El lago seguía en calma, como si también escuchara.
Ren apoyó los codos en las rodillas y se inclinó hacia adelante, la mirada clavada en el reflejo de la luna. Su voz salió baja, como si hablara consigo mismo.
—¿Alguna vez sentiste que, aunque intentaras hacer lo correcto, igual terminabas hiriendo a alguien?
Ayaka no respondió de inmediato. El viento le alborotó algunos mechones sueltos de la coleta.
—Sí —dijo finalmente—. Y duele más cuando es alguien que quisiste de verdad.
Ren asintió en silencio. No hacía falta más.
Un par de risas lejanas cruzaron el parque, probablemente de una pareja que caminaba de regreso a casa. Pero a su alrededor, todo seguía siendo un espacio suspendido, como si el tiempo se hubiera detenido solo para ellos.
—Ella me decía que yo no la veía. Que me aferraba a una versión de ella que ya no existía —continuó Ren, con el ceño fruncido—. Quizás tenía razón.
—A veces queremos tanto que algo funcione, que dejamos de ver lo que realmente es.
Ren la miró por un momento. Ayaka no lo decía con dureza. Lo decía como quien habla desde un lugar de experiencia, desde una herida que había aprendido a cerrar.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿También tuviste que dejar ir a alguien?
Ayaka sonrió sin alegría.
—No fue que lo dejé ir. Es que él ya se había ido… solo que tardé en aceptarlo.
El silencio regresó, pero esta vez era distinto. Más cálido, más compartido.
Después de un rato, Ren se levantó despacio, sacudiendo las hojas secas de su abrigo. Ayaka lo miró con calma, sin apuro.
—Voy a caminar un rato más —dijo él—. No sé si ya estoy listo para volver a casa.
Ayaka también se puso de pie.
—Entonces te acompaño un poco más.
Ren sonrió. Esta vez, no fue amarga. Fue leve. Real. Como una grieta en la tristeza, por donde empezaba a filtrarse algo parecido a la esperanza.
Caminaron juntos, sin destino, sin prisa. Solo dos personas compartiendo un momento en medio de la noche.
Y aunque el corazón de Ren seguía hecho un nudo, por primera vez en mucho tiempo… sentía que empezaba a desatarse.
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