Que tarde más agradable de verano, ahora que empieza a hacer menos calor ya que dentro de poco se irá el sol. Además sentada en mi sofá blanco, en mi terraza de treinta metros cuadrados de mi ático recién comprado. Acabo de poner el agua a hervir para prepararme un té de mango y jengibre que por lo que dicen limpia el alma. Mientras se hace el té voy a poner el nuevo Cd de María Gadú que siempre que la oigo me transporta a otro mundo. Subo el volumen de la tercera canción que es mi preferida, comienzo a bailar lentamente con mis ojos cerrados mientras muevo mis caderas al ritmo del sonido de su dulce voz. Mientras sigo bailando al son de la música, la brisa del mar hace que mi morena y larga melena vuele al sentido del viento, parece que mi pelo va a llegar a tocar el cielo. El sol está casi poniéndose, miro por encima de la barandilla maravillada con la hermosa playa de Leblon y viendo cómo algunas personas corren o hacen sus flexiones para mantener el cuerpo definido para estar siempre a punto para el eterno verano de Brasil, mientras que otros andan por la playa haciendo sonar en una mano una campanita y en la otra mano llevando una pequeña nevera de corcho, durante diez horas al día a pleno sol, cargada de helados caseros para vender y gritando: «¡Helados, helados ricos helados tenemos de todo fresa, piña incluso chocolate para los más golosos!, ¡Helados por cuatro reales barato barato!». Ahora alzo la vista hacia el precioso mar turquesa y cristalino, a lo lejos logro ver un pequeño barco, blanco y amarillo de solo una vela. La vela del barco estaba medio rota, la cuerda con la que manejan la vela, parece estar hecha por trozos de diferentes tipos de cuerdas de colores y grosores, parece que anudaron todos esos trozos de cuerdas para lograr hacer una larga cuerda. De hecho el barco se ve muy viejo parece tener por lo menos treinta años y haber pasado por mil dueños y aún así sigue navegando. Aquí viendo el mar y todo lo que transmite oírlo y verlo me están viniendo recuerdos de hace apenas cinco años cuando mi vida era totalmente diferente a ahora. Antes vivía en la favela de la Rocinha, tan colorida por fuera como peligrosa por dentro. No tenía nada, de hecho mi casa estaba hecha de barro y trozos de madera, el suelo de la casa era tierra, la misma tierra sobre donde construyeron mi padre y mi tio la casa donde viví desde mi infancia. Allí no había aceras, era todo tierra, piedras y muchas escaleras a medio hacer. Por eso tenía que tener cuidado los días de lluvia, ya que por el barro que se acumulaba, mis sandalias se estancaban en el lodo y acababa quitándomelas, ya que a menudo no podía permitirme comprar unas nuevas. Allí las noches siempre eran tensas ya que muchas veces estando ya en la cama intentando dormir se oían disparos que se me ponían los pelos de todo el cuerpo de punta pensando en quién habría sido el abatido en esos cruces de balas y en sus familias que muchas veces acababan con la vida de los padres de algún niño que la mayoría acababan siendo delincuentes por haber perdido a sus padres o abuelos que era lo único que tenían. Otras veces se oían gritos de gente borracha que intentaban robar normalmente con puñal en mano la lata de cerveza ya caliente a otros que iban bebidos al igual que el supuesto ladrón todos ellos de vida despreciable. A pesar de todos los peligros y carencias que había en la favela la gente se ayudaba mutuamente. Me acuerdo de doña Preta, una de las mujeres más mayores y humildes de la zona. Cuando pasaba delante de su casa siempre me pegaba un grito preguntándome si quería entrar en su casa para tomarme un caldo de frijoles. Durante la semana cuando me preguntaba la contestaba: «¡Perdóname doña Preta hoy no puedo, pero ya sabes que siempre tenemos nuestra cita los domingos y nunca te he fallado!». Ella me miraba y me regalaba una sonrisa, con pocos dientes en la boca pero con un brillo en los ojos que enamoraba. Así que cada domingo iba a tomarme ese caldito de frijoles que sabia a una mezcla de cilantro y perejil, estaba delicioso. La llevaba unas bananas o alguna fruta que me encontraba por los árboles frutales que habían por la favela, a modo de agradecimiento. Siempre había gente en la casa de doña Preta, casi todos los fines de semana iban los chicos de capoeira que nos animaban con la música de sus birimbaos. Siempre que venían los chicos, doña Preta sacaba de su frasco de metal unos trocitos de dulce de leche que envolvía en un pañuelo bordado por ella misma, para que no se resecasen. Mientras los de la capoeira tocaban y daban sus saltos a menudo aparecía Rita, con su hija en brazos que se las olía llegar por su agradable aroma, esa colonia de hierbas amazónicas que compraban en la droguería en la que yo trabajaba en aquel entonces, para ella era todo un lujo comprarse esa colonia de veinte reales que lo solía pagar a plazos. Cuando al fin llegaba Rita y su niña en brazos a la ventana de la casa de doña Preta, y nos veía con toda nuestra fiesta improvisada nos decía con su voz alegre y orgullosa: “Anda, para que luego digan que los pobres somos tristes por no tener nada. Si aquí tenemos de todo comida, música en directo y compañía de buena gente. ¿Qué más se puede pedir?”.

De repente se paró el Cd y miro a mi alrededor. Estoy viviendo en un ático en la zona más exclusiva de Leblon, después de conseguir un gran éxito con mi libro. Ahora me encuentro bailando sola, con música de un Cd y tomándome un té que vale más que veinte kilos de arroz. Y me pregunto: “¿Merece la pena?”.

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