El alarido de un reflejo

El alarido de un reflejo

Marc Renton

12/04/2018

Todas las mujeres de la oficina flirteaban con Julián. Pestañeaban más de lo debido al mirarle y se tocaban el pelo cuando pasaban frente a su despacho, a lo que él respondía con sonrisas de dulce indiferencia. Era un hombre apuesto de pómulos marcados, afeitado diario y perenne pelo engominado. A pesar de su delgadez, una notable anchura de hombros le dotaba de una percha excelente para llevar trajes italianos. Sin embargo sus respuestas a las lisonjas de sus compañeras de trabajo nunca iban más allá de la amabilidad y la calidez de sus miradas agradecidas. Julián era una persona agradable incluso en el rechazo.

Cuando la jornada laboral concluía, Julián se despedía de sus compañeros con gentileza pero sin dar pie a conversación alguna. Siempre rechazaba las invitaciones de ir a tomar una cerveza en el bar irlandés situado enfrente de su edificio de oficinas. Se enfundaba su larga gabardina negra, abrochada hasta el último botón, y se colocaba con delicadeza el sombrero que su abuelo le legó en el lecho de muerte. Con las manos en los bolsillos, sus pasos retumbaban por las calles como tambores que anuncian boga de combate en una galera romana.

Antes de llegar a su destino, Julián compraba un diario lo suficientemente grande para esconderse tras él en caso de que fuera necesario. La gran mayoría de veces el elegido era el diario provincial, por cuya línea editorial de corte liberal sentía simpatía, además. Lo compraba siempre en la misma librería, la de la señora Petra. A Julián le gustaba la señora Petra porque cuando lo miraba, veía más allá de lo que su físico describía. Alguna veces incluso, cuando le decía amablemente que se quedara la vuelta, la señora Petra le sonreía de una forma tan sincera que Julián sentía ganas de contarle todos sus secretos y sus miedos, que eran sinónimos en sus adentros. Con el periódico bajo el brazo, Julián se dirigía siempre al Colegio Maria Auxiliadora, ubicado en el corazón del barrio de San Pedro. El Maria Auxiliadora, que no se encontraba a más de una veintena de minutos andando de las oficinas de Julián, era uno de las mayores colegios femeninos de la ciudad. Un millar de niñas de entre cinco y dieciséis años recibían clase allí a diario, todas ellas vestidas con el uniforme de la escuela: falda de color gris oscuro hasta las rodillas, una camisa blanca con ribetes de la misma tonalidad grisácea de la falda, calcetines blancos por debajo de las rodillas y zapatillas negras de charol.

Julián llegaba a la escuela a la hora que todas las niñas terminaban clase y salían de las aulas. Ese alboroto era música celestial en sus oídos y le recordaba el graznar de una bandada de pájaros migrando a tierras más cálidas. Se sentaba en uno de los muchos bancos que se encontraban esparcidos por la plaza adyacente a la entrada principal del colegio, abría el diario sobre sus piernas, lo ignoraba sin más y empezaba a observar con una inquietud impropia del Julián oficinista a las niñas que iban saliendo del Maria Auxiliadora. Siempre quedaba igual de prendado por esa visión. Las faldas de las niñas eran un batir de alas plateadas, y sus cabellos recogidos en colas eran como crines de caballos salvajes galopando por llanuras desconocidas para el hombre. Los ojos de Julián estallaban en mil universos, la belleza de todas y cada una de esas niñas le contraía el corazón hasta convertirlo en un hueso de melocotón. En ocasiones incluso su respiración se agitaba de tal modo que tenía que apartar la mirada para recuperar el aliento. Cuando su torbellino interior se desataba, nada podía impedir que un agujero negro absorbiera el pecho de Julián hasta succionar su corazón, su sangre, su alma, su vida.

El crepúsculo se cernía sobre la ciudad. A Julián le daba igual. No se levantaba del banco hasta que la última de las niñas se hubiera largado de la plaza de la mano de su madre. El tiempo es una nimiedad cuando ante tus ojos se dibuja perfecto el anhelo de una vida entera, pensaba Julián sin apartar la mirada de esas niñas. Con las farolas despertando de su letargo diurno, Julián volvía a colocarse el diario bajo el brazo y las manos en los bolsillos de la gabardina para volver a casa con la cabeza gacha, conversando con el otro yo que le arañaba las entrañas desde los adentros de su propio ser.

Al llegar a casa, colgaba la gabardina y el sombrero en la percha vieja que se apostaba en el recibidor como un centinela. Esa percha era el único toque distinguido del piso, cuyo desorden y poco cuidado casaba perfectamente con el abatimiento moral de su propietario. Entonces, sin dejar de quitarse prendas de ropa, Julián avanzaba por el largo pasillo de techo alto que le llevaba hasta el lavabo principal del piso. Americana, corbata, camisa, pantalones, calcetines y calzoncillos, se iba deshaciendo de ellos uno por uno y abandonándolos a su suerte por el corredor del mismo modo que lo haría un explorador perdido en el desierto que ya no puede soportar más la abrasión del Sol. Cuando llegaba al aseo, se detenía frente al enorme espejo de cuerpo entero que le retaba junto a la bañera.

Primero se observaba inmóvil, con rostro hierático, analizando la nada. No se reconocía en ese reflejo. A continuación empezaba a palparse con la yema de los dedos su cuerpo huesudo. Las costillas marcadas parecían olas muriendo en la orilla, y la espalda el mapa a relieve de una paraje montañoso. Cuando se acariciaba, Julián sentía estar rozando a un extraño. Era entonces cuando cerraba los ojos con fuerza y en su mente empezaban a volar faldas correteando por plazas y largas caballeras que al trote desafiaban la gravedad de forma centesimal. Deseaba con la fuerza de un ejército de centauros ser una de esas niñas, vestir una falda y dejar que fuera el viento quién peinara su infinita melena. Frente al espejo, desnudo y vencido, Julián soñaba con ser Julia.

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