Fue un lunes ocho de noviembre cuando perdí la oreja. Recuerdo que desesperado recorrí la calle principal de Fajarambú, en busca de alguna pista del pequeño saco de piel que la contenía. Recorrí cada metro del antiguo empedrado de forma meticulosa. El sol implacable golpeaba con fuerza, y la resequedad de la puna resquebrajaba la árida tierra norteña. Pero no podía detenerme, no podía perder el preciado objeto, aquel que me unía de manera única e indescriptible con don Vicente, al que ahora llamaban el finado.

¿Pero por qué era tan importante aquella oreja? Podría parecer que solo era un pedazo de piel muerta. Aquel que Don Vicente, mi abuelo, había cargado durante años sobre su cuello, como símbolo de un trofeo olvidado. Para algunos, no era más que la oreja derecha de un anciano que no se atrevía a deshacerse de su mutilación. Pero para los que conocíamos a don Vicente, aquello era el recuerdo de una juventud briosa, el recuerdo de un joven militar que había ido a combatir al Paraguay y había vuelto triunfante, con su oreja como premio de guerra. El comandante Don Vicente, le decían. Pues de aquel orgulloso nombre solo quedaba Don Vicente, el finado.

Esa oreja fue su legado en el lecho de muerte. “Tome, mijo, para que pueda escucharle en el más allá”, había musitado antes de partir. Lo que no había contemplado en aquel momento era que las palabras del comandante habían sido poco más que literales.

Todas las noches desde aquel fatídico día, le susurraba a su oreja derecha. Y de formas que no comprendía, mi abuelo respondía. “¿Cómo está el clima?”, me preguntaba siempre. “Caliente don Vicente”, le contestaba. “¿Y la abuela, cómo está?”, me volvía a preguntar. “Está triste, usted comprenderá”, le devolvía. “Dígale que el martes paso”, bromeaba. Así habían transcurrido los últimos meses desde que el finado Don Vicente partiera. Entenderán entonces por qué aquella oreja arrugada, marchita por el paso del tiempo, era de tal importancia. Se convertía en la conexión con aquel ser entrañable, con el mundo de aquel hombre, ese viejo que siempre me daba una palmada cuando la necesitaba. Mi abuelo Don Vicente.

-¡Carlitos!- gritó mi madre al verme todo andrajoso y lleno de polvo.

Me fulminó con los ojos de matrona severa. No hizo falta que dijera nada más. Su endurecido rostro y su color cobrizo le daban un aspecto aún más temible. A rastras me llevó.

El trayecto fue corto. Fajarambú era apenas un pueblo perdido tras el primer cordón serrano de la precordillera andina. Vivíamos en poco más que una choza levantada sobre el mismísimo barro. Éramos mi madre, mi abuela y yo, Carlitos. De mi padre no sabía más que lo que había detrás del monte. Mi madre no hablaba de ello y yo no preguntaba. Don Vicente había sido el único padre que había necesitado. Ahora con tan solo ocho años, era yo el hombre de la casa.

-Vístete- me ordenó.

Me saqué el polvo como pude usando esponja y balde. Había que racionar el agua, pues la sequía estaba siendo fuerte. Tomé la camisa blanca y los pantalones azules que había usado en mi comunión. Antes de ponerme los zapatos de charol, los lustré con un trapo viejo. Era la ropa más formal que poseía. Solo se usaba para ocasiones muy especiales. Aquel día era una, velábamos a Doña Raquel. Había pasado a mejor vida la noche anterior después de una fiebre repentina, cargando sus ochenta y tantos. Era la primera difunta desde Don Vicente.

Mi madre me contempló algo seria todavía, pero con aire más apaciguado. “Péinese, hijo”. Tomé el duro peine, y pasé las cerdas sobre los rulos sin demasiado éxito.

-Te ves muy guapo.

Le sonreí como pude.

El velorio se realizaba en la casa de Don Fermín, el viudo, como se acostumbraba. Su casa estaba cruzando la plaza principal. Mi madre empujaba a mi abuela en la silla de ruedas. Desde que Don Vicente nos había abandonado, ella no quería caminar, tampoco hablar, mucho menos escuchar. Mi mamá decía que se había enfermado del corazón, por la pena.

La puerta de la casa estaba abierta. La gente entraba y salía bajo murmullos y pésames. Todo aquel día, un ir y venir de personas contemplarían a la difunta para decirle sus últimas palabras. El pueblo entero acudiría más temprano que tarde.

Don Fermín nos recibió, agradeciendo la visita, pero con el inconfundible rostro de quien lo acaba de perder todo. El anciano no solo era viudo, sino que su único hijo se había ido tiempo atrás a Buenos Aires para no volver. Nunca había vuelto a tener noticias de él.

Doña Raquel reposaba horizontal sobre el cajón, con aquella paz propia de una larga vida. Me acerqué a su rostro pálido y rugoso, y lo toqué con la mano. Estaba tan fría como lo había estado Don Vicente en su lecho. Las manos cruzadas sobre el vientre y una corona de flores amarillas de Yareta le bordeaban la coronilla sobre el canoso cabello. La hermosura propia de alguien que ha partido.

-Raquel, ¿me escucha? – le susurré sin pensarlo.

El mutismo mismo volvió como respuesta. Solo los murmullos a mis espaldas de adultos que hablaban de los infortunios de la vida.

-Raquel- volví a repetir-. Necesito que le dé un mensaje a Don Vicente. Avísele que se me perdió la oreja.

Raquel no contestó. Permaneció allí inmóvil, como si no me oyera. Necesitaba avisarle a Don Vicente que no me esperara aquel lunes de noviembre. Por lo menos, para que no se preocupara, hasta que pudiera encontrar la oreja. Pero Raquel no parecía entender en lo más mínimo mi mensaje. Intenté hablando más alto, por si se había quedado sorda. Probé con la oreja izquierda, pero nada. Raquel no me escuchaba.

Entonces me vino a la mente. La oreja de Don Vicente no estaba pegada a su cabeza. En cambio, la oreja de Raquel daba directo a la suya, atrapando las palabras en su cuerpo marchito. Una oreja libre, podría susurrarle las palabras directo al viento, llevándoselas hasta su verdadero dueño. Solo tenía que extraer aquella extensión de piel, solo un momento, lo suficiente para avisarle al comandante.

Fui a buscar un afilado cuchillo a la cocina de Don Fermín. Por suerte, nadie le prestaba atención a un niño de ocho años, por lo que nadie notó lo que hacía mientras revisaba los cajones.

Me acerqué al féretro, escondido bajo el suave bullicio de la pena de los presentes. Observé a Raquel que no se había inmutado ni un milímetro. Seguía profundamente dormida en aquel sueño perpetuo. Saqué la fina hoja de metal y calculé mentalmente la incisión. Solo esperaba que Doña Raquel estuviera en el mismo sitio que mi abuelo, en aquel cielo del que tanto hablaba el padrecito. Especulaba que por lo menos no fuera un sitio tan grande, así no tendría que hacer caminar tanto a Doña Raquel para llevar el recado.

Miré al cielo, me persigné por mi falta. Arriba colgaba un Jesús con cara compungida, parecía sudar, no sé si por el esfuerzo de estar suspendido o por el calor insoportable, ese que era típico de noviembre, mitad polvo mitad humedad.

-Carlitos- la voz carrasposa de Don Fermín sonó sobre mi hombro.

Giré hábilmente mientras guardaba el cuchillo tras mi espalda.

-¿Si, Don Fermín?

– Creo que sos el único que se ha detenido a contemplarla.

Don Fermín la observó y esbozó una pequeña sonrisa. Se acercó y le acomodó la corona de flores.

-Es hermosa – continuó absorto sobre ella.

La contemplé de nuevo. Quizás no fuera tan bella sin una oreja, pensé.

-Mi sentido pésame – le dije. No tenía en claro qué significaba pero era algo que los adultos siempre repetían en situaciones como aquella.

-Sos un buen chico, Carlitos.

-¿Cómo era Doña Raquel?

El rostro de Don Fermín se iluminó bajo sus pobladas cejas del color de las nubes.

-¿Has visto florecer el cardón en primavera, Carlitos? – me preguntó. Pensé en aquellos cactus que poblaban la puna con sus flores blancas rodeadas de finas espinas. Asentí-. Así era Raquel, una mujer dura que crecía rodeada de astillas áridas, pero que no perdía un ápice de su belleza.

-¿Qué le diría si pudiera volver a hablarle una vez más?

Don Fermín dudó. Me miró intrigado, como intentando escudriñar qué me motivaba. Noté el cansancio en las patas de gallo que le crecían alrededor de los ojos, ¿o era la vejez? Era difícil adivinarlo, más con ese bigote de escobillón.

-No le diría nada.

-¿Cómo es eso?

-Hijo – me dijo flexionando las rodillas para estar a la altura de mi rostro -, no tenés que preocuparte de hablarle a los muertos, sino de hablarle a los vivos. Doña Raquel tuvo una vida plena, y estoy seguro que espera lo mismo de mí. Ya habrá tiempo en el futuro para que me tome unos mates con ella.

Reflexioné un instante, un poco confuso con sus palabras. Jugué con el mango del cuchillo tras mi espalda, sentí el filo del serrucho. Creo que don Fermín lo notó.

-Carlitos – me dijo tomándome por los hombros-. Usted no tiene que preocuparse por la muerte, eso es cosa de curas.

-Es que necesito darle un mensaje a Don Vicente.

-Pues déselo.

-Es que él no puede oírme.

-No sea iluso, Carlitos, ellos escuchan, están pendientes de nosotros.

-¿Cómo lo sabe?

-Porque yo los he visto – me dijo notando mi asombro, y continuó: – Los he visto vagar por la puna bajo la luna brillante. Por las noches bajan del monte y danzan jubilosos, libres del peso del tiempo. A veces toman la forma de animales, y ayudan al viajero errante. Los he visto como pumas, como zorros, como cóndores, incluso como culebras.

-¿Viste a mi abuelo?

-Claro, Carlitos – me respondió como si fuera una obviedad-. Al comandante le gusta usar su antiguo uniforme. Aquel de tela azul y botones blancos. Con su cinturón de hebilla dorada y su bombacha de campo. En la cabeza lleva siempre orgulloso su quepí blanco, montando su corcel, mientras blande su majestuoso sable.

-¿Y cómo podría llevarle el mensaje?

-Dígaselo al viento que sopla en el altiplano, dígaselo a la luna puneña cuando esté reposando sobre el monte, él lo va a escuchar – me dijo. Se irguió y miró a Doña Raquel. Se acercó y la besó en la frente, justo por debajo de la corona de flores. Me regaló una última sonrisa cansina y se perdió entre los presentes.

El sol tardó en ocultarse aquel lunes de noviembre. En la noche serena, la luna brillaba con la intensidad propia de la sierra, pintando de sombras plateadas las oscilaciones del monte. La brisa fresca del desierto susurraba sobre la calle principal que daba a la plaza central. Caminé por el pedregal hasta el extremo de Fajarambú, intentando distinguir las sombras de las que Don Fermín había hablado. Entonces, le hablé al viento, esperanzado con que llevara mi mensaje. “¡Don Vicente! ¡Perdí la oreja!”, grité. No hubo respuesta, solo el mutismo de las estrellas que brillaban con el ímpetu del universo. Grité más fuerte. Pero el silencio se hizo aún más ensordecedor. Y cuando perdía las esperanzas, lo vi desde la lejanía. Cabalgando cruzó el cielo como una saeta, con su traje impoluto, magnífico. Me saludó con todos los honores militares y el susurro del viento me trajo sus palabras. “Mijo, no se preocupe, Doña Raquel me trajo la oreja, ahora puedo escucharle mejor”. Aquello sonó como un gran alivio, tanto para él como para mí. Otra andanada de viento llegó con sus palabras. “Ahora, Carlitos, sea hombre y cuide a su familia, dígale que los amo”. Y sin más, se perdió en el cerro, galopando como una fiera entre los pedregales cubiertos de yuyos. A toda velocidad iba el comandante en su caballo pinto del color de la luna, el comandante Don Vicente, mi abuelo, Don Vicente.

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