El monigote rojo era ahora verde, observó Hugo, recordando la charla del viernes.
—Para, papá, me aprietas un montón. ¡Ya sé que es ahora!
—No quiero que vuelva a pasar lo de la última vez.
—Te prometí que no pasaría más, papá. ¡De verdad que no!
Su padre esquivó a una anciana, que más que anciana era obstáculo. Casi la toma por otro de los pequeños árboles ordenadamente situados a lo largo de la calle, que parecían moverse más rápido que ella.
—Bueno, tú dame la mano, y no te quejes. No te pongas a hacer tonterías tampoco, no quiero volver a repetírtelo.
Con el mayor sigilo que sus zapatillas con luces sensibles a las pisadas le permitían, Hugo fue dando pequeñas zancadas, pisando exclusivamente las rayas blancas cuando creía que su padre no miraba.
—Te he visto. Olvídate de subir a las máquinas.
—¡No es verdad! ¡No he hecho nada!
Hugo seguía evitando los espacios en negro a toda costa.
—Te avisé. Te lo tengo muy dicho.
—¡Pero papá! —Hugo se retorció mientras gritaba, librándose de la apretada mano gracias a su rapidez y al sudor. —¡Si hoy traigo yo dos dineros! ¡De la abuela!
—Ni dineras, ni dineros, ni hostias. No sé cómo hacer para que aprendas, ¿no te pareció suficiente la que me liaste?
Hizo ademán de cogerle de nuevo la mano, pero Hugo se escurrió bajo su brazo y corrió unos metros hasta la acera, en un singular espectáculo lumínico.
—Mamá me dice que te diga que no puedes decir palabrotas porque dice que yo las digo si tú las dices —burló Hugo, con voz insolente.
—No te creas tan listo, que no he acabado con el tema. Te tengo dicho que no corras ni en verde, que tampoco se puede. A ver si tu madre se calla un poquito, que dice muchas cosas y ninguna buena. Ya veremos si te ríes tanto cuando pasemos por las máquinas.
El centro comercial se encontraba frente al cruce, tras un jardín que bordeaba toda su extensa superficie. Al atravesarlo, se accedía a las escaleras que bajaban a la entrada principal. Su padre tomó por imposible cogerle la mano, lo que Hugo aprovechó para bajar a saltos, agarrado de la barandilla.
—Esto es lo que pasa con tu madre. Que no hace más que hablar y consentirte todo. ¡Que no saltes! ¿Te hablo en chino, o es que no me escuchas?
Hugo reía, saltando ahora los peldaños de dos en dos. Su padre decidió desistir totalmente, consolándose con hallar la venganza al pasar por las máquinas. Sonrió, allí podría sermonear a diestro y siniestro mientras Hugo pedía perdón entre llantos.
Justo tras la puerta estaban las máquinas. No necesitaba verlas para saber que estaban allí. Una furgoneta naranja con una jirafa estampada y monos sobre las ruedas amarillas, un descapotable rosa con la cara de Hello Kitty en el capó, una moto azul de policía y un flamante coche rojo con llamas dibujadas en las puertas y pegatinas de rayos en el cristal, además de un reluciente capó que reflejaba las miles de luces del centro comercial. A Hugo le encantaba el coche rojo. Subirse en él era como viajar por el espacio, a toda velocidad, escapando de los marcianos. Por eso no podía evitar detenerse cuando veía uno igual al cruzar la calle, nunca se sabe cuándo le necesitarán para salvar la Tierra. Por desgracia siempre estaba averiado o había algún bebé montado, y aunque realmente se conformaba con la moto azul, jamás habría osado poner en duda la superioridad del coche rojo montando en otra cosa, claro está, cuando este se encontraba libre. Todos en el cole lo sabían, montar en él te otorgaba el título de rey del patio, como mínimo, un par de días. A cada paso que daba hacia la puerta, más se imaginaba conduciendo sin parar a través del mundo entero. Sabía que Diego se inventaba sus historias, lo sabía. Estaba seguro de que no podía haber montado más que él, y le iba a dar su merecido. Hoy montaría, costase lo que costase.
Hugo se fijó en un hombre sentado en una esquina al abrirse las puertas mecánicas. Era un señor con barba, pero mucho más gris que la de papá. Observó el rectángulo de cartón que sostenía entre las manos. Aún no leía del todo bien, y la letra temblorosa no ayudaba. Cuando estaba descifrando la primera palabra, con el ceño fruncido, notó algo extraño bajo el cartón. Allí, junto a la rodilla de aquel señor, donde debía haber sin lugar a dudas otra rodilla, no había nada. ¿Cómo era posible? No solo eso, sino que bajo la inexistente rodilla, no se encontraba tampoco un muslo, ni mucho menos un pie. Se le habría caído la pierna sin darse cuenta, como le pasó a papá con el gorro de lana que tejió la abuela.
—Mira, papá. Yo creo que le han robado su pierna, y por eso está ahí sentado, tan quieto. Mira, si hasta tiene monedas en ese vaso y no puede llegar a las máquinas para meterlas.
—¡Hugo, joder! —gritó entre dientes—. ¡Baja la voz!
—¿Pero por qué?
No obtuvo otra respuesta que un tirón en el brazo, obligándole a acelerar el paso.
—¿Pero por qué? —repitió, sin éxito, una vez abiertas las segundas puertas automáticas—. ¿Pero por qué pero por qué pero p..
—Vale, ya. Cállate un poquito. Que ya te vale, Hugo.
—¡Pero que me digas por qué no está su pierna!—exclamó, mirando a su padre al tiempo que saltaba de rabia.
Su padre suspiró, y tras mirar la expresión en la cara de Hugo unos segundos, se agachó hasta encontrarse a su altura.
—Escucha, hijo.—Lo cogió por los hombros, mirándolo a los ojos—. Hay quien no tiene tanta suerte como tú y como yo, y nacen sin una o las dos piernas. Algunos necesitan dinero para comer y dependen de la amabilidad de los demás. A veces las pierden en un accidente o por ponerse muy malitos. Por eso es tan importante que me hagas caso, para que no te pase…
Hugo había dejado de escuchar tras la segunda frase. ¡Había personas que andaban por ahí, sin piernas! Bueno, andaban, si era eso lo que podía decirse. No sabía que palabra se usaba para decir lo que hacían. Realmente no sabía ni lo que hacían. Se imaginó a aquel señor con tanta falta de pierna gateando por el suelo, pero se dio cuenta de que se ensuciaría la barba. Tenía que haber otra forma. ¡Ya está! Eso era. Un señor de los coches amarillos que a veces llevaban a papá al trabajo lo dejaría allí para que tomase el sol, y luego volvería a por él cuando tuviese hambre o quisiese ver la tele. Tenía que ser así, por eso nunca había visto a nadie sin pierna saltando en las rayas blancas, porque se acabarían cansando de hacerlo solo con una pierna. Debía haber coches amarillos diferentes para las personas con todas las piernas y las personas que tenían una o ninguna.
—Papá, ¿y no puede pedir una por Navidad? ¿O las personas sin piernas están en la lista de los niños malos?
No pudo evitar sonreír al escucharlo.
—No Hugo, claro que no. Será que siempre querrán pedir otras cosas.
—Pues yo querría una pierna si no la tuviera. Si no, a ver cómo iba a jugar al fútbol.
—Oh, te sorprenderías. ¿Te acuerdas de cuando vimos las olimpiadas? Pues hay unas igualitas, solo para gente a la que le faltan los brazos o las piernas.
—¡Cómo que los brazos! —Acababan de pasar el coche rojo y todas las demás máquinas y ni se había dado cuenta—. ¡¿También?!
—Pues claro que sí, hijo. Y otras cosas más.
Hugo no daba crédito. No tenía sentido alguno. ¿Cómo podían aplaudir cuando un amigo decía bien, de memoria y de carrerilla, el abecedario en inglés? No entendía nada de aquello. Los señores sin piernas podían hacer lo que quisieran siempre que estuviese cerca un señor de los coches amarillos. Podían hasta jugar a la consola, seguro que hasta cuando no era fin de semana. Pero, ¿y los que no tenían brazos? ¿Cómo sumaban más de cinco? Todo aquello era de locos. No podía imaginar a los señores de los coches amarillos haciendo todo aquello también. Es decir, los amigos de los señores sin brazos se reirían de ellos si viesen como les abren el batido o les pelan un plátano. «Niño bebé, chupete y a la cuna», corearían, señalando con el dedo.
—No te preocupes, no estés tan callado — dijo su padre, acariciándole la espalda—. No tienes por qué pensar en esas cosas.
Entró en el estanco y tras coger las vueltas del cartón de tabaco observó a Hugo, que aún le daba vueltas al asunto, y se acordó del camino que le había dado hasta el centro comercial.
—No tienes que preocuparte a menos que hables cuando te digo que estés en silencio. Tengo un amigo que de pequeñito no hacia caso a su padre cuando le mandaba callar, y un día despertó sin boca. Así son las cosas, vete haciéndote a la idea.
—¡Noooo! —berreó él, agarrándose los labios —. ¡No les dejes que se lleven mi boca, por favor! Te prometo que nunca más voy a hablar sin permiso ni a decirle a mamá las cosas que me preguntas de ella.—Hugo lloraba desconsoladamente, agarrando la pierna de su padre y pringándolo todo de mocos. Tenía las mejillas inundadas y los mofletes rojísimos.
—¡Te lo prometo de verdad, no como otras veces, de verdad de verdad! ¡En serio!
Su padre sacó un pañuelo del bolsillo libre y limpió el desastre, sonriendo a Hugo. Pensó en su propio padre y en cómo lo asustaba con los monstruos que acechaban en el armario, y que no fue hasta el instituto que pudo dormir con la luz apagada.
—No pasa nada, hijo. Es una broma. Nadie te va a quitar tu boca nunca. Pero igual te la tapo con celo. Que no me entere yo de que le vas contando nada a mamá. —Removió su corto pelo castaño, introduciendo sus dedos para masajearle la nuca—. Toma, anda. Creo que el coche rojo está libre.
Hugo se sorbió sonoramente los mocos, limpió con su manga los que aún quedaban y cogió la lustrosa moneda que sujetaba su padre. Corrió sin detenerse hasta la entrada, pasando por el coche rojo, la moto azul, el descapotable rosa y la furgoneta naranja, todos vacíos. Movió la mano arriba y abajo hasta que las puertas se abrieron, y se acercó al señor barbudo sin pierna. Tras mirar su miembro ausente, dejó caer la moneda en el vaso. Le sorprendió el inquebrantable silencio de su padre, especialmente mientras pisaba cada raya blanca que encontró de vuelta a casa.

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