Llegaba tarde, una vez más. Ni loco le iba a decir a Ana que me había quedado jugando al fútbol con los muchachos más de lo debido. Inventaría algo. Algunas de esas excusas de ocasión. Quizás debía llevarle algún regalo; eso siempre la ponía de buen humor. No, imposible. ¿De dónde iba a sacar tiempo para adquirir uno? Iba muy retrasado.
Llegué a la casa. Toqué el timbre. Me debió haber visto por la ventana, porque abrió la puerta sin preguntar quién llamaba.
Tenía cara de pocos amigos y fue directo al hueso.
—Quedamos en que me pasabas a buscar a las nueve, no a las nueve y media. A mi papá no le gusta que lo dejen esperando.
—Hola, perdoname —le besé la mejilla. Se me hizo tarde por un problema con el coche. Terminé de decir eso y sentí dos pinchazos en los muslos.
—Podrías haber avisado.
—Quise, pero tuve que llamar a la grúa del seguro para que vinieran a ver y no encontraba los papeles para presentar. De todos modos, era la batería —apenas finalicé de hablar, cuando sufrí otros dos pinchazos, esta vez en el otro muslo. Pero lo más extraño era la sensación de que los zapatos se habían aflojado y que el pantalón me quedaba más holgado.
—Bueno, vamos, no perdamos más tiempo —dijo y encaró hacia el auto.
Tuve que acomodar el asiento del vehículo porque no llegaba del todo cómodo a los pedales. Raro.
No conocía a los padres de Ana. Esta era mi presentación en sociedad. Estaban a punto de conocer al individuo que les había robado el corazón de su hija, o al descarado que se acostaba con ella; según como se lo quiera ver.
Llegamos, bajamos y Ana llamó a la puerta.
La madre atendió. Una señora de mediana edad, de contextura robusta, cabello lacio prolijamente cortado a la altura de los hombros, maquillada sin exagerar, ataviada con zapatos negros de tacón, un vestido de una pieza que dejaba los brazos al descubierto y que le llegaba por debajo de las rodillas. Le quedaba un poco apretado, lo que la…
—Hola, ¿cómo están? Pasen, los estábamos esperando —dijo sonriendo algo nerviosa.
Unos metros más atrás, con cara de bulldog, se hallaba el padre de Ana. De edad aproximada a la de su mujer, estatura por arriba del promedio, pecho inflado, corte de pelo corto y prolijo, bigotes peinados, erguido con la cabeza en alto y observando todo como un águila desde las alturas, camisa blanca impecable, pantalón de vestir oscuro y zapatos negros lustrados hasta encandilar con su brillo. Sí, nadie hubiese adivinado que era un exjefe de policía. Debía dejar de estereotipar a la gente.
—Buenas noches, joven —dijo con voz gruesa y sonora—. Usted debe ser Roberto, ¿verdad? —Y me tendió la mano para saludarme.
—Sí, señor, mucho gusto —contesté y le tendí la mía. Me la estrechó como si me la estuviera apretando con una morsa.
—Espero que si algún día llega a concretar con mi hija, no la deje esperando en el altar como a nosotros hoy —me advirtió al tiempo que me clavaba la vista.
—¡Papá! —intervino Ana.
Esa sola palabra hizo que el mastodonte diera fin al saludo. No dije nada; estaba demasiado concentrado en no esbozar ninguna queja por el dolor que sentía en la mano.
Nos sentamos a la mesa y comenzó el interrogatorio.
—Nos dijo Ana que estudia arquitectura —comentó la madre.
—Sí, les ha dicho bien —respondí, y miré a Ana buscando con mi sonrisa la de ella—. Es una profesión que me ha interesado desde siempre y que tiene buena salida laboral.
—¿Y cómo va la carrera? —preguntó el padre.
A ver: en el año reprobé seis parciales de siete, no había podido meter ningún final, al siguiente día tenía que entregar un trabajo escrito que ni en una semana podría terminar. No pude más que decir:
—¡De maravilla! —Y a continuación sentí unos cuantos pinchazos en los dos muslos. Introduje una de las manos en el bolsillo del pantalón y noté unas protuberancias en esa zona. Debo haber palidecido o puesto una evidente cara de contrariedad, porque la madre de Ana preguntó:
—¿Sucede algo, joven?
—No, nada. ¿Por qué? —Y ahí nomás pasé al pánico. Las protuberancias comenzaron a moverse, y las que estaban en el otro muslo hicieron tintinear las llaves que cargaba en el bolsillo.
—Disculpen —me excusé apartando la silla hacia atrás—. ¿Dónde está el baño?
—Por allá —dijo Ana señalándome el camino.
Me levanté, di unos pasos y me enganché el zapato con la botamanga del pantalón. Aterricé sobre el parqué.
—¡Cuidado, Roberto! ¿Estás bien? ¿Te pasa algo?
No quise contestar a eso; cada vez que abría la boca era para peor. Me levanté presuroso y me introduje en el baño.
Me desabroché el cinturón, me bajé el pantalón, el boxer, y…
—¡Ahhh! —grité. Las protuberancias resultaron ser un montón de pequeñas patitas sin pelos, terminadas en pezuña, de no más de tres centímetros de largo y que no paraban de moverse.
—¿Qué pasa, qué sucede? —preguntó desde el otro lado de la puerta Ana.
Sin pensar dije:
—Nada, me agarré con el cierre del pantalón. —De inmediato surgieron más de aquellas rarezas y pude presenciar como las piernas se me encogían. Cada vez que mentía, la cosa empeoraba.
—¡Qué muchacho raro! —alcancé a oír que murmuraba la madre de Ana. Al parecer, se habían reunido los tres al otro lado de la puerta; los oía a pesar de que hablaban en voz baja.
—Se puede saber de dónde sacaste a este tipo —quiso saber el padre.
Por lo pronto debía atender otras urgencias. Agarré una de aquellas cosas con los dedos y tiré de ella como si tratara de sacarme un pelo de la cabeza. Nada, era como estirarse la piel. La golpeé para intentar meterla para adentro. Inútil, sólo me provocaba dolor. Me levanté el pantalón hasta la cintura y calculé que me sobraban como unos veinte centímetros de largo; lo dejé caer. ¿Qué significaba todo eso y cómo lo iba a solucionar?
—No, no puede ser, esto no está pasando —dije.
—¡Roberto…, Roberto! —llamaba Ana, a la vez que golpeaba la puerta.
La respiración y el pulso se me aceleraban. Me había convertido en un fenómeno de circo. Con una operación me podría extirpar las patas, pero ¿si no era así? Además, ¿cómo recuperaría el largo de mis piernas? Mil pensamientos me daban vueltas en la cabeza. Pensá, Roberto, pensá. Tiene que haber una solución.
Los golpes en la puerta y los llamados continuaban. No aguanté más y vociferé:
—¡Paren un poco!, ¡me tienen podrido con tantos golpes! —Y entonces el milagro ocurrió. Algunas de las patitas desaparecieron y tuve la sensación de que mis piernas se alargaban.
Del otro lado los murmullos crecieron.
—¡Roberto! ¿Cómo decís eso? —se quejó Ana.
Una idea me cruzó la cabeza y la probé:
—Te quiero mucho, Ana. —Pero nada sucedió. ¿Por qué no ocurrió nada?, dije una verdad. Yo quería mucho a Ana. Estaba contrariado.
—Oiga, señor, no sé qué bicho le picó, pero salga ya de allí y díganos lo que le sucede —ordenó con enfado el padre.
—No soy un subalterno suyo. Tengo una urgencia. Cuando esté, salgo —me atreví a contestar, y otras patitas se esfumaron. Comenzaba a entender.
—Mañana tengo que entregar un trabajo práctico en la facultad y es imposible que lo termine a tiempo —me sinceré. Otras menos y otro estirón.
—¿Por qué nos cuenta eso? ¿Ese era el problema? —cuchichearon entre ellos.
Quedaban sólo dos por eliminar. De seguro ya debería haber casi recuperado la longitud de mis piernas. Las últimas patitas se movían frenéticas, como presintiendo su fin. Y, entonces, dije la verdad más atrevida, la peor verdad que se le puede decir a una mujer:
—¡Señora!, ¡ese vestido la hace ver gorda! —Y todo en mi cuerpo volvió a la normalidad. Suspiré aliviado. Ahora debía enfrentarme con la familia.
Salí del baño. Los gestos adustos y las miradas fulminantes lo decían todo. Sin embargo, no hubo ningún reproche; es más, fueron muy amables al indicarme la puerta de salida.
No me tomó mucho tiempo hacer que Ana me perdonara. Aunque tuvieron que pasar varios meses para que volviera a reunirme con los padres. Esa vez, sí tuvimos una cena normal. Y aprendí la lección. Desde aquella extraña experiencia, para no sufrir contratiempos por cada mentira que dijera, debía tener preparada alguna verdad que me incomodara para contrarrestar los efectos. ¿Acaso pensaron que iba a dejar de mentir?
Fin
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