La codicia del ángel

La codicia del ángel

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Alicante; junio 2017

Valentina, deseo que no olvides nunca.

Te escribo solo por eso. Esta es una experiencia nueva para mí. Como bien sabes, se me da mejor vender propiedades, hablar con la gente y ejercitar algunas habilidades que tú ya conoces y que no vienen a cuento. Pero tengo que intentarlo. A pesar de mi ineptitud, he decidido relatar todo lo sucedido durante aquellas semanas que compartimos para evitar, dentro de lo posible, la repetición de algunos errores que me amargaron la vida. También hay otras razones, por supuesto, pero, como buen animal mediterráneo, me gusta mantener cierto misterio.

Comienzo mi relato desde el mismo viernes en que tú y yo nos conocimos. Fue hace un año ¿recuerdas? En el ambiente ya flotaba ese increíble clima de fiesta que, en Alicante, suele preceder a las Hogueras de San Juan. En la calle, el calor era sofocante. Contra la cristalera que conforma una de las paredes de mi despacho se reflejaba el movimiento de la gente que circulaba por Alfonso X el Sabio como anticipo del fin de semana.

Aquella tarde, estuve a punto de iniciar un lío con mi secretaria. Esto te sonará inconcebible, claro, por lo que hemos comentado muchas veces. Tú conocías la norma de oro de mi padre: «donde se come no se caga, hijo». Esto me lo decía con frecuencia y yo respetaba esa máxima a rajatabla, pero…

Debes recordar a la chica, se llamaba Olga y era amiga íntima de tu novia. Sí, de Cleo. Sé que te extrañará que lo suelte así, a bocajarro, pero resulta que no hemos tenido oportunidad de comentarlo como es debido. De haberlo hecho, habríamos acabado nuestra relación sin cuentas pendientes ni rencores. A mí, a los cincuenta años, ya no había nada que me resultara extraño o que me pareciera inapropiado, pero convendrás conmigo que no es plato de buen gusto eso de que nos alternaras, a ella y a mí, como a la carne y el pescado.

Como te decía, casi me lío con ella. Te lo cuento en pocas palabras: resulta que Olga, tras haber estado varias horas en la notaría, volvió a su mesa de trabajo sin saber que yo había regresado a la agencia. Los viernes, era habitual que no volviese. Pero ese día necesitaba completar los estudios de la operación de Amadeo Quintanilla y regresé para encerrarme a trabajar. Di orden a los vendedores de que nadie me interrumpiese.

Tan preocupado estaba por aquel asunto que nada, ni siquiera los petardos que sonaban esporádicos al otro lado de la cristalera, lograba apartar mi vista de los planos catastrales. Supongo que Olga, al regresar de la calle, no preguntaría por mí. Sé que ella dedicaba la tarde de los viernes a reubicar los expedientes desordenados durante la semana. Nadie le dijo nada. Así que, al marcharse los demás, comenzó a moverse por la agencia con absoluta libertad.

Cuando entró en mi despacho, su sobresalto fue monumental. Se llevó un susto de muerte. Al verme, abrió la boca y todo cuanto llevaba en las manos se le escurrió al suelo desparramándose como una sábana hasta debajo de mi mesa. «¡¡¿Qué hace usted aquí?!! Chilló, ¿por dónde ha entrado?». Te aseguro que su reacción fue para filmarla. Me pareció tan infantil y deliciosa que solo atiné a contestarle en tono de broma: tenía la expresión de una chiquilla pillada en falta. Desde luego, no di ninguna importancia al hecho de que irrumpiese de aquella forma.

Le contesté con guasa: «Por la puerta, por supuesto; ¿dónde estaba usted?» «¡No me he movido de mi sitio!, respondió muy seria. Creí que no volvería». «Pues alguno de los dos está confundido, dije». Yo me burlaba de su desconcierto, pero ella estaba preocupada de verdad, así que abandoné la broma y dejé mi mesa para acudir en su ayuda.

No tardó ni un minuto en recomponerse. Casi enseguida, mientras estábamos de cuclillas ante aquel caos, pareció recuperar sus maneras habituales porque comentó: «Por favor, don Enrique, disculpe el estropicio. Nadie se molestó en decirme que usted estaba en la agencia». Yo la entendí y creo que le dije: «Me lo imagino, Olga, no se preocupe…». Y eso fue todo. Sin mucho más que comentar, abandonamos el tema, y permanecimos en silencio moviéndonos por el suelo. Estábamos acuclillados y muy próximos.

Aquella situación de extraña camaradería o de complicidad o de como quieras que se llame no pudo menos que inspirarme algunas ideas peregrinas que me apresuré en desechar. Aunque te cueste creerlo, no quería complicaciones. Creo que te consta que soy capaz de hacer muchas más cosas aparte de ganar dinero, pero preferí ser prudente. Aún así, debió adivinar mis reflexiones porque noté que se le aceleraba la respiración. Fingí no darme cuenta.

Cuando nos incorporamos, ella tenía las orejas enrojecidas. «Bueno, aquí no ha pasado nada», dije, esperando que con esto se distendiera el ambiente, pero no fue así. Algo seguía funcionando mal. El aire de la oficina se había enrarecido y mi propio arrebato estaba agazapado en algún rincón. Ella, no hizo comentarios; solo se apartó de mí. Y yo, en un alarde de ese autodominio que a ti tanto te molestaba en nuestra intimidad, volví a mi mesa.

Durante algunos minutos cada cual se dedicó a lo suyo. Todo habría continuado igual si un leve quejido no hubiese llamado mi atención. Entonces la miré. De espaldas a mi mesa, trataba de acomodar las carpetas en lo más alto de una estantería y era evidente que no lo conseguiría. De puntillas, con los gemelos tensos por el esfuerzo, balanceaba con peligro las carpetas por encima de su cabeza.

«¿Necesita ayuda?», le pregunté, y ella dijo: «¡Síiii!, por favor». Sin dudarlo, me acerqué por detrás y sujeté los legajos. ¿Qué otra cosa podía hacer? Mi estatura la superaba con creces, así que no llegué a rozarla, pero ya digo que aquella era una situación especial: el aroma de su pelo justo debajo de mi cara, el calor de su cuerpo tan próximo al mío, su respiración alterada […]

2016

Enrique Alarcón

Son las diez y cuarto de la noche.

Desde el puerto, sube una brisa ligera que trae olor a brea y a salitre. Numerosos turistas deambulan por las proximidades de El barrio donde grupos de jóvenes «de todas las edades», van tomando posiciones en la barra de los bares. El aire parece anticipar un largo fin de semana. Enrique Alarcón sale de su despacho en la avenida de Alfonso X El Sabio y encara la rambla de Méndez Núñez en dirección al mar.

Aún es pronto para meterse en casa.

Ha olvidado ya el incidente con Olga, pero recuerda que lo esperan en el Nic. Como todos los viernes, en el pub de la calle Castaños han de estar sus amigos con un whisky en la mano, pendientes de su llegada. Pero no piensa acudir: la operación de Amadeo Quintanilla lo tiene muy preocupado y prefiere mantener la mente lúcida. Camina con una mano en el bolsillo. Es fácil reconocerlo: paso elástico, espaldas anchas, cintura estrecha; pelo negro, crespo, blanqueado en las sienes; ojos grises burlones y un metro noventa de estatura. No puede pasar inadvertido. Viste pantalones beige, polo marrón oscuro y náuticos de cuero crudo hechos a mano.

Al llegar al cruce con la calle San Fernando se detiene.

La incansable puerta giratoria del hotel Gran Sol rueda a sus espaldas. Al frente tiene lo de siempre: una formidable masa humana que deambula ociosa por La Explanada. La multitud no le atrae. A su casa, se llega por la transversal. A pocos metros de la esquina, muy iluminada, distingue la galería de arte de Josefina Martelli que está de inauguración. Ya no tiene más opciones.

De forma casi mecánica, mira el reloj.

Sabe que pasar por la exposición de la italiana no es solo una alternativa sino un ineludible compromiso. Sucederá lo de siempre: Josefina le endosará uno o dos cuadros firmados por don quien-sea que le costarán quinientos euros. El argumento también será el de costumbre: «Es un artista que promete, caro, y si no le hacemos propaganda, nunca se hará famoso, capisci?». Además, lo obligará a colgarlos en la inmobiliaria. Con todo lo que le ha comprado a lo largo de estos años podría montar su propia exposición. Su relación con la galerista tiene más de veinticinco años. Han sido amantes, compañeros de aventuras, confidentes, cómplices en alguna trapisonda que ambos prefieren olvidar y hasta socios en la financiación desastrosa de algún artista prometedor: toda una vida. Hoy los une una amistad sólida y sincera.

Vuelve a mirar el reloj y se decide.

La entrada de la galería no está lejos. La luz que brota por la doble puerta, abierta de par en par, indica que el evento está en todo su apogeo. A cada lado de la entrada, un par de atractivas jovencitas de ojos inmensos y bellas piernas desnudas reparten folletos a los escasos transeúntes que se ponen a su alcance. En cuanto se acerca Enrique, ambas lo miran con descaro y él sonríe. Por la edad, podría ser el padre de cualquiera de las dos o de las dos a un tiempo si se diera el caso. El detalle no parece preocuparles. El agente inmobiliario les guiña un ojo y entra decidido en el local.

Hay más gente de la que esperaba.

Detenido en la puerta, echa una mirada circular y piensa que su amiga, a pesar de la edad, sigue siendo una luchadora que se atreve con todo. La crisis no ha logrado doblegarla. Piensa: hay que tener bemoles para mantener abierta una galería de arte con los tiempos que corren.

—¡¡Has venido, caro, sabía que no ibas a fallarme!!

—Hubiera sido la primera vez —contesta Enrique con una sonrisa franca—: en mi agenda estás marcada con rojo.

—¿Estás solo?, me alegro; tengo una sorpresa para ti. —Enrique suelta una carcajada. Acaba de entrar y ya quiere enredarlo.

—¿De qué se trata? Espero que no sea demasiado joven esta vez, ya sabes que se me pasó la edad de cambiar pañales.

Las chicas de la entrada saben que va por ellas y se ríen.

La galerista, sin hacerles caso, lo empuja con suavidad hacia el interior. Es una mujer: enjuta, menuda, de grandes ojos azules que apenas si le supera el codo; parece extravagante y bohemia; tiene el pelo blanco, largo, estirado y atado en la nuca. Irradia simpatía. Enrique se deja guiar sin abandonar la sonrisa.

—Estoy segura de que ésta, te va a gustar.

—¿Es la autora de los cuadros?

—¡¡No!! ¡Esa es Zulema, pero a ti no te interesa!

La reacción de la amiga lo sorprende un poco. Tiene la sensación de haber pisado terreno resbaladizo.

—¿Cuál es entonces? —pregunta.

Quella, ti piace?

El sarmentoso dedo de la mujer señala hacia el fondo de la sala donde una joven alta, sensual y elegante observa una pintura que cuelga de la pared. Desde donde se encuentran, pueden observarla con detenimiento. ¡Claro que le gusta!, tiene un aire a Keira Knightley: el mismo cuello largo, el mismo corte de cara, la misma boca… No alcanza a verle los ojos. Lleva una melena corta, rubia, lisa, con las puntas de adelante algo más largas y peinadas para adentro. Un corte bien elegido, piensa, le alarga la cara.

—¿Quién es?

—Bueno… en realidad no lo sé. La conocí esta noche un rato antes de que tú llegaras, pero ya sabes cómo soy… ahora somos íntimas —. La italiana habla en tono confidencial cubriéndose la boca con el dorso de la mano. Su mirada pícara no deja de observar a la desconocida. Parece muy satisfecha. Enrique se inclina para responder en el mismo tono:

—¿Nunca te dije que estás chiflada?

—Sí, muchas veces, pero ¿te gusta? Dice que vive en Campello en un piso prestado y que no conoce a nadie en la ciudad. Tú te dedicas a eso, ¿no?

—¡¿Me dedico a qué, Josefina?!

—Dime que le vas a dar un buen servicio.

—¡Decidido: tú estás loca!

La galerista se muestra radiante. Pocas veces la ha visto, Enrique, tan entusiasmada con su papel de alcahueta. Ella hace caso omiso a la opinión sobre su estado mental y lo empuja hacia la joven. Le toca un brazo.

—¡Hola, querida! Este es el hombre del que te hablé, ¿recuerdas?

La joven se vuelve con expresión de sorpresa.

Por el gesto, no parece recordar de qué se trata o disimula muy bien. Tiene los ojos marrones, neutros, corteses. Primero, observa a Josefina y luego, dudosa, ambigua, mira a Enrique a los ojos. Su gesto es distante. Con exquisita educación, le tiende la diestra a modo de saludo. Apenas sonríe. Si esto es ser íntimas, piensa Enrique, que venga Dios y lo vea.

Le calcula treinta y cinco años; algo más que de lejos.

Él tampoco sonríe. Los ojos se le han empequeñecido hasta formar dos rendijas desde las que espía las reacciones de la mujer. Se siente en su terreno. Un terreno en el que las miradas y los gestos son capaces de expresar todo lo que las palabras confunden y embarullan. Se estrechan la mano.

—Soy Enrique Alarcón.

—Y yo Valentina Leonard.

Al agente le gusta la forma de presentarse y también su manera de apretar la mano: pone energía. Odia las presentaciones cuando lo que depositan entre sus dedos es una especie de pescado muerto que lo desconcentra. ¡Una mujer interesante!

—¿Eres el que alquila pisos?

La pregunta sorprende a Enrique que cree advertir cierto desdén.

—En efecto, soy el que alquila pisos. Y tú, ¿a qué te dedicas?

—Soy diseñadora; diseñadora de joyas.

—¡Vaya! Siempre tuve curiosidad por saber quién imagina semejantes maravillas. Aunque… veo que tú no llevas ninguna, es una pena: serías un estupendo reclamo. —Valentina lo mira un instante con precaución; luego sonríe.

—Sí, tienes razón, pero de tanto trabajar con ellas prefiero evitarlas. ¿Es extraño, verdad?

—¿De dónde eres?

—De Valladolid.

—¡Bonita ciudad! Hace algunos años que no paso por allí, pero tengo excelentes recuerdos de tu tierra. ¿Estás haciendo turismo?

—Más o menos. Quiero ver si en la costa hay mercado para mi trabajo.

—¿Eres amiga de Josefina?

Enrique advierte, recién ahora, que la italiana los ha dejado solos y que se encuentra de gran conversación en el otro extremo del local. Valentina desvía los ojos y responde sin mirarle.

—No, acabo de conocerla; me parece deliciosa.

—Y lo es, te lo aseguro. Yo la quiero mucho.

—Sí, me lo dijo. Ella también te aprecia.

—Y tú ¿qué haces aquí? No es normal que, un viernes por la noche, alguien como tú se entretenga en una galería de arte.

—Entré por casualidad: vi la gente y me dejé tentar. ¿Conoces al pintor?

—No, pero no me preocupa saber quién es sino cuánto me va a costar. Josefina es una gran madrina ¿sabes? Cuando acabe la exposición me convencerá de que es excepcional y acabaré llevándome un par de cuadros por sus narices. —La cara de resignación de Enrique hace reír a Valentina… Su risa es franca y espontánea.

—Con este no te vas a arrepentir, es muy bueno.

—Eso parece. Según Josefina, es una mujer y se llama Zulema… Aunque, te repito, no es lo que más me interesa. Tendré que enterarme de muchas otras cosas antes de pagar.

El tono del diálogo es superficial. Valentina, sin embargo, al oír el nombre de la artista se vuelve sobresaltada y cambia la expresión de la cara. Enrique lo advierte de inmediato.

—¿Qué sucede?

—Nada, no te preocupes. —La respuesta es rápida y poco convincente—. Acabo de recordar algo y necesito marcharme. Tendrás que perdonarme. Por favor, despídeme de Josefina.

—Por supuesto. —Enrique no pierde la calma— ¿Volveremos a vernos?

—¡Sí, claro! Dame tu teléfono; yo te llamaré…

Y sin más explicaciones, mientras él le tiende una tarjeta de la inmobiliaria, ella, con el paso rápido de quien necesita alejarse de un peligro inminente, se dirige a la salida y desaparece, entre los coches, en dirección a las profusas luces de la Rambla.

La chica de la oficina

Las puertas del autobús se abren con un chasquido.

Aún es de día. El sol rasante colorea las últimas plantas de los edificios que proyectan sombras netas y alargadas. Las calles están casi desiertas. El calor reverbera sobre el techo de los coches aparcados mientras algunas nubes difusas rompen la lisura del cielo que comienza a oscurecer por el lado de levante.

Olga Fernández desciende del vehículo.

Tiene la mirada perdida. Los gestos y los movimientos que realiza parecen impensados. Nada distrae su atención. Llega al barrio donde vive en las afueras, después de acomodar su mesa, de apagar las luces de la agencia inmobiliaria y de viajar durante más de media hora, ensimismada, sin poner en orden las ideas.

En la pequeña parada hay cierta algarabía.

A un costado de la acera, un grupo de chicas y muchachos habla a gritos. Parecen sobreexcitados. Son jóvenes de la barriada que se disponen a bajar al centro. Olga ni siquiera los mira. Con paso rápido se aleja en dirección contraria hacia la primera esquina. Su casa está cerca. Como una pesadilla, lleva impreso en la mente el encuentro reciente con su jefe.

Debe recorrer una centena de metros.

Camina de prisa. Sumergida aún en la tibia media luz de la oficina, cruza la calle y dobla la esquina sin mirar atrás. Se muerde los labios. El hombre para el que trabaja ha disparado todas las alarmas. Se siente desconcertada. En su ánimo persiste la impresión de las carpetas escurriéndose entre sus dedos por encima de su cabeza, balanceándose, inestables, y a punto de caerle encima.

Siente un nudo en la boca del estómago.

Recuerda su impotencia, la incertidumbre sobre lo que ocurre a sus espaldas, sus piernas trabadas con los muslos abiertos y el trasero remarcado por la falda de tubo incrustada en los pliegues de su carne. Revive la sensación de ser vulnerable. Resucita el soez comentario de Florencio golpeando su cerebro: «te meterá mano cuando menos te lo esperes, te tirará sobre la mesa y te quitará esos aires de princesa para el resto de tu vida». Oye su gemido involuntario y la respuesta de Enrique que llega de inmediato: « ¿Necesita ayuda?», « ¡Siiii, por favor!…».

El sol desaparece definitivamente.

Al fondo de la calle, cruza un tranvía de la línea dos. Es un destello blanco y momentáneo. El convoy se dirige a San Vicente del Raspeig, un municipio vecino donde vive su amiga Cleo. En un acto reflejo, saca el teléfono móvil. Hoy, la necesita más que nunca: quiere hablar; discutir por cosas intrascendentes… Escribe un mensaje breve.

Sortea unos pequeños charcos en la acera.

Virgen del Remedio es una barriada humilde. Posee largos edificios anodinos con balcones corridos y monótonos toldos verdes. En las barandillas suele haber ropa tendida. Tiene alféizares con macetas y plantas y ventanas con equipos de aire acondicionado que cuelgan hacia el exterior. Todo gotea.

Cleo no tarda en contestar: «OK, paso a por ti – 10:30».

Olga guarda el teléfono. Dobla por una calle estrecha. A mitad del recorrido, dos contenedores de basura rellenos hasta los topes señalan la entrada de su casa. Ahora, oscurece de prisa. Camina a lo largo de una planta baja jalonada de puertas y ventanas enrejadas. Entra en el edificio y sube a la tercera planta. Vive sola. En su pequeño piso se arrebuja el calor. Cierra la puerta y, al límite de su angustia, se derrumba sobre un sillón y rompe a llorar.

En la calle comienzan a encenderse las farolas.

De los grandes ojos negros, las lágrimas brotan suavemente. La desazón la obliga a inhalar profundas bocanadas de aire como si le faltase para respirar. No sabe por qué está tan desolada. Le tiemblan los labios. Un viejo aparador de tres lunas le devuelve su imagen triplicada. Cuando se desahoga comienza a desvestirse. Debe ducharse antes de que llegue Cleo. Se endereza. Se quita la camiseta húmeda y la falda de tubo. Entra en el baño. Ante un espejo que le devuelve la imagen de sus pechos firmes y contundentes, se quita el sujetador.

Un impertinente alter ego asoma la nariz.

Olga sonríe por primera vez. Así tendría que trabajar yo: en pelota picada: estaría mucho más cómoda y esos capullos de mierda no perderían el tiempo tratando de desnudarme con los ojos. Se quita el tanga y abre el grifo de la ducha. La lluvia tamborilea contra las flores de la cortina de plástico. El aire se arremolina a su alrededor. Un refrescante sonido se escurre por la puerta abierta y la casa parece salir de su letargo. Olga se introduce bajo el agua. Cierra los ojos.

No cree que don Enrique sea un sinvergüenza.

Hoy he sido yo la que ha reaccionado como una estúpida pueblerina. Se arrepiente de haber llamado a Cleo. Cuando le cuente que huyó despavorida tendrá que soportar su cantilena sobre los putos tíos y sobre esa mierda de machismo hispano que parece dominarlos a todas horas como una enfermedad. No, no le importa: hoy la necesita. Esta noche se siente incapaz de quedarse sola, de afrontar la rutina, de poner la lavadora o de prepararse una cena decente sin ceder a la tentación de tirarse por la maldita ventana del salón. Tiene que darse prisa.

Son las diez y cuarto de la noche.

.

En ese mismo instante, en un chaflán profusamente concurrido de Alfonso X el Sabio, Enrique Alarcón cierra con llave la puerta de la agencia inmobiliaria, que ella se ha dejado abierta, para encarar la cuesta de la rambla Méndez Núñez en dirección al mar.

—¡El puto carburador, chica! Algo me está fallando en este trasto —dice Cleo en cuanto Olga abre la puerta para subir al coche—. ¡Una pasta, cariño! ¡Esta mierda de coche me va a costar una pasta!

Ella no responde.

Cuando se trata de Cleo, la mejor respuesta es el silencio. La conoce de toda la vida. Es una mujer autocomplaciente que habla para sí misma. Delgada como una flauta travesera, es despierta y vivaz. Tiene un rostro aniñado copiosamente salpicado de pecas mezcla de niña traviesa y femme fatale. Posee unos impresionantes ojos verdes: ojos grandes e hipnóticos que leen los pensamientos. Es casi imposible sostenerle la mirada. La apodan «ojos de gata». Olga quiere contarle todo de inmediato, pero debe esperar. Es necesario que acabe de renegar contra aquel viejo Renault verde que, diga lo que diga, parece fabricado a su medida…

—¡Venga, chica, alegra esa cara y suéltalo ya! ¿Qué te ha pasado?

—¡Nada! —dice Olga sorprendida en mitad de su reflexión— Bueno, sí, pero… ¿tanto se me nota?

—¡Como si no te conociera! ¿Te han echado una bronca?

—¡No, no se trata de eso! Es otra cosa…, algo que ha pasado con mi jefe… —Aún no han salido de la barriada cuando Cleo ya se encuentra al corriente. La angustia de Olga se le refleja en la voz. Teme las conclusiones de Enrique—. Pensará que soy una mojigata…

—Y a ti, ¿qué más te da?

—¿Cómo que más me da? ¿Tú sabes lo que es eso? Para él tiene que ser un palo pensar que me hago la estrecha.

—¡Qué va! Estos cabrones te ponen en aprietos para probarte. A lo mejor lo hizo adrede porque va a por ti; tendrías que haber esperado para ver qué hacía…

—¡Ya estamos! ¡Eso es lo que diría el asqueroso de Florencio!, pero no lo creo… él no lo necesita.

—Y tú ¿qué sabes?

—¡Lo sé! A mí me mira como si fuera su hija…

—¿Tiene una hija?

—¡¡Y yo qué sé, Cleo!! ¡Es una forma de hablar!

La airada contestación alerta a la pecosa. Frunce el ceño. De pronto, se concentra en el tráfico. Olga guarda silencio. Cuando Cleo regresa tiene una expresión extraña en la mirada. Los ojos de gata brillan de un modo especial. En sus pupilas parecen fundirse una gran preocupación y unas tremendas ganas de reír.

—¡Oye! —dice al fin—¿Sabes lo que me parece?

—No, ¿qué?

—¡¡Que a ti te hace tilín tu dichoso don Enrique!!

Un viejo, viejo amigo.

El aroma de un room spray le da de lleno en la cara.

Florencio Fermonsel es un viejo colaborador de Enrique Alarcón. Entra en un piso de alquiler y enciende la luz del recibidor. Todo parece estar en orden. Las persianas entreabiertas del salón dejan pasar cierta claridad del exterior. La penumbra perfila la silueta de los muebles. Prefiere no encender más luces.

Se dirige a la cocina y sale al lavadero.

Su prominente barriga parece llenar el reducido espacio. Pretende fumar un cigarrillo antes de que lleguen los clientes. Busca el mechero. Mientras lo encuentra echa una mirada circular al patio. Busca indicios de vida. Nada se mueve. Solo percibe voces lejanas y un sonido de cacharros de cocina que se golpean entre sí. Tuerce una sonrisa. El patio de luces es un espacio inhóspito y vacío limitado por paredes grises. Solo hay ropa tendida. Le interesa saber si algún vecino asoma la nariz.

Florencio Fermonsel fantasea con un robo.

Sobre las paredes exteriores hay tuberías, vierteaguas de piedra artificial y tendederos repletos. Las ventanas carecen de rejas. Tiene mucha imaginación. Mentalmente, traza complicados recorridos para colarse en los pisos. Son objetivos fáciles. Las puertas blindadas y las complicadas cerraduras con llaves de paleta se reservan para proteger el exterior. El corazón del edificio es vulnerable.

En el patio de luces la oscuridad crece rápidamente.

Podría moverse con total impunidad. La vivienda de su jefe se encuentra dos plantas más arriba. Es su verdadero objetivo. Enrique Alarcón acumula mucho más dinero del que se atreve a imaginar. Es una certeza. No en vano él había sido amigo íntimo de su padre hasta el día del accidente que se lo llevó por delante.

Exhala hacia el exterior una bocanada de humo blanco.

Durante años, detalles y palabras sueltas entre tragos de cerveza, le permiten aventurar que está en lo cierto. Fueron viejos compinches. Salvador Alarcón guardaba dinero en casa. Muchas veces se repartieron el fruto de algún trapicheo con comisiones escamoteadas a Hacienda. Sería el robo perfecto: un ladrón que roba a otro ladrón.

Da otra larga calada al cigarrillo.

Sin moverse del sitio, imagina unos pies ligeros que se encaraman al peto de la terracita, unas manos aferradas al sumidero, un pie que se afianza en una grapa y un rápido ascenso que acaba dos plantas más arriba. Enrique sigue la misma escuela de su padre. Florencio es capaz de aventurar hasta el sitio del escondite. Su plan es fácil de ejecutar. Es una lástima que tenga ya sesenta y nueve años…

Inesperado, suena el timbre de la calle.

—¿Señor Florencio? —Dice una voz desconocida por el portero automático.

—Sí, suba por favor, es en la segunda planta.

Es el cliente que espera. Florencio apaga el cigarrillo en la pila de la cocina y hace correr el agua. Arroja la colilla al patio de luces sin importarle dónde cae. Deprisa, enciende todas las lámparas. Cuando abre la puerta, una pareja de mediana edad entra en el recibidor.

Un pequeño perro se le cuela entre las piernas.

Florencio se intranquiliza, pero no dice nada. El propietario del piso prohíbe, expresamente, las mascotas. Mantiene una sonrisa complaciente. Su voluminoso cuerpo se mueve con soltura entre los muebles cuando precede a los recién llegados para mostrarles las comodidades. Abre puertas y ventanas. El lujoso apartamento se abre a la Explanada. Los futuros inquilinos lo recorren extasiados haciendo comentarios de satisfacción.

Entretanto, el perro husmea a sus anchas.

—¿Piensan traerlo con ustedes? —pregunta Florencio.

—¡Por supuesto! —dice la mujer—¿hay algún problema?

—Pues… el propietario dice que no admite mascotas.

—¿Y eso? Mi cuky sabe comportarse.

—Yo no se lo discuto, señora, pero esas son las órdenes. Dice que dejan pelos por todas partes. —Las palabras de Florencio suenan con una prudente suavidad.

—Pero ustedes limpian ¿no?

—Por supuesto, señora, pero los pelos se esconden y, al final, acaban apareciendo por donde uno menos se lo espera —. Florencio trata de ser ocurrente para quitarle importancia al asunto. La mujer, contrariada, parece que no le encuentra la gracia: es la que paga. Ella cambia el gesto. De pronto, el piso ha dejado de ser maravilloso.

—Entonces tendremos que pensarlo un poco más—Ahora, la expresión de la mujer es altanera—, yo sin mi Cuky no voy a ninguna parte.

—Lo entiendo, señora… —La voz de Florencio pierde firmeza. Su comisión corre peligro. Entonces, providencial, interviene el hombre que, hasta el momento, se ha mantenido al margen del asunto:

—¿Y no puede arreglarse de algún modo?

—¿A qué se refiere? —pregunta Florencio.

—A pagar un plus, por ejemplo. Si aumentásemos un poco el precio de la semana podrían gratificar al personal de la limpieza para que se esmere. Nuestro Cuky es muy limpio. Nadie tendría por qué enterarse…—El hombre pone cara de inocente. Florencio lo mira con precaución. Tiene la sonrisa congelada.

—No lo sé —dice—. Los propietarios son amigos de mi jefe y él vive en esta misma finca. Yo me jugaría el tipo. Usted sabe que el personal de limpieza no es de fiar; se va de la boca…

—Y ¿no cree que por doscientos euros de propina serían discretos?

—No lo sé. Con trescientos tal vez, es gente que gana poco…

—De acuerdo, si usted cree que es posible, que sean trescientos. Los pagaremos el día de la entrada.

—Por supuesto…

Florencio no se queda satisfecho: podría haber pedido más. El riesgo es grande, aunque, llegado el momento, lo negará todo. Enrique no se lo perdonaría. Pero trescientos euros son un buen pellizco. Vuelve a desbordar cordialidad. La pareja, entretanto, acaba de recorrer las habitaciones sin prestarle atención. A Florencio le importa un pito lo que piensen de él.

El perro se rasca sobre la alfombra del salón.

La pareja se marcha. Florencio cierra las ventanas, apaga las luces y se restriega las manos. Mentalmente se justifica. No es la primera vez que se lleva un extra. Se sabe todos los trucos de memoria. Ha terminado su cometido. Ahora solo tiene que esperar el día señalado para cobrar su dinero. Cierra el piso y baja en busca del coche.

Enciende otro cigarrillo.

Aún le queda un buen trecho para llegar a la playa. Como todos los viernes tiene cena en el chalet de su hija. Llegará tarde como siempre. Solo son veinte kilómetros por la costa. Media hora después, aparca junto al bordillo de un pequeño chalet en las playas de El Campello y baja pesadamente del vehículo.

Solo son las diez y cuarto de la noche.

2

[…] todo se confabuló contra mí en menos de lo que tardo en escribirlo. Olga era una empleada a la que veía cien veces al día. Estaba acostumbrado a hablar con ella, a verla ir y venir, a decirle lo que tenía que hacer o decir, pero hubiese sido incapaz de recordar si tenía los ojos negros o marrones o si se peinaba con coleta. A lo sumo podría haber hablado de su simpatía o, por supuesto, de su eficacia como secretaria. Por eso, la situación me resultó asombrosa. Lo que trato de explicarte es que, de pronto, me vi rodeando con los brazos a una mujer casi desconocida con un cuerpo de infarto en quien, de haber querido, hubiera podido provocar una imparable reacción en cadena. Era capaz de hacerlo. Olga, sin saberlo, me estaba poniendo a prueba.

Y digo «sin saberlo» porque hace unas pocas semanas me comentó lo que había pasado por su cabeza. Me alegré de no haber hecho nada. Yo conocía de sobra las cosas que se murmuraban sobre mí y, en aquel momento, no me pareció oportuno echar más leña al fuego. Así que lo dejé correr: volví la cara para apartarme de su pelo y puse las carpetas en su sitio. Ella, por su parte, en cuanto vio que todo quedaba bajo mi control, encogió la cabeza como una tortuga y se escurrió hacia abajo en busca de un hueco para escabullirse.

Todo esto, Valentina, solo duró unos segundos. A lo sumo un minuto. Y te lo explico en detalle porque imagino que Cleo también te lo habrá contado aunque haya sido a su manera. Es lógico que su relato fuera distinto: sé que conoció la versión en caliente y luego no tuvo interés en rectificar. Te quería en exclusiva. Por lo poco que pude averiguar, era muy posesiva y para que fueses suya por completo necesitaba predisponerte en mi contra.

Ahora me da lo mismo, ¿sabes? En realidad, ya no me importa que te lo creas o no, aunque me gusta poner las cosas en su sitio. Sería ideal que, cuando pienses en lo nuestro, saques algunas conclusiones. Olga se marchó corriendo de mi lado sin que pasase nada de nada. De hecho, lo hizo con tanta viveza que, cuando me asomé para ver qué mosca le había picado, ya había apagado las luces y se había marchado a casa.

No voy a mentirte diciendo que lo sucedido me dejó indiferente. Por esas fechas yo no tenía pareja y no me hubiese venido mal llevar a alguien a mi lado durante las fiestas, pero creo que me conformé enseguida: un rollo con mi secretaria me hubiese perjudicado. Sin embargo, el hecho de que una mujer como ella me dejara con dos palmos de narices y de cara a la pared no me sentó nada bien. Creo que mi amor propio siempre ha funcionado a la medida de mi estatura.

Afortunadamente, como ya dije, todo esto ocurrió al finalizar la tarde. A partir de entonces las casualidades dejaron de ser casualidades y empezaron a parecer movimientos preconcebidos del Destino. Fue como si supiese que esa noche iba a conocerte. Comencé a comportarme como no lo hago nunca: desistí de bajar al pub de Nic, cambié mi ruta de regreso a casa por un largo rodeo y decidí acudir a la inauguración de Josefina. Allí fue donde nos vimos por primera vez.

Y así comenzó todo: en el curso de unas pocas horas pasé, del remanso de unas aguas tranquilas a las turbulencias de un río que iba a colmar mis más ambiciosas expectativas. Lástima que tú también vivías un período incierto. Tu verdadera naturaleza aún estaba por despertar y fue necesario que salieras de tu pequeño pueblo para descubrir lo que, probablemente, ya intuías: […]


SINOPSIS

A Enrique Alarcón, un próspero y veterano agente inmobiliario que vive solo, le roban de su domicilio una pequeña fortuna en efectivo. La desaparición del dinero no puede ser denunciada a causa de su origen incierto. Tiene que ser una muerte violenta lo que provoca la intervención policial.

La gestación del robo, su enrevesada ejecución y la vida de los personajes se relata en tiempo real, coincidente con un apasionado romance que vive el protagonista con una joven vallisoletana «Valentina» que, a su vez, se entrega a otra mujer.

Un año después de los hechos ya rota la relación de la pareja, asumida la pérdida del dinero y esclarecido el crimen, Enrique escribe a Valentina un extenso recordatorio de lo sucedido. A lo largo del documento, el protagonista relata los hechos antes, durante y después de la ruptura hasta el verdadero desenlace de la obra. Enrique expone su propia versión de la historia adornándola con sus andanzas donjuanescas. El escrito, aunque pretende ser un relato desapasionado, es, en realidad, la justificación de una revancha desproporcionada.

El carácter de los personajes, sus intenciones y sus movimientos son conocidos desde el principio. La obra es el doble relato, en presente y en pasado, de unos hechos que pueden seguirse paso a paso. Las cartas siempre están, boca arriba y a la vista, sin embargo, y a pesar de lo evidente y del resultado de las investigaciones, nada parece acabar como está previsto.

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