El
presidente de la urbanización donde trabajo me llamó una vez de
madrugada porque había fichado a la una y cuarenta y cuatro de la mañana
en vez de a la una y cuarenta y cinco. Porque para él que haya fichado a
la una y cuarenta y cuatro significa que he trabajado un minuto menos.
Entonces
lo que hago cuando llego a la una y cuarenta y cuatro, o a la una y
cuarenta y dos, es detenerme y mirar el cielo hasta que sean la una y
cuarenta y CINCO. Porque a la una y cuarenta y cinco soy un trabajador
legal, pero a la una y cuarenta y cuatro soy el rumano o el búlgaro ese
que se caga en los rosales del jardín. Como él me dice, toda esa gente
que llega del este, en general, cagan siempre en jardines ajenos, nunca
en un retrete. Y eso ‘lo sabe todo el mundo’.
Claro que va por mí
también. Es como una advertencia: ‘Ficha a tu hora si no quieres que te
catalogue como a un troglodita irracional’, es lo que me está diciendo.
Pero
supongo que no lo podemos evitar. Si vemos flores, allá que vamos.
Nuestro inherente salvajismo del este nos impulsa a cagarnos en todo lo
bueno y bello que los españoles de bien tanto se esfuerzan en construir.
Miro
el cielo y veo una luna creciente que apenas empieza a asomar. Parece
un fino anillo de oro viejo, velada por una telaraña de nubes negras.
Ficho a la una y cincuenta, recojo y me marcho a mi habitación de alquiler a dormir.
Ya
en la cama, espero. Pero no me llama. Supongo que eso no se lo
esperaba, porque para él significa que he trabajado DE MÁS, y no entra
dentro de sus esquemas.
Me duermo con la conciencia tranquila. He
trabajado cinco minutos extra, lo que me convierte en un ciudadano de
segunda ejemplar, uno que sabe dónde ir a cagar.
Sueño con
arbustos, rosales y flores. Impecables, inalterados. Creciendo,
floreciendo y marchitándose cuando tienen que hacerlo, sin nadie que
altere su orden predecible.
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