No sé en qué momento Lucía se volvió tan amiga mía. Supongo que pasa eso con ciertas personas: uno no recuerda exactamente cuándo llegaron, pero sí sabe que sería triste volver a vivir sin ellas.
Lucía tiene esa mezcla curiosa de sarcasmo elegante y ternura camuflada. Es de las que se ríen fuerte, pero lloran en silencio. Una vez me dijo, en broma, que sus emociones tienen horario de oficina: de 9 a 6 se las guarda, pero en la madrugada hacen huelga.
Fue ella quien me escribió un viernes en la noche, ese horario maldito donde la nostalgia se disfraza de insomnio:
—Gato, acabo de salir de una sesión rarísima. Regresión. Vidas pasadas. No te rías.
—¿Te hipnotizaron?
—Me hipnotizó mi alma, creo. Y lloré como nunca.
Me pidió un café al día siguiente, porque hay historias que no se cuentan por WhatsApp. Y ahí, sentados en una mesa junto a la ventana, me lo contó todo.
Había llegado al consultorio por recomendación de una conocida medio mística, medio coach, medio loca. Iba por una tristeza sin nombre. No era depresión, no era ansiedad. Era como tener frío sin motivo. Como si le faltara una parte que nunca le habían dado, pero igual la extrañaba.
La psicóloga —una señora de ojos profundos, pelo cano y voz de nana sabia— le dijo que harían una regresión. “Vas a recordar lo que tu alma no ha olvidado”, le susurró, mientras Lucía cerraba los ojos sin demasiada fe, como quien apaga la luz en un cuarto que no conoce.
Y entonces, ocurrió.
Se vio en la antigua Persia. Y no lo supo por libros ni películas. Lo supo por el calor en los pies descalzos, por el olor a dátiles en el aire, por la música lejana de un laúd. Se llamaba Nayyirah. Era viuda. Tenía una pequeña tienda en el zoco donde vendía brazaletes de cobre que ella misma martillaba cada noche. Su piel era oscura, su pelo cubierto por un velo rojo, y sus ojos… los mismos de Lucía.
Vivía sola con su hijo, Samir. Un niño dulce, de voz suave, que pasaba horas ayudándola en la tienda y otras tantas soñando con ver el mar. Nayyirah sabía que no podía dárselo todo, pero le daba lo que tenía: cuentos antes de dormir, pan caliente al amanecer, y un amor que no necesitaba palabras.
Un día, llegaron los emisarios del sultán. Buscaban jóvenes para servir en la corte. Samir, con doce años apenas, se ofreció. Lo hizo por orgullo, por aventura, por promesa. Nayyirah no pudo detenerlo. Le preparó una pequeña bolsa con pan, un collar de cobre con su nombre, y una carta que nunca supo si leyó.
Samir nunca volvió.
Y Nayyirah, cada noche, dejaba una lámpara encendida frente a su tienda. No por fe. Por amor. Por locura. Por no aceptar que ciertas ausencias se vuelven tatuajes en el alma.
Lucía despertó de esa regresión con el pecho mojado. No recordaba haber llorado tanto desde la muerte de su abuela. Sentía una pena que no era suya, pero que de algún modo había estado viviendo con ella desde que era niña.
“Ahora entiendo”, me dijo, removiendo el café con aire de quien ha vuelto de un viaje sin mochila.
“¿Entiendes qué?”, le pregunté.
“Por qué me cuesta tanto decir adiós. Por qué me aterra que alguien que amo se vaya sin avisar. Por qué siempre dejo una luz prendida cuando salgo, como si esperara a alguien.”
La miré y quise decirle que era pura coincidencia, que todo eso tenía explicación racional. Pero no pude. Porque yo también sentí ese nudo en el estómago. Ese reconocimiento que no se explica, pero que se impone.
Lucía no cree en todo esto como dogma. Pero tampoco lo descarta. Lo suyo es más bien poético: cree que el alma tiene memoria, y que a veces nos susurra verdades en sueños o regresiones.
Esa noche —me confesó después— durmió profundamente, sin necesidad de su playlist de tormentas ni del té con pasiflora. Solo cerró los ojos y dejó que Nayyirah —la viuda del zoco— la arrope desde ese rincón de su alma donde el tiempo no existe.
¿Y qué aprendió Lucía? Que a veces, la tristeza no es de esta vida. Que algunas heridas vienen de antes, como cartas que cruzan siglos buscando destinatario. Que el miedo al abandono puede ser la cicatriz de un adiós antiguo, mal cerrado. Y que el amor, cuando es verdadero, no se extingue… solo cambia de forma.
—¿Y la psicóloga? —le pregunté antes de despedirnos.
—No sé si volveré —me dijo—. Pero por ahora, ya no tengo frío.
Se fue caminando lento. Yo me quedé viéndola alejarse, pensando que quizás hay personas que nos duelen porque ya las perdimos antes. Y que reencontrarlas en esta vida es la oportunidad de encender, por fin, la lámpara que dejamos prendida en otra.
*Relato inspirado en el libro «Muchas Vidas, Muchos Maestros» de Brian Weiss.
OPINIONES Y COMENTARIOS