Esa noche terminé en un bar de Arequipa que ya ni existe. Queda mejor decir que “ya ni existe” porque quizá solo le cambiaron el nombre y ahora se llame “Lounge no sé qué” con luces azules y gin tonic en copa de pez. Para mí se llamaba “El Eclipse” y estaba en San Lázaro, un barrio en el centro de la ciudad, detenido en el tiempo, con perros que conversan entre ellos y faroles que siempre parecen estar a punto de apagarse. Las paredes eran de sillar con manchas de humedad que parecían mapas; a mí me gustaba buscar Arequipa en esas manchas, como si el bar fuese un planeta y yo un turista perdido.
Entré sin ganas. Esa es la verdad. Había salido con la excusa de “tomar aire” y terminé tomando un trago. Un chilcano de pisco, que sabía más a derrota que a uva. El barman, un tipo con bigote y paciencia, me sirvió en silencio. Siempre he creído que los buenos bartenders son como confesores mudos: te miran con cara de “yo ya he visto peores”, y uno se siente un poco menos triste por eso.
En la barra había un florero con claveles viejos y una tele en mute con un partido que nadie miraba. Me senté y traté de parecer interesante. Uno hace esas cosas: endereza la espalda, aprieta el vaso como si fuera un ancla, mira al vacío con el gesto de “pensando en algo profundo”. Puro teatro. Si alguien me hubiera sacado una foto, se vería un tipo común, con camisa y casaca, barba de dos días y esa mirada de los que quieren que la noche los abrace por un rato.
Entonces entró ella. No la voy a nombrar, porque Arequipa es un pañuelo, y ya me imagino a mi tía preguntándome en WhatsApp si era “la hija de fulanito o menganito” o “la que bailaba en las actuaciones del colegio”. No. Ella tenía un vestido rojo que peleaba con la noche y unos ojos negros que se reían solos. Caminó como quien conoce el lugar y se sentó dos bancas más allá, dejando en el aire un olor a vainilla delicioso.
—¿Tienes fuego? —me dijo, con esa media sonrisa que solo tienen los que están ganando desde antes de empezar.
—Para ti tengo fuego en mi corazón—respondí, sin pensar, haciéndome el coqueto y sonriendo pícaramente, porque a veces la boca se adelanta y la cabeza llega tarde.
Se rió. Una risa corta, con eco. Y cuando alguien se ríe de tus tonterías, francamente, ya estás listo para perder. Saqué mi viejo encendedor “Zippo”. Encendí mal, a la segunda. Ella sopló el humo hacia arriba, como si le estuviera dando de comer al techo.
—¿Eres de acá? —preguntó.
—De Arequipa, sí. Nací en este mismo barrio—dije, demostrando orgullo de haber nacido en el mismo barrio donde se fundó la ciudad—. O sea, soy arequipeño hasta los huesos.
—Igual yo—contestó—. Y me dijo salud.
Pedimos dos chilcanos más. Hablamos de cosas que no cambian: lo feo que se pone Mercaderes los sábados, las palomas dueñas de la Plaza, la virtud de un buen adobo dominguero, los taxis que te mienten “cinco soles nomás, jefe”, la manía de los arequipeños de creer que siempre tienen razón. En ese punto yo, arequipeño de pura cepa, asentí con culpa y orgullo al mismo tiempo. Entre una anécdota y otra, dijo lo que todos sabíamos y nadie dice: estaba cansada de su casa, de su orden, de su rutina, de ese amor con horario que se apaga a las diez como foco ahorrador.
Recuerdo bien el momento en que salimos de ahí. Fue después del tercer trago y sonaba “Otherside” de Red Hot Chili Peppers como soundtrack de ese momento. Caminamos por Jerusalén, esquivando grupos de chicos en fila, carritos de anticuchos y algún policía con cara de sueño. El aire estaba frío, ese frío seco que te limpia los pensamientos, y el Misti, que mostraba solo su silueta, parecía un guardaespaldas que todo lo sabe y no cuenta nada.
Nos metimos a un hostal que tenía un letrero con nombre de flor. “Hostal Clavel”, bastante apropiado con ese doble sentido. La señora de la recepción nos miró como miran las señoras que han visto la vida pasar tres veces: sin sorpresa, sin juicio, sin ganas de conversar. Nos dio una llave con un llavero pesado, como para recordarte que siempre hay algo que cargar.
El cuarto olía a casona vieja, con memoria. Había una ventana pequeña que daba a un patio con geranios en latas de aceite. Las sábanas tenían ese estampado de hotel barato que confunde a los ojos. Ella dejó su cartera en la silla, se quitó los aros, me miró como diciendo “no hables”, y yo, obediente por primera vez en mucho tiempo, me callé.
Lo que pasó después no necesita demasiadas palabras, no porque no las tenga, sino porque a veces la gramática estorba. Digamos que la noche, que venía medio flaca, se alimentó ahí, en ese cuarto de ruidos tímidos y risas, como una gata que encuentra el calor que andaba buscando. No hubo promesas ni juramentos, ni esas frases grandotas que uno usa cuando quiere que algo dure para siempre. Hubo piel y hambre, y una especie de ternura rara, de feria ambulante, de prisa y calma a la vez.
En algún momento paró el ruido de la calle, y por un rato pensé que la ciudad se había quedado a escucharnos. Ella apoyó la cabeza en mi hombro y dijo, mirando al techo:
—No te acostumbres.
—No sé acostumbrarme —respondí, y me salió demasiado cierto.
Al amanecer, el cuarto se puso de color durazno, como hacen los amaneceres en Arequipa: discretos, casi tímidos, pero con una claridad que no perdona. Ella se vistió con movimientos de alguien que ya ha ensayado esas despedidas. Se peinó con los dedos, se puso los aros, se pintó los labios y guardó el labial en la cartera, se quedó un segundo más, apoyada en el marco de la puerta.
—Gracias —dijo, tan bajito que no sé si fue para mí o para el cuarto o para la idea de haber sido otra por unas horas.
Yo asentí. Hice el gesto de “nos vemos” que no significa nada. Y se fue, dejando en el aire un olor a vainilla como esas promesas que no se firman.
Bajé tarde. En la recepción, la señora me dio una sonrisa como quien entrega un recibo. Caminé sin rumbo. Crucé el Puente Grau y miré al Río Chili, que bajaba testarudo como siempre. El Misti estaba despejado, con una especie de orgullo profesional. Yo, con resaca emocional, hice lo que hacen los que no saben qué hacer: me fui a Cayma a comer adobo. Esa sopa de chicha y cerdo que arregla casi cualquier desorden. Me senté en una mesa de esquina y vi parejas que parecían felices, señores con sombrero, turistas que miraban los pisos como si fueran vitrales, jóvenes con hambre y sueño. Me llegó el adobo humeante y, por primera vez en horas, sentí que mi cuerpo estaba en su lugar.
Pensé en llamarla. No tenía su número. Tampoco su nombre verdadero. Los bares son generosos con la noche y tacaños con los datos. Tomé un sorbo de “té piteado,” tinto y bien cargado al anís, y me prometí olvidarla. Uno siempre se promete esas cosas con la boca llena.
No la olvidé. Volví al Eclipse la noche siguiente. Pregunté con elegancia nula: “¿No ha venido… la del vestido rojo?”. El barman, diplomático, encogió los hombros. Me sirvió una cerveza fría esta vez, no sé si por compasión o por karma. Me quedé en la misma silla, como si eso atrajera una repetición. La misma tele en mute, otro partido, otra gente, las mismas ganas de que aparezca. No apareció.
Seguí yendo unos días. A veces me quedaba en la puerta mirando el letrero, como si ahí estuviera la respuesta. Me hice amigo del barman al que empecé a llamar “Bigote”. Me aprendí las canciones del playlist, me hice repetir la de los “Red Hot” varias veces. Hablé con una chica que vendía cigarrillos sueltos frente a la puerta de entrada; me dijo que la del vestido rojo era “amiga de la noche”, con una mezcla de envidia y respeto. Yo, que me ilusionaba con facilidad y me recuperaba con torpeza, hice lo correcto: esperé sin decirlo.
Un jueves, que ya ni esperaba, volvió. No de rojo, sino con un saco gris que le quedaba algo grande, como si se lo hubiera robado a un novio distraído. Tenía el pelo recogido y esa sonrisa que uno reconoce a diez metros. Me miró, me guiñó un ojo mientras se acercaba, y se sentó a mi lado.
—¿Me invitas una cerveza? —preguntó.
—Te invito dos —dije—. Y una historia si quieres.
—Las historias cansan —me respondió—. Mejor cuéntame un chisme.
Le conté el chisme más tonto del mundo: que el dueño del bar quería poner una mesa de billar, que algunos vecinos del barrio se habían quejado por la música, que el taxista de la esquina decía que antes había un pozo en la cuadra. Ella escuchó como si le hablara de París. A veces la gente solo quiere que le hables con calma, sin prometer nada, sin pedir nada.
—¿Sabes? —dijo, después de un rato—. No me preguntes cómo me llamo. Ni me digas cómo te llamas tú. Hoy no.
—Está bien —respondí, y sentí que esa renuncia tenía un sabor raro, como cuando le quitas el azúcar al café por primera vez.
Bebimos lento. Hablamos de tonterías. Reímos de cosas que no tenían gracia. Y repetimos el paseo: Jerusalén, la madrugada, el hostal con nombre de flor. La señora nos miró con la misma cara, como si nos estuviera pintando en su cabeza. El cuarto era el mismo, la misma ventanita entre abierta. Esta vez no hubo prisa. Nos quedamos más rato mirando el techo, como si el techo tuviera respuestas.
—No te enamores —dijo ella, otra vez, sin drama.
—No hace falta decirlo—le contesté—. Pero lo intentaré, dije bromeando. Y reímos.
No hizo falta jurar nada. La mañana tuvo el mismo color y el mismo apuro. Se vistió, me dio las gracias, y se fue. Yo me quedé un rato más, como quien escucha los últimos aplausos de un teatro barato. Después bajé, respiré, miré al Misti, pensé que los volcanes deben sentirse muy sabios cuando nos ven hacer estas cosas.
Pasaron semanas. El Eclipse cambió de música, después de dueño, después de letrero. Yo dejé de ir, porque todo lo que se repite se desgasta. La ciudad siguió con sus broncas elegantes, sus mañanas claras, su humo de anticucho, sus novias de blanco posando en Santa Catalina, sus taxistas con opinión, sus picanterías de domingo. Yo, con mis ocupaciones de adulto que juega a adulto, dejé esa historia en un cajón. Pero de vez en cuando, cuando el frío golpea, cuando paso por San Lázaro de noche, me parece verla bajando una calle, siempre medio de rojo, siempre medio de otro color, siempre con esa risa que se le escapaba por los ojos.
Así que, si me perdonan la confesión de borracho sentimental, parafraseando a Sabina, diré esto: “Peor para el Sol, que se mete a las siete en la cuna del mar a roncar, mientras un servidor, le levanta la falda a la luna…”. Testarudo e ingenuo, convencido de que todavía se pueden torcer las mareas con una risa y un vestido rojo. Y si no se puede, no pasa nada. Igual se intenta. Porque en Arequipa uno discute con la realidad hasta que cede. O hasta que amanece. Lo que llegue primero.
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