Dolor. Oscuridad. Frío.

No quiero llorar… no estoy triste. Es el día más feliz de mi vida, o debe serlo. Pero me siento sola.

No lo estoy. Hay mucha gente. Aquí dentro. Fuera, en el pasillo. Al otro lado del teléfono, expectantes, ansiosos. Preocupados.

El tiempo navega con desesperante lentitud, las horas arrastran los pies como si no fuera con ellas. Llevo aquí toda una vida, pero comienza otra. – Ya nada será igual – le comenté hace unos días – Nunca más estaremos solos – . – Sí – Contesta, entre sorpresa y sonrisa.

Dicen que al principio no ven nada, que sólo sienten. Se refieren a otros. Él me ha mirado – te conozco – han dicho sus ojos – Ya te amo – han dicho los míos.

Pensé que me sentiría extraña. Pensé que me odiaría por sentirme así. Nada más lejos…

Durante el tiempo que ha pasado desde entonces, el universo se ha movido. El mundo ya no es el mismo, como iba a serlo. Yo era una personita, yo era pequeña, apenas un frágil tronco de árbol agitado por el viento. Ahora he crecido y hay cobijo bajo mis ramas. Ya no temo a las tempestades, la lluvia me alimenta, bebo del sol, aprendo de la vida.

Escucho al mundo con condescendencia, sus palabras son como ondas en el agua, que se van disipando hasta quedar en nada. No son él, no me interesan. No son mi mundo.

Me he licenciado en todas las cátedras existentes de lo divino y lo humano. Sobre todo, ante todo, en lo humano. Vivo despegada de mí misma, me veo desde arriba y desde un lado. Esas pocas veces que tropiezo conmigo, me sobresalto, pillada en falta.

A veces me envuelve el calor de su vida, como un denso abrazo del que no deseas zafarte. Entonces me acuerdo del dolor, la oscuridad y el frio, y se me dibuja una sonrisa.

Y esto es apenas el principio del viaje…

Luces y sombras en el trayecto.

Tu existencia me hace grande.

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