El Maestro de Té

El Maestro de Té

Meri Palas

24/04/2018

1. UNA MANO EN LA BASURA

Era una mano, no había duda. Sobresalía del contenedor lo suficiente como para llamar la atención, pero sin grandes pretensiones. Colgaba con elegancia del lado derecho, como si se deslizase por el borde de una bañera para tomar aire mientras el resto del cuerpo disfrutaba de los placeres de las sales de baño. Salvo que no había agua, sino escombros, y su propietario no tenía pinta de estar disfrutando de sus vapores. Era una mano fuerte y proporcionada, de uñas bien recortadas, con una mancha de nicotina entre el índice y el corazón. Desde luego, a la vista del inspector Torres, no parecía la de un yonqui cualquiera.

La mano fue descubierta por el párroco de Santa María la Blanca el domingo 2 de octubre, sobre las siete, mientras daba su paseo matutino. O tal vez, pensó Torres, mientras aprovechaba para tirar la basura donde no debía. El contenedor llevaba una semana aparcado frente al número trece de la muy madrileña calle Maestro. Se instaló el lunes a las diez y diez, con permiso para almacenar escombros de obra mayor y residuos no aptos para el reciclaje, según licencia municipal concedida a los vecinos del quinto que estaban, literalmente, tirando la casa por la ventana.

Desde luego, la mano no estaba incluida en la lista de material desechable permitido. Colgaba directamente sobre el bordillo derecho de la calle Maestro, apenas a treinta metros de la parroquia y, según las conjeturas del inspector Torres, había llegado en algún momento entre las cuatro y las siete de la mañana del domingo. Cerca había una zona de marcha y los garitos cerraban sobre las tres. Hasta esa hora, la acera derecha de la calle Maestro solía estar petada de motos. Además, era una calle de un sólo carril en sentido ascendente, lo que descartaba a priori que un vehículo se hubiese parado para dejar la mano desde el otro lado. Por lo demás, el resto del cuerpo estaba más o menos escondido entre los escombros, lo que sin duda les llevaría algo de tiempo… salvo que lo hubiese hecho la mano por sí misma antes de descolgarse, pero no parecía probable. Por muy colocado que estuviese el tipo, ¿quién se tumba en un container y se cubre de escombros para pasar la mona?

–Vaya mierda, tío. –El forense le sacó de su ensimismamiento.

–Ya. ¿Cuándo vais a sacarlo?

–Te estábamos esperando.

El inspector Torres hizo un gesto con la cabeza y los agentes se encaramaron a la batea con varias bolsas de lona.

–No tiréis nada, echad toda la mierda que tenga encima en las bolsas –les gritó el inspector.

No tardaron mucho en despejarlo, el entierro había sido rápido, apenas unas bolsas de basura, cortinas rotas y varios cajones. Si se hubiesen molestado un poco más en ocultar el cuerpo, mañana estaría camino al punto limpio y aquí no ha pasado nada, my friend. La mano estaba unida de manera natural a un cuerpo humano. Era un tipo de unos treinta y tantos. Pelo corto oscuro. Ojos rasgados. Delgado pero fibroso. La ropa desaliñada. Cartera con tarjeta de débito y DNI a nombre de Leo Hoang, metrobús, un billete de veinte euros y otros dos en calderilla.

–Vaya, el tipo no estaba nada mal. Alguien se molestó incluso en cerrarle los ojos –comentó el forense–. Nos lo llevamos, Torres.

–Vale.

–Te paso los resultados de la autopsia por email.

–Venga, gracias.

Torres se quedó todavía un rato junto al contenedor, observando los alrededores. La asociación de marihuana estaba al otro lado de la calle y pasaba casi desapercibida. Un local anodino en un edificio anodino: fachada pintada de gris, chapa de reja, puerta de cristal… si no fuera por las cámaras de seguridad y porque el edificio pertenecía a suboficiales retirados del Ejército del Aire, no habría nada de qué preocuparse. De hecho, los fumetas no les habían dado demasiados quebraderos de cabeza. Alguna redada de vez en cuando para mantener las apariencias, porque los chavales se quedaban en la puerta esperando a que abriesen y los vecinos se asustaban de sus “pintas” de tiradillos. En fin, nada importante. Pero la mano jugaba en otra división.

Cruzó la calle y echó un vistazo a través de la puerta de cristal. La asociación sólo abría por las tardes, así que no había mucho que ver a las nueve de la mañana de un domingo. En la penumbra se distinguía una mesa con un portátil, un par de sofás destrozados a modo de sala de espera para los nuevos socios, y una puerta cerrada que daba acceso a las zonas comunes, lo que sería el fumadero, vaya.

Siguió caminando por su izquierda hasta situarse frente al contenedor. A su espalda, un escaparate lleno de teteras de barro indicaba que al otro lado había una tetería. Conocía esa tetería. Unos meses atrás habían estado por allí de paisano, haciéndose pasar por simples clientes, con la idea de averiguar si el viejo chino estaba relacionado de alguna forma con los fumetas. En plan proveedor, se entiende. Pero no encontraron nada interesante.

La tetería era un local pequeño de unos cincuenta metros cuadrados, con un enorme escaparate de vidrio transparente que ocupaba toda la pared de la calle. Al fondo a la derecha unos escalones llevaban al baño y al almacén, en el que un poli algo avispado podía colarse fácilmente mientras los otros entretenían al chino. La chapa de la puerta quedaba un poco baja cuando se recogía, agachó la cabeza instintivamente y entró. Olía a tierra húmeda. El suelo de viejas baldosas estaba desnivelado y, al pisar, algunas crujían levantándose por la esquina contraria. A la derecha, dos viejas mesas con sillas desparejadas. A la izquierda, una pared cubierta con estanterías llenas de paquetes de té, teteras y tazas diminutas. Delante, en una mesa alargada, estaba sentado el chino.

La silueta del viejo aparecía desdibujada por el vapor de agua. A su lado, una enorme tetera de barro burbujeaba sobre un camping gas que desprendía llamas azules. Sobre la mesa había una gran piedra negra, plana y ovalada, con una enorme espiral tallada que se cerraba sobre un pequeño orificio central. Sobre la piedra había distribuidos un sinfín de chismecitos para el té, convenientemente custodiados por un sapo de barro y un buda de jade. El viejo apagó el fuego y sujetó la pesada tetera mientras cerraba levemente los ojos. Luego le miró y le invitó a sentarse. Torres saludó con la cabeza y se sentó frente al anciano.

–Me alegra verle de nuevo, ¿le gusta té? –preguntó el chino mientras vertía el agua humeante sobre una pequeña tetera de barro.

–Soy más de café, jefe.

–Oh… entonces tiene que probar buen té.

El agua que rebosaba de la tetera fluía por la espiral hasta formar un remolino en el centro y desaparecer con un burbujeo. Torres pensó que aquello parecía una galaxia de vapor girando hasta diluirse en la oscuridad. ¿A dónde iría a parar ese agua? Seguramente la piedra tenía truco, estaría hueca por dentro y tendría algún tipo de recipiente donde se acumulaba el líquido. El efecto era hipnótico. El viejo se giró hacia la estantería y eligió sin prisa uno de los paquetes. Al abrirlo, un leve olor a humedad se mezcló con el vapor de agua del ambiente. Introdujo lo que parecía un trozo de bambú cortado por la mitad, y lo usó como cuchara para recoger un puñado de hojas oscuras. Sin más ceremonia, vació la pequeña tetera humeante, dejó caer dentro las hojas, cerró la tapa y la agitó con un golpe seco. Después se la tendió a Torres.

–Huela, huela –gesticuló el anciano.

Torres levantó la tapa diminuta y metió la nariz todo lo que pudo antes de apartarla de golpe. Olía a sótano cerrado.

–¿Quiere matarme, viejo?

El chino rió con ganas mientras recuperaba la teterita. Vertió agua hirviendo y la volcó inmediatamente en una jarrita de cristal transparente sobre la que había colocada una especie de filtro que parecía una calabaza pequeña. El líquido era oscuro y el vapor que desprendía olía a musgo. Sirvió desde la jarrita en un diminuto cuenco blanco.

–Beba, beba –insistió el viejo.

Torres miró el líquido con cierto reparo: parecía un café aguado. Cuando se decidió a beber, el vapor se le coló por la nariz aturdiéndolo levemente. Aquello sabía a bosque, y le recordó a su niñez.

Pu’er –dijo el viejo– té chino muy viejo, muy bueno. Le reconfortará, parece usted cansado.

Torres asintió mientras una especie de calor inundaba sus brazos y sus piernas. Aquel brebaje tenía algo de droga, vaya.

–Muy bueno, ¿lo vende usted? –preguntó Torres, mientras pensaba llevarse una muestra para que le echasen un vistazo en el laboratorio.

–Oh… no, no, este té no se vende, es sólo para compartir con amigos –sonrió el viejo mientras le servía una segunda taza.

Torres levantó el cuenco en señal de brindis y lo vació de un trago. Rechazó una tercera taza y se quedó un rato ensimismado mientras le venían a la memoria recuerdos de tardes de invierno infantiles: el olor a leña de la casa del pueblo de sus abuelos, el calor de una sopa humeante entre las manos… hasta que, de pronto, volvió al presente con la mente despierta y serena. Definitivamente, algo estaba mal con aquella cosa, pensó mientras bebía lentamente la cuarta taza de té.


2. LA FALSA NOVIA DEL MUERTO

Los rayos de sol que se filtraban por un estor de papel le despertaron de mala manera. Soñoliento, Torres abrió un ojo. Nada de lo que vio le resultó familiar: el techo era alto, y de la pared colgaban gruesas tiras de tela con trazos negros. Se pasó una mano por la cara mientras con la otra buscaba instintivamente el paquete de tabaco en la mesita de noche. Su mano se topó con una superficie áspera que le arañó los nudillos. Mierda, masculló mientras se lamía los dedos. Olía a trigo seco, y su saliva tenía un cierto regusto metálico. Sorprendido, se arrastró fuera del edredón para incorporarse sobre una estera de paja. Un tatami, eso era, recordó la palabra mientras alcanzaba los vaqueros y encendía un cigarro. Se apoyó contra la pared evitando las telas, y observó a su bella durmiente oriental mientras fumaba en silencio.

Había conocido a Yumi Masaka en el depósito de cadáveres el lunes 3 de octubre a las doce treinta. No había duda de que el muerto era Leo Hoang: drogado, residente en Madrid y estudiante de la “Complu” a punto de doctorarse en Historia del Arte, con matrícula y todo. La dirección que constaba en su documentación era también la casa de Masaka. Llevaba más de veinticuatro horas en el depósito cuando la localizaron. Según había declarado, el jueves 29 de septiembre le había entrado un pedido urgente para una tienda. Según la misma declaración, había pasado todo el fin de semana encerrada en su taller… sola. Y bien, ¿por qué un tipo así había acabado con una mano colgando de un contenedor de basura? La chica era bien bonita, como una muñeca de porcelana china. Tal vez el yonqui se sentía solo mientras su chica trabajaba y estaba ahogando sus penas en marihuana cuando le sorprendió la muerte en forma de contenedor, pensó Torres con sorna.

La coartada de la chica era un taller de alfarería en el número cinco de la calle Factor, cuestecita con vistas a la Almudena y pinos centenarios que se habían salvado de la poda municipal gracias a una asociación de vecinos. Un escaparate con tres o cuatro cuencos de formas estrafalarias eran su carta de presentación. A la vista del inspector Torres, parecía desangelado y con ese rollo minimalista tan en boga que consistía en usar grandes espacios para pocos chismes. El taller en sí era un viejo local alargado de techo alto, con la pared izquierda cubierta de tablas colgadas con hilos de acero donde se exhibía una variada colección de piezas. A la derecha, varios tornos: algunos eléctricos, otros manuales; y mesas de trabajo con bloques de arcilla, punzones, cuchillos y demás historias.

Cuando Torres entró en el taller, le sorprendió el fuerte olor a humedad que contaminaba el aire. El sitio estaba muy concurrido, parecían en mitad de algún tipo de curso alfarero. Yumi Masaka sonreía a diestro y siniestro con las manos manchadas de barro blanco. Se movía entre los tornos como un ninja, ajustando la velocidad de giro aquí, enderezando un cuenco allá, golpeando las bolas de barro de las mesas sin piedad. Realmente eficiente, como si en las últimas cuarenta y ocho horas no hubiese aparecido la mano de su chino favorito en el basurero de al lado. Vaya con la disciplina oriental, pensó Torres.

–Disculpe… –saludó asomando la cabeza por la puerta.

–Oh… acabamos de empezar, pero siéntese en esta mesa, enseguida estoy con usted –respondió la japonesita, confundiéndole con un alumno tardón.

Torres le siguió el juego: se sentó y esperó. Masaka terminó de machacar toda bola viviente en tres metros a la redonda, y volvió con su sonrisa rota.

–¡Bienvenido al taller de cuencos ramen! El favorito de los martes, ¿verdad? Vamos allá. ¿Ve esa bola de ahí? Lo primero es amasarla bien para que no queden irregularidades en el barro. Gambatte Kudasai!

Torres se quedó perplejo. ¿Ramen? ¿Qué era eso, algún tipo de técnica ancestral? Lo otro ni lo entendió. Aquella sí que era buena. Veremos hasta dónde me enfango con esta historia, pensó. Se quitó la chupa, se remangó la sudadera, y se puso manos a la obra.

El rollo de los cuencos tenía su gracia, le recordó su infancia, cuando sus padres le llevaban a Juvenalia: aquellos penosos intentos de meterle mano al barro para modelar un perro, una pistolita o cualquier otra cosa reconocible. Pero esto de aplastar y despacharse con una bola tenía su gracia. En el taller se oían risas y golpes a partes iguales. Se respiraba buen rollo. Había cuatro alumnos aplicados a los tornos y una señora mayor peleada con la mesa contigua a la suya. Estaba mezclando arcillas de diferentes colores para crear una masa informe.

–Buenos días –saludó la mujer–. ¿Es su primera vez? No le había visto en el grupo de los martes.

–Me acabo de apuntar –dijo Torres.

–Este grupo es ideal, lo pasamos muy bien, ya lo verá. Yumita es divina. Yo tengo una tienda de té en Legazpi y estos cuencos se venden como churros. ¿Se lo puede creer? Ayer precisamente entregué más de diez para un restaurante. No de los que hago yo, claro, para eso aún me queda. Se los encargo a Yumita, que hace maravillas. ¿Le gusta a usted la alfarería? Es una actividad muy bonita, le relaja mucho a uno, ¿verdad?

–Sí, muy bonita.

La mujer siguió parloteando sobre su recién descubierta afición y lo bien que se colocaba la alfarería japonesa en todo el maldito centro. Mientras respondía con algún que otro monosílabo, Torres se dedicó a observar a su sospechosa: tenía los ojos enrojecidos y el pelo negro sujeto con un palillo pringado de barro blanco. Pronto se percató de que estaba siendo observada, se volvió hacia él sonriendo maquinalmente, y se disculpó con el alumno de turno para acercarse hasta la mesa del inspector.

–Veamos esa masa: ya está casi lista. Rocío –añadió dirigiéndose a la cotorra–, Eduardo está terminando con el torno, ¿está ya lista para el modelado? ¿Qué color ha elegido?

–Sí, Yumita querida, ¿qué te parece? –dijo la mujer, levantándose para presumir de un horroroso cono marcado de dedos.

Yatta! –aprobó la alfarera–. Voy a ver qué tal va nuestro nuevo compañero, y enseguida voy para allá –añadió señalando con la cabeza en dirección a los tornos eléctricos.

–¿Qué tal lo lleva? –preguntó Torres cuando la señora se hubo alejado lo suficiente.

–Muy bien, es muy aplicada –sonrió la alfarera.

–Me refiero a lo de su novio.

–¿Perdón?

–Ya veo, no se acuerda de mí. Nos conocimos ayer: inspector Torres.

–Oh… disculpe –Yumi Masaka se cubrió la boca con las manos sucias.

–No pasa nada, no quería molestarla, pasaba por aquí y pensé en acercarme a ver cómo estaba. Muy bonito su taller.

–Cuánto lo lamento: ¡le puse a amasar!

–No se preocupe, me gusta. ¿Le importa si me quedo a terminar el cuenco?

–No, claro que no –sonrió, luego inspeccionó la bola de la mesa del inspector con detenimiento–: Mire, el secreto está en lograr una masa compacta, aplastando con fuerza para que no quede aire dentro, ¿de acuerdo?

–Vale, entendido.

–Venga, le enseñaré cómo se usa el torno –y, cogiendo la bola, lo invitó a acompañarla hasta el fondo del taller.

Le quedaban bien a Yumi Masaka las manos sucias, pensó Torres. La chica sabía tratar con el fango. Primero humedecía la base del torno, luego colocaba el cono de barro en el centro y lo golpeaba suavemente con las palmas abiertas para darle mayor consistencia. Cuando la bola comenzaba a girar, se humedecía las manos de nuevo y lo amasaba ejerciendo presión con una palma. El cono crecía un poco antes de ser aplastado en forma de seta primero y de choza después. Entonces presionaba la parte superior con sus pulgares para crear la pequeña depresión que era el comienzo de todo: con una mano cavaba un hoyo mientras con la otra sostenía la pared del agujero desde fuera, ambos dedos sosteniendo el borde. Como por arte de magia, el cono se transformó en un cuenco de paredes rectas y gruesas. Sus manos acariciadoras adelgazaban los bordes extendiéndolos hacia arriba. Sus dedos se movían con sensualidad mientras ampliaba el borde superior del bol, levantando cascadas de barro. Aquello sí que era arte en femenino, my friend.

Yumi Masaka se mordió el labio, eligió una plaquita metálica rectangular de la pared, y aplicó el borde al exterior de la pieza para eliminar los surcos de sus dedos, mientras presionaba con la otra mano desde dentro y disminuía progresivamente la velocidad de giro. A veces las paredes se deformaban y amenazaban con volcar. Entonces separaba la placa y sostenía el borde con el pulgar durante unos segundos para forzar un leve estrechamiento hacia el interior. El barro giraba una y otra vez sobre sí mismo, maleable como un chicle.

Dejó la plaquita sobre la mesa y cogió una especie de estilete. Aplicó la punta a la base aumentando la velocidad de giro hasta conseguir un borde limpio, eliminó el barro sobrante y paró el torno. Con una espátula redonda de madera, allanó el interior de la base. Humedeció la superficie con una esponja amarilla y, mientras ponía en marcha de nuevo el torno, eligió otra plaquita de borde redondeado. Con ella amplió el fondo desde dentro, luego la aplicó a la pared interior para eliminar las irregularidades creadas por sus dedos. Era la plaquita definitiva, pensó Torres, la superplaquita.

El toque final consistió en presionar el pulgar derecho sobre la base para tallar una espiral. Una flexible pieza rectangular de plástico fino sirvió para redondear el borde superior del cuenco. Listo. Dejó que el torno girase libre hasta pararse, utilizó una espátula para levantar la base en la que estaba pegada la pieza, y la observó con mimo.

–¿Qué le parece, le gusta? –preguntó mientras dejaba el nuevo cuenco sobre la mesa auxiliar del torno. Luego se acercó a una pequeña pila de piedra para lavarse las manos, y añadió–: Ahora hay que esperar a que se seque para trabajar la base.

–Una técnica fascinante –respondió el inspector mientras seguía su ejemplo.

Dirigía sus pasos de vuelta al asiento donde había dejado la cazadora, cuando tuvo una mala idea:

–¿Cree que podría pagarle la clase gratis con una cena?

La japonesa vaciló, y Torres se aprovechó:

–Entonces pasaré a recogerla cuando cierre –impuso con su mejor sonrisa.


3. RAMEN, PALILLOS Y ROCK N’ROLL

El Ramen Kagura era una especie de antro para japo–adictos cerca de la plaza de los Herreros, que apestaba a atún fermentado. Una búsqueda rápida en TripAdvisor lo situaba, con ochocientas veinte opiniones y más de cuatro estrellas, entre los doscientos restaurantes mejor valorados de la capital. Eso no impedía que el inspector Torres no tuviese ni idea de su existencia hasta las nueve de la noche del martes 4 de octubre, cuando volvió a pisar el taller de Yumi Masaka. Su interés por el mundo oriental se limitaba, por el momento, a las mujeres asiáticas. Especialmente del tipo que saludaba tímidamente a través de un escaparate escoba en mano.

El restaurante ocupaba un bajo de esos antiguos con columnas de metal forjado, que algún diseñador moderno había forrado con cuerdas rollo urban design. Ofrecía una mesa corrida a modo de barra, donde uno se sentaba mirando a la pared como si los camareros le hubiesen castigado. Incomprensiblemente para Torres, la cola era interminable. El ramen ha llegado a la ciudad, pensó, y se come. Porque más que un arte alfarero milenario, resultó ser una sopa de tallarines con trozos de carne y verduras de aspecto extraterrestre. Masaka le explicó que ramen significaba “estirar fideo”, y que en Japón había un museo dedicado a este invento japonés con raíces chinas.

Mientras hacían cola, Torres se fijó en que las paredes estaban decoradas con cuencos rojos, blancos y negros, tan estrafalarios como los que había en el taller de alfarería.

–¿Los cuencos los haces tú? –preguntó abandonando todo formalismo, cuando pasaron al primer puesto.

–Algunos –respondió Yumi. Y, bajando la voz, contraatacó–: ¿Te gustan?

–Sí, tienen gracia.

Ella rió, tapándose la boca con las manos, y por fin entraron. El camarero les condujo a través de un laberinto de olores agridulces hasta la parte trasera del local, más acogedora y salpicada de mesas con manteles de papel amarillo donde cerditos felices retozaban en cuencos vaporosos. Sorber fideos humeantes parecía el meollo del asunto, pensó Torres mientras observaba a los guiris circundantes afanándose sobre sus tazones.

Se sentaron cerca de una ventana desde la que se divisaba un patio interior cargado de vegetación. Los póstigos estaban abiertos y entraba el aroma húmedo de las plantas insomnes. Mientras Torres analizaba la carta como quien descifra un mensaje en clave, sentía sobre él la mirada de la japonesa, divertida con su interpretación del clásico occidental sólo ante el peligro.

–Me arriesgaré con esto –dijo al fin, señalando la foto más grande del menú.

–Oh… Tonkotsu chashu–men. Está muy rico. ¿Qué caldo te apetece probar: miso o shouyu?

–Eso te lo dejo a ti, que eres la experta.

–Está bien, pediré también algo para picar –asintió ella con determinación y, llamando la atención del camarero, encargó en japonés lo que a Torres le pareció una cantidad absurda de platos, por la forma en la que sus dedos se movían por la carta señalando y confirmando cada elección.

Desde luego, las japonesas no tienen complejos con la comida, pensó Torres al ver desfilar sobre la mesa un sinfín de platitos de contenido indescifrable, que Yumi iba aderezando con la correspondiente traducción gastronómica. Para cuando terminó el “picoteo”, Torres ya sabía que las familias del muerto y la alfarera se conocían desde tiempos inmemoriales. Por lo visto, los Hoang descendían de un clan dinástico que había emigrado a Taiwán durante la guerra civil china para salvar sus ¿plantas de té? y cultivar en no–sé–dónde–kon un jardín para el emperador. Tal cual, pensó Torres, una panda de raros. Mientras esperaban el plato estrella de la noche, la japonesa tampoco tuvo reparos en contarle que al abuelo Masaka, oficial japonés de sable en mano, samurai o algo así, se le ocurrió entonces hacer negocios de no–sé–qué–cha con los Hoang, que resultaron una mina de oro. En fin, lo de siempre, cuentos chinos.

Por fin llegó la famosa sopa con museo propio. Un olor a cerdo frito y algas flotantes se elevó desde los cuencos hasta las papilas gustativas de Torres, obligándole a salivar contra su voluntad. Entonces se dio cuenta de que no había cubiertos por ningún sitio.

–El ramen se come con palillos –rió Yumi, sacando un par de una caja alargada que había en la mesa, y que él habría jurado que no era más que un servilletero.

–¿Con palillos, la sopa?

–No, la sopa se sorbe, los palillos son para el ramen: los fideos.

–Ya veo –comentó impasible el inspector–. Ahora verás.

El intento resultó penoso. Torres anotó mentalmente pedir un babero la próxima vez que tuviese que darle dos palos a una sopa. Los fideos eran tan largos que había que sorberlos, y el caldo convertía la batalla en una guarrada total, con chapoteo de fideos despeñándose a medio centímetro de su boca, incluido. Hablaron de banalidades hasta llegar a la sobremesa. Yumi pidió sake caliente, un licor japonés de arroz fermentado. Trajeron una jarrita blanca humosa y dos cuencos pequeños de la misma cerámica. Él la observó en silencio mientras servía y, finalmente, se decidió:

–¿Sabes si tenía algún problema?

–¿Algún problema?

–Leo.

–No.

–¿Drogas?

Yumi se humedeció los labios y apuró su vasito de sake.

–Verás… llevaba un tiempo pasando por una especie de… crisis creativa. Estaba atascado con la tesis… fumaba de vez en cuando… para relajarse.

–Entiendo. –Eso sí lo entendía Torres perfectamente–. ¿Y sabes dónde conseguía el tema?

–Se metió en una asociación de marihuana, no le gustaba comprar en la calle –respondió Yumi, encongiéndose de hombros.

–Ya veo.

Esa es la conexión fácil, pensó Torres. Un chino colocado, muerto y empaquetado en un contenedor a tres metros de una asociación de marihuana. Salvo que al chaval se lo había llevado por delante una sobredosis de heroína y el cuerpo no presentaba marcas de pinchazos habituales.

–Mira, voy a serte sincero. Leo no murió por la marihuana, puedes estar tranquila.

–Oh…

–¿Sabes si tenía algún enemigo?

–No –dijo la chica, un poco demasiado rápido.

–Es importante que seas sincera conmigo –Torres carraspeó–. Escucha, alguien quería hacerle daño… o tal vez a ti. A tu chico lo mataron y trataron de que pareciese otra cosa.

–Pero qué… –musitó Yumi.

–No hay pero que valga, así están las cosas –interrumpió el inspector tajante.

–Te equivocas, inspector. Las cosas no son así, Leo es mi hermano… hermanastro. En las islas pasan estas cosas, todos estamos mezclados –gruñó, y se le enturbiaron las pupilas–. ¿Así de sincera está bien?

–Ya veo, lo siento mucho.

–Inspector –apuró otro vasito de sake–, cuéntame de una vez cómo murió Leo. Soy japonesa, no voy a desmayarme ni nada.

–Vale. El lunes en el depósito dijiste que era zurdo. ¿Estás segura de eso?

–Sí, era un zuo, como “impropio” para los chinos.

–Pues los malos no lo sabían –comentó el inspector como para sí–. Verás, es cierto que Leo estaba colocado, pero la marihuana no le mató. Le inyectaron suficiente heroína como para matar a un caballo. Más de ochenta miligramos se considera letal para una persona de complexión media sin tolerancia, y en el cuerpo de Leo encontramos algo más.

–Heroína…

–Sí, y bastante pura por lo visto. ¿Sabes si Leo tenía algún colega con acceso a algo así?

–No… ni quiero saberlo.

–Me imagino… ¿Tienes alguna idea de con cuánta frecuencia iba a la asociación?

–Últimamente iba mucho –reconoció la chica torciendo el gesto–, casi siempre los domingos.

–Ya veo. Eso sí lo sabían –murmuró, frotándose la barbilla con el pulgar–. Yumi, ¿hay algo de valor que Leo llevase encima, algo que guardéis en casa?

–No, ¿qué podría llevar tan valioso como para morir? –Sirvió más sake sin apenas derramarlo–. En casa sólo hay antigüedades… de la familia, y otras que Leo ha ido coleccionando a lo largo de los años. Nada tiene tanto valor. Además, no nos han robado. –Apuró el licor de un trago y rellenó su vaso compulsivamente–. Leo muerto, heroína… por favor, ¡lo único que hacía era estudiar! –Y se mordió el labio hasta hacerlo sangrar.

–Venga, tranquila. Vamos a resolverlo.

–¿Sí? Prométemelo.

–Claro, te lo prometo.

–Está bien –dijo la chica, apartando la mirada.

El camino de vuelta fue extraño. Yumi caminaba de puntillas, como si le molestase pisar el borde de los adoquines, el larguísimo pelo negro ocultando la mitad de su cuerpo. Torres pensó que parecía una marioneta colgando en la noche, como la de Sabina. Alguien movió los hilos y la muñeca se dobló noventa grados sobre el borde de la acera. Su vómito era lechoso y los fideos caían de su boca como relleno de paja.

–Vamos, tranquila nena –dijo el inspector, con suaves palmaditas en la espalda.

Yumi se había vuelto a morder el labio y la sangre se mezclaba con la bilis, tiñendo de rojo la acera.

–Llévame a casa.

–Sería mejor que no pasases la noche sola. ¿Tienes alguna amiga o alguien con quien quedarte?

–No.

–Recuérdame dónde vives, anda.

–Ya lo sabes, encima del taller.

–Venga, vamos.

Torres le ayudó a incorporarse y pasó el brazo por sus hombros mientras caminaban.

–Es aquí –dijo ella cuando llegaron al número cinco de la calle Factor.

–Dame la llave, anda.

–Vale –respondió Yumi, y se apartó porque se le escapaban de nuevo los fideos.

–Mierda –dijo el inspector. Le registró los bolsillos y abrió el portal mientras ella se sujetaba a un pivote anticoches–: Anda, tira.

Yumi trastabilló y se le echó encima con el labio abierto.

–Sí, será mejor que no pases la noche sola –murmuró Torres antes de probar el sabor de su sangre.


4. LA ESCENA DEL CRIMEN

Volver a la escena del crimen unos días después de descubrir el cadáver no dejaba de ser algo bastante trillado. Torres no esperaba que se le apareciese la virgen y le resolviese el caso, pero aun así tenía la manía de confiar siempre en algún tipo de milagro. Persistencia y trabajo policial no eran exactamente parte de su credo, sobre todo, porque solía tener suerte. La suerte es una buena compañera de viaje cuando uno trata de poner en orden las piezas de rompecabezas como la muerte de Leo Hoang, historiador del arte y fallido doctor en la materia.

El inspector aparcó la Marauder en la acera derecha de la calle Maestro, justo detrás de la escena del crimen, osease, del contenedor. El domingo pasado había llegado andando desde una calle lateral, donde no habían tenido más remedio que dejar el coche patrulla para no colapsar la zona. Pero esta vez le pareció que llegar motorizado y aparcar en el punto por donde supuestamente habían subido el cadáver, podría darle otra perspectiva del asunto.

La única novedad fue que se topó de frente con el escaparate de la tetería del viejo chino en vez de con la puerta trasera de El Corte Inglés. Sentado en la moto con el casco en la mano, la tienda aparecía surgir del borde superior de la batea como un espejo que reflejase el mundo desplegado a su alrededor. Y, sin embargo, la mano de Leo no se había reflejado en ese mundo, había permanecido oculta al otro lado del vagón. Torres encendió un pitillo y aspiró despacio el primer chute de nicotina. Situar a un Leo Hoang colocado, en la calle Maestro, un domingo por la noche, no resultaba difícil tras la última conversación con Masaka. De ahí a situarlo muerto, dentro de un contenedor, había un salto difícil de dar.

El container en cuestión seguía en el mismo sitio, precintado eso sí. Por el momento, nada de lo que habían encontrado cerca del cadáver parecía arrojar ninguna luz sobre el motivo del asesinato: tres bolsas de basura estándar tipo familia con hijos clase media, trozos de muebles rotos, retales, cascotes y demás restos perfectamente clasificados y reconocidos por los dueños de la vivienda en obras como propios… salvo las bolsas de basura, claro está. Pero dentro de ellas no había nada interesante: ni rastros de sangre, ni jeringuillas, ni papelinas, bolsitas o mierda similar. Todo parecía indicar que se lo habían cargado en otro sitio más o menos cercano, y luego lo habían dejado en el contenedor… ¿por no ponerse a cavar una tumba en el Parque del Oeste? ¿como parte de algún mensaje siniestro para alguien de la zona? Ni pajolera idea, pensó Torres.

Tal vez estaba tirado por ahí cerca y los ex militronchos del número trece lo habían arrastrado hasta la batea para que la mierda cayese sobre los de la asociación de marihuana y con suerte cerrarles el garito. Pero como el tipo había muerto por sobredosis de caballo no tenía demasiado sentido echarle la culpa a los fumetas. Además, Leo Hoang no llevaba encima ni un gramo de verde, ni papel de liar ni nada por el estilo. O bien el tipo cumplía escrupulosamente las reglas de la asociación de fumar sólo dentro, o bien lo habían dejado bien limpio… salvo por la cartera, por cierto, para que identificarle no supusiese tampoco demasiado esfuerzo policial. Fumeteo ilegal descartado. Robo descartado. ¿Qué había llevado a este tipo al depósito de cadáveres? Desde luego, no estudiar arte, pensó el inspector, sin sospechar ni remotamente que más adelante tendría que comerse esas palabras con patatas.

Se bajó de la moto y anduvo de aquí para allá tratando de imaginarse desde dónde podía haber llegado el cuerpo. Por supuesto, no desde el lado opuesto de la manzana, por la calle del Buen Suceso, donde estaba la puerta trasera de la parroquia. La casa del párroco estaba protegida veinticuatro horas por un ejército de mendigos que pernoctaba en los soportales de nuestro señor. Muy emocionados al poder dar su versión de los hechos, juraron solemnemente que el muerto no había atravesado su territorio: ningún asesino les había molestado en mitad de la noche mientras acarreaba un cadáver. Por lo demás, parecía más sencillo que hubiese llegado desde el otro lado, por Quintana. El contenedor estaba colocado prácticamente en la esquina con la calle perpendicular, más amplia y con tráfico fluido, donde un coche parado en el vado de El Corte Inglés no llamaría ni un poco la atención cualquier domingo de madrugada. Así que ganaba Quintana, si es que aquello importaba algo, my friend.

De vuelta al lado oscuro del contenedor, encendió el segundo cigarro y se agachó para observar de cerca la basura que se acumulaba entre la batea y la acera. No le habían prestado mucha atención a esa mugre el día de autos, la verdad. Tampoco ahora parecía que hubiese nada interesante, pero fue hasta la moto y sacó…


RESUMEN

Proyecto de novela corta en fase de primer borrador. Basada en hechos reales.

La investigación de la supuesta muerte por sobredosis de un chino en el centro de Madrid, pone al inspector Torres sobre la pista de un caso más grande: la búsqueda de una taza de té de la dinastía Ming. Según la versión oficial taiwanesa, formaba parte del catálogo de piezas desaparecidas en el traslado del Tesoro Imperial de Pekín a Taipei durante la guerra civil china.

Aunque Torres comienza investigando el origen de la droga junto a su informador, el detective Maroto; pronto se les cruza el rastro de un grupo de coleccionistas de arte implicados en la falsificación de piezas para museos chinos.

Cuando la verdadera causa de la muerte del chino empieza a salir a la luz, la investigación oficial se ve truncada por orden de los servicios de inteligencia, preocupados por que el caso perjudique las negociaciones internacionales para la devolución del Tesoro a China y el reconocimiento de Taiwán.

Torres, implicado emocionalmente con la familia del fallecido, continúa su propia investigación rastreando otra pista encontrada junto al cadáver.

Seguiremos a Torres en su día a día por las calles y bares de Madrid, mientras la carismática figura del abuelo del muerto, propietario de una tetería, se convierte en una de las claves del rompecabezas. ¿Descubrirá Torres el misterio que se esconde tras el maestro de té?


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