y todo sería diferente; no obstante, la única respuesta que obtuvo fue una orden de alejamiento perenne. Sí, ahora lo recordaba.

“Lo siento, nunca quise golpearte” grabó y envió.

Ella leyó el mensaje apenas lo recibió, o al menos eso declaraban los tics.

“No me importa. Adiós”.

Marcos se secó las lágrimas y comenzó a escribir; pero al notar que ella se había desconectado, guardó el celular en uno de los bolsillos de su pantalón, escondió el arma en la parte baja de su espalda y salió de la casa con la botella de licor en las manos. Recordaba claramente el camino hacia la casa de ella; a paso ligero, tardaría poco más de media hora en llegar.

A medida que la distancia se acortaba, Marcos iba recordando algunas de las escenas de su vida con ella y el sentimiento de odio se incrementaba lentamente; en cada uno de los cuadros rastreó hastío y desprecio por parte de ella, incluso llegó a verla riéndose de él. Terminó la botella una cuadra antes de llegar a la casa, pero ya no importaba. Buscó en todos los bolsillos del pantalón la última dosis de perico que pensaba debía quedarle, sin embargo no la halló, ya se lo había consumido todo.

Desde la calle, la observó durante algunos segundos por la ventana de la sala. Esperaría, eran cerca de las diez de la mañana y seguramente en cualquier momento ella tendría que salir para ir a dar su clase de Lengua y Literatura en la institución de siempre. Sacó el celular y revisó la conexión: ella aún continuaba desconectada.

Se alejó de la casa y se sentó en la acera de la esquina contigua a esperar que ella saliera. Ya lo había decidido, primero sería ella y luego él. Si no podía ser en esta vida, quizá sí en la otra. O era él o nadie más. Volvió a revisarse los bolsillos; le hacía falta una dosis, algo que le calmara la ansiedad e hiciera menos incierta la espera. Se levantó, seguramente en algún lugar cercano vendían licor, solo tenía que buscarlo.

Su primer paso coincidió con la llegada de ella a la esquina. Ella se asustó al descubrir a ese sujeto de barba de tres o cuatro meses, con ojeras y cabello alborotado; no obstante, no lo reconoció y avanzó.

Susana. Dijo él.

Ella logró identificar la voz etílica y giró la cabeza. Trató de ocultar la sorpresa y el miedo pero le fue imposible.

Hablemos.

Tú y yo no tenemos nada de qué hablar. Vete, si no quieres que llame a la policía.

¿Qué hice mal?

Todo.

Ella reinició la marcha apenas terminó de hablar, buscaba a su alrededor a alguien con quien pudiera creerse a salvo, o pedirle ayuda en caso de que fuera necesario. Marcos sintió que ya no había regreso, que ella lo estaba obligando. Sacó la pistola:

¡Susana!.

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