CUANDO SÓLO ERA POLVO

Relato del primer sedentario que vio el mundo

Deslomado por el viaje, puesto en aquel montón de bosques, de árboles peludos, me deslicé por entre las plantas que crecían desprolijas y tenues alrededor del lugar. Comprobé que no quedaba nadie y solo entonces me dejé de arrastrar para hacer lo que me era más cómodo, caminé, revolviendo a oscuras, sin desesperación ni ansiedad, alguna fruta tirada, una raíz, un gusano. Cuando me fue imposible distinguir los pies del pasto, manoteé dos piedras que froté hasta que ardieran en el lugar tibio que habían dejado antes de irse. Alimenté mi creación con las hojas secas que forraban algunas partes del terreno y tiré pedazos de ramas que sin otro fin una vez caídas, rechazadas, se limitaban a encender ese rincón que se me antojaba.

Me daba júbilo haberme apartado de los otros, que buscaban comida, insaciables, porfiados, día tras día. A mí sólo me interesaba estar quieto, lejos del cacique, fanfarrón de talones agrios, gruesos de mugre, pelo en pecho, haragán, oloroso.

Mirando el fuego, los imaginaba cada vez más cerca de su montaña de carne. Cuando de éste lado por fin sentí el olor a lluvia, la canción de los pájaros nocturnos que agradecen, los pude ver apagarse en mi fogata con las caras chorreantes de sangre, satisfechos y gordos. Después me adormecí entre las chircas, al abrigo del cansancio, en el hueco de un tronco, tapado con ramas de hojas negras, marrones, tibias.

Días después una sarna de libido me invadió para siempre en los peores momentos de trabajo, el sol pinchando, fustigando el cuerpo. Podía sentir, además del sudor bajando, molestando en la cara, en el rincón destinado a los ojos, un calor propio, muy íntimo, que me hacía pensar, a pesar de lo insípido, en la especie, en Antonia fregando, amamantando. Yo había encontrado un descampado raso, amarillo, de unos veinte metros de diámetro. Ahí, me dispuse a emparejar, a moldear la tierra, a tirar semillas, a ahuecar barro para dormir adentro. Ahí también empezó el dolor que no puede privarse de la ofensa, que el clima intensifica y que el trabajo enflaquece. Después, despreciando la inconsecuencia, deseé quedarme con aquel cuerpo parecido al mío, tan distinto, apartar los retoños de las tetas, calmar la comezón. Y aunque estarían ya lejos, no podía dejar de pensarlo, como si me hiciera trampa. Yo apoyaba la azada contra el muro, dejaba las piedras del camino, me tiraba en el río; entonces flotaba, fantaseaba el momento de mi ahogo, absurdo, cobarde; lo incitaba nadando de espaldas hacia la corriente que se pronunciaba, palmo a palmo, sin dejar de ser gran cosa. Pero pasada la acostumbrada ansiedad, dejaba crecer, prosperar y pudrirse, humeante, la quimera, el disparate posible, de Antonia en la choza del jefe, húmeda, expectante; después, fumando todavía, desnudo, planchado en el río, dibujaba con humo el afán no saciado de mucho antes del abandono, cuando todavía la Antonia del cuarto embarazo me rogaba, fingiendo el orgasmo, que me quedara con ella, con los cachorros meones.

Lo único que me restaba en el día era la pesca, la leña, el yermo arado, la crueldad de imaginar. Yo no podía dejar de acudir a consuelos, a tristes jornadas en el río, etcétera, aunque sin éxito duradero, rancio en la soledad que me había forjado, deseoso del malvivir anterior, furia contenida que los años imprimen en el hábito, vicio del convivir, del pleito gratis.

No quiero que se me confunda: pensaba en la descendencia porque no me quedaba más remedio. Eso podría haberse evitado de varias, desconocidas, maneras. Pero a mí me interesaba la miel, el antes, el después y el durante, que no dependía de las caras, ni de los cuerpos viejos o por venir. Uno a uno, todos entendieron el chiste, aunque no hubo ninguno lo suficientemente atrevido y nos conformábamos en la falsa inducción de las borracheras, en las visitas fortuitas que se consentían con miradas clandestinas, en puñales que había que dar y recibir con disimulo aprendido.

Wálter, que supo adular al gran guía, limpiarle las botas, menos viejo de lo que aparentaba aunque uno percibiera que le quedaba poca cuerda, decía que las personas mejor se entienden acompañadas, que la compañía es espejo de la herrumbre personal, la hediondez que uno se dispone a aceptar o tapar con arena estando solo. Eso de la arena es mentira: es muy tramposa y volátil, mientras que uno mismo no aparece con sus restos mugrientos, tan fácil, en poco tiempo. Por eso opino al revés de Wálter. Yo, en el espejo real de las lagunas, cada mañana, cuando todavía roncaba Antonia, calculaba el pasado en las muecas que la costumbre había fijado: era lo mismo, ni más sublime ni más viejo, sino el mismo tipo sin un pasado más lejano que lo explique.

Pero estas cosas no importan, y más conviene hurgar entre lo poco que me acuerdo y me consuela. No fui explícito al referirme a mi partida. A Antonia se le había contagiado la prepotencia de mi hablar, de mis gestos, la anécdota intransigente, la moda de estar sentada en silencio, los comentarios mordaces sobre el linaje de mis hijos. Creo que eso alcanza para explicarlo, pero iré todavía más lejos. Al día en que vivir sin gracia se me hizo insoportable, lo puedo recordar de varias formas. A una, le puse el maquillaje de las caminatas sin fin buscando al cerdo, al gran mamut. Puedo decir que no es tan cierto, que es gota caída, como lejos, en el malestar de los domingos. Ese día señala otra cosa. Comienza o continúa con una botella de vino que había escondido para tomar con Antonia. Los niños dormían; nos fuimos agazapados a donde los campos se juntaban hasta tocarse con las manchas que hacían al cielo. Repetimos el sexo sin saborearlo mutuamente y, con insulso pesar, lejana a ambiciones, a esfuerzos que valieran la pena, la mujer se durmió en los pastos. Recuerdo que en algún momento de la velada, Antonia, por cierta habilidad de la convivencia, entendió; la quijada de mona buena se le deshizo en una tristeza convincente. Y sin embargo, al dormir, y también antes, no mostraba ni la infinita pasión ni nada.

En la noche me tomé el tiempo de procurarme el foso cubierto de ramas del que salí al principio. Ahí me quedé, sin pesar, sin sentir pena. Esta es también una forma de referirme, sospecho, al vapor de aquella ultima jornada en que fui pleno cuando las voces, amanecidas, molestas, se disponían a irse sin haberme encontrado.

Voy contar el último pedazo y seré breve. Antes que nada, quiero volver a aclarar que a mí, lo que diga Wálter, aunque no lo parezca, no me importa. Se trata de otra cosa que tiene que ver conmigo, con motivos de humilde urgencia y postiza instrucción, que cualquiera puede desechar como a un boleto. La situación en que llegó no amerita recuerdos. Cuando la miopía me permitió entender de lo que se trataba pude idear la trampa que a todos nos gusta. No pensé en el mañana; alejé el arcoíris; esperé a que fuera la primera en hablar, en pedir agua. Cabe destacar que le puse Antonia.

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