I
Que estaba en la arena de la plaza de toros de mi pueblo, el pueblo de mi madre y mis abuelos, Domingo Pérez, en la Mancha, que nunca existió. Nunca hubo plaza allí, nunca, ni en los mejores tiempos, como dicen los ancianos, como el Antonio o la Soledad, los vecinos.
Hacía mucho sol aquella tarde y al ponerme la mano encima de los ojos para evitar deslumbrarme veo un gigante, el Gigante, uno enorme (con la ge grande). Es feúcho, con las orejas largas caídas y la nariz en forma de patata roja, y además lleva una túnica de color marrón tierra de viñas desgastada y raída. Cuando se mueve arrastrando los pies la arena tiembla, levanta polvo. Yo estoy en el centro de la plaza. Es demasiado grande y no tengo escapatoria, es imposible huir.
No me queda otra opción, decido enfrentarme a él, tengo que hacerlo, al gigante de la patata roja de nariz. Intento recordar los movimientos básicos del toreo, recuerdo a mi padre hablando del Cossío, aquel libro que él leía cuando yo era niña después de comer, recuerdo cuando me hablaba de los movimientos, cuando miraba los dibujos en blanco y negro, las técnicas, los relatos de la época, hace ya muchísimos años. Pero no soy capaz.
Me miro las manos y no tengo ni capa ni espada ni traje de luces ni casi nada, quizás incluso esté desnuda, aunque espero que no, porque cada vez hay más gente y la plaza se va llenando. Me empiezan, todos ellos, a señalar. Deben haber venido a verme, pero yo no lo entiendo, yo no debería estar aquí, nunca, nunca. Suena música, debe ser el inicio. Me gusta los vientos que relucen junto al sol y la percusión, el ritmo. Pero termina, se hace el silencio.
Entonces pienso: ¿Quizá es que yo soy el toro y no la torera?
Sólo tengo unos alicates con mango de plástico verde en la mano derecha, así que sujeto el objeto con mucha fuerza y miro las puntas, a ver si me sirven de algo, a ver si están bien afiladas.
Eso espero.
Pienso que sí, sin duda, que me parece una corrida injusta. Así que levanto el brazo derecho, alicates en mano, y empiezo a llamarte, grito a voces. El público empieza a cuchichear inquieto y me mira con atención, esperando. Sé que tú entenderás lo que quiero decir, porque eres tú, porque nunca me has fallado, llevamos ya casi media vida juntos, un pasado enorme. Te imagino corriendo por las gradas, esquivando gente, buscando al jefe de aquello, de esta corrida injusta en la que me he visto envuelta sin entender nada, tú debes estar ya buscando al dueño para decirle que pare, que me saquen de la plaza como sea, o si hace hace falta que me lancen una cuerda desde un helicóptero, o si es necesario que abatan al gigante, porque yo no debo estar en el centro. Se lo tienes que decir, date prisa, corre, corre, corre, por favor.
Pero se nos hace tarde, sobre todo a mí, porque no estás, no, y el gigante me ha clavado ya una espada en el estómago, la tenía escondida. La sangre me corre ya por dentro y siento que se me desinflan los pulmones, el cuerpo y el corazón, y veo que la sangre empieza a verterse en regueros y ensucia la arena, haciéndola barro rojo de sangre. Duele mucho, he notado cómo entraba y me desgarraba hacia arriba por dentro.
Duele mucho, no sabes cuánto, no puedes saberlo. Me gustaría que lo supieras.
Aún tengo fuerzas para convencerle de que no es esta una lucha justa, no, que todo es un error, incluso él, el Gigante, todo un gran error. Y me mira cuando se lo digo, y siento que me entiende, que debe hablar español, como yo, como tú, como nosotros, por lo que debe haber sido un gigante de España hasta que llegó aquí, y me va a hacer caso, sí. Siento que será capaz.
Tú ya no sé dónde estás, te has ido, no has aparecido. No lo has hecho. Estoy sola, sola.
No estás.
Cuando vuelvo a mirar al gigante, al volver a abrir los ojos cerrados ya por el dolor, es muchos metros más pequeño, hasta que llega a ser como yo, de estatura media. Le paso la mano por la cabeza de forma amistosa y sonríe, me mira.
Estamos el gigante y yo solos, aunque el gigante ya no es el Gigante (ahora lleva la ge pequeña), sino alguien similar a mí, al que siento muy cerca, como si nos conociéramos de siempre, casi como si fueras tú, como si al final hubieras conseguido deshacer todo esto en el momento justo, justo al final, porque lograste llegar; pero no eres tú, no, estoy segura, no puedes serlo, no fuiste capaz.
Ya no hay público, no queda nadie entre las gradas y los últimos que salen se marchan por las puertas o se van volando evaporados hacia el cielo, sin despedirse, sin articular palabra.
Llega un silencio de sol y calor, de tarde larga de horas. Como esos veranos que tanto nos gustaban, cuando salíamos al atardecer a caminar hasta la hora de la cena, por aquellas carreteras que atravesaban los campos de trigo y encinas. Volvíamos a casa y cenábamos lo que fuera y sandía de postre, siempre sandía al final para jugar a lanzarnos las pepitas con la boca y los dedos, cuando jugábamos ya de noche y se quedaban por el suelo las pepitas como si fueran hormigas negras correteando. Aquellas sandías rojas de agua antes de dormir.
Sólo quedamos el sol, España y un cielo azul. Y nosotros, sin ti. Aquí.
Ya no tiene cara de gigante. No quiere matarme, no recuerda nada, pero está preocupado, empieza a hablar y me lo cuenta, me dice que me acerque a él, junto a su oreja derecha, para que no nos escuche nadie, y me acerco y me lo dice, muy bajito. Si abandona la corrida él también tendrá problemas, él no puede huir, es lo único que sabe, que si huye: muerte. Así que le propongo un plan y se lo explico de forma muy sencilla, como si hablase con un niño chico, susurrándole al oído.
—Escucha, gigantillo, escucha, no pasa nada, nos escaparemos a Madrid, al centro, a la gran ciudad, donde nadie sabrá de nosotros, y allí, con mi coche, que lo tengo aparcado en un lugar secreto y seguro, nos iremos más lejos, muy lejos. Yo sé conducir bien, tú vas a mi lado, ahora sí entras. Y si quieres nos vamos hasta el mar, te va a gustar. Vamos a ir, sí.
—¿Qué es el mar?
—Ya lo verás, es enorme, gigante, casi inabarcable. Está en casi todos los finales de España.
Aquella tarde, ya al anochecer, salimos de la plaza y no nos vio nadie. No había nadie.
II
Creo que volví a verte al despertarme, estabas a mi lado, dormido, con la sabana subida a medias. Creo que me hubiera gustado contarte este sueño mientras desayunábamos, cuando me preguntaste si había soñado algo; pero me callé, no te dije nada, no quise. Creo que he hecho bien.
Creo que ahora estamos en paz.
Estoy segura, sí.
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