Es uno de esos recuerdos infantiles emborronados por la distancia y la continua reescritura a que los somete la memoria. Ya no puedo saber cuánto ocurrió realmente y cuánto es un añadido de mi propia imaginación pero, al fin y al cabo, ¿qué diferencia hay, no? Nuestras vidas enteras las pensamos más que las vivimos.
En aquella época íbamos todavía mucho al pueblo de los abuelos. Yo tendría nueve años, mi prima Clara unos diez. Solo nos veíamos en verano, cuando se juntaba la familia. Luego nos disgregábamos todos de vuelta a la ciudad y en el pueblo quedaban solo los viejos, pero durante aquel mes que pasábamos allí el tiempo se dilataba y a veces me parecía que transcurrían años enteros. Porque de pequeño el mundo está lleno detalles. Después, cuando se crece, uno solo ve la superficie de las cosas, pero los niños tienen todavía la visión cristalina y penetrante: pescar cangrejos en el arroyo, descubrir un insecto extraño, ir a regar los tomates del huerto, eran tareas extraordinarias, casi divinas. Por eso el tiempo de los niños es más vasto que el de los adultos, porque está lleno de cosas que luego pasan por menudencias. Aquel día en particular habíamos salido a pasear con el abuelo. Cuando las casas ya quedaban lejos, Clara me dijo algo, no se el qué, y yo empecé a perseguirla. Nos salimos del camino hasta un campo de hierbas altas que casi nos cubrían enteros. El abuelo nos llamaba con fingida preocupación. Entonces escuché el grito de Clara por detrás de los tallos. La encontré al borde de una acequia que partía la hierba, tenía entre las manos una especie de sábana transparente y quebradiza; la toqué: era una muda de serpiente monstruosa, tan grande que nos podrían haber envuelto con ella a los dos. Ya habíamos visto muchas mudas abandonadas y hasta culebras, todas pequeñas e inofensivas, pero aquella piel inmensa nos provocó verdadero miedo. Cuando el abuelo apareció por fin junto a la acequia se quedó mirando la piel, apretó las manos en torno a la cachava llena de nudos. «Vaya hombre, eso es cosa del bastardo». Le miramos, pidiéndole la historia completa. Él se volvió para todos lados, observando la hierba que no dejaba ver un palmo del suelo y que se mecía para un lado y otro, como tratando de significar algo. Nos hizo volver al camino, y entonces empezó. No recuerdo sus palabras exactas, como comprenderá, pero la cosa fue así:
Cuando mi abuelo era joven, haría cincuenta años de eso, les mandaron un cura nuevo a la parroquia. Era un muchacho recién salido del seminario, parece. “Eso de los curas jóvenes es cosa mala”, dijo el abuelo. “Siempre trae problemas. Deberían ordenarlos solo cuando ya hayan vivido lo suyo”. El cura se llamaba Javier, me parece, o Julián. En fin, el caso es que el padre Javier —sí, ahora estoy seguro de que se llamaba así— era simpático, y por su juventud se hizo enseguida de admirar entre las beatas de misa diaria. En particular hizo amistad con una tal Laurita Delgado, recién casada con Eladio, el dueño de la vaquería. Se les veía charlar mucho a la salida de la iglesia y ya estaba todo el pueblo comentándolo, desaprobándolo. Alguien juró haber visto a Laurita entrar en la sacristía después de una misa dominical y escuchado el sonido del cerrojo cayendo detrás de ella. Otro comentaría que aún otro había jurado ver al padre Javier rondando la casa de Eladio la semana de la feria de ganado en Oñaque, sabiendo que estaría ausente. Cuando Laurita quedó embarazada, se hacían apuestas en el bar sobre a quién se parecería el niño, si a Eladio o al cura.
El día del parto la tensión era evidente. Se había reunido una muchedumbre de curiosos a la puerta de la casa, y el padre Javier quiso entrar a dar sus bendiciones pero Eladio, que sabía lo que se hablaba, lo llevó aparte y pareció que discutían. Mientras tanto, crecían los gritos de Laurita en el piso de arriba. “Había mucho trajín de mujeres que entraban con paños limpios”, dijo el abuelo, “y los sacaban afuera empapados de sangre”. Cuando por fin se acallaron los gritos se quedaron todos esperando el llanto del niño, que no llegaba. El silencio se hizo denso, el padre Javier daba vueltas en torno a la casa como un perro encelado. Finalmente salió Eladio, muy pálido, y les pidió a algunos que subiesen a ver y le dijesen qué era aquello. Mi abuelo estaba entre los que subieron. En la escalera se cruzaron con la matrona, que bajaba descompuesta y sudorosa, murmurando cosas ininteligibles. Recuerdo que al llegar a este punto el abuelo se paró, nos miró a los dos como si quisiera entrar en nosotros. Aquí sus palabras se vuelven nítidas en mi memoria: “Al entrar lo vimos sobre la cama. Era largo y terminaba en punta, tenía las piernas y los brazos fundidos con el cuerpo, los ojos rojos como dos coágulos, la piel rasposa. Laurita estaba muerta y el bastardo se agitaba entre sus muslos como una culebra. Parecía que nos miraba”.
Fue un escándalo. La gente le dio una interpretación sobrenatural al asunto: “el niño es hijo del pecado y tiene la forma del pecado”, murmuraron las beatas. A Eladio tuvieron que llevárselo a Oñaque con una crisis nerviosa. El padre Javier se encerró en la sacristía un día entero, pero luego ofició el entierro de la pobre Laurita, al que no fue nadie, ni siquiera sus padres, y volvió a sus ocupaciones con aparente normalidad. A la semana, sin embargo, lo encontraron en un prado cerca de la vaquería, muerto con un tiro en las tripas. Al llegar aquí el abuelo se quedó callado, como ensimismado, pero nosotros nos lanzamos sobre él: “¿Y el bastardo, qué pasó con el bastardo?”. “Lo tiramos al campo pensando que se moriría”, respondió, “pero por aquí sigue desde entonces, y de cuando en cuando se nos lleva alguna oveja”.
Clara y yo nos pasamos el resto del verano buscando al bastardo entre las hierbas altas, sin resultado. Hasta la última noche. Al día siguiente volveríamos a la ciudad, y yo quise salir a despedirme de las cosas del pueblo. Atardecía, salí de la casa y caminé hasta el prado en el que habíamos encontrado la muda. Corría un viento fresco y todo tenía el color naranja del sol. Me quedé al borde del camino. Me pareció que había una sombra que no cambiaba con el movimiento de la luz, que permanecía quieta entre las hierbas. Clavé los ojos en ella: no era una sombra sino una silueta grande, inmóvil. Cuando por fin se terminó de ir el día se abrieron dos pelotas rojas en ella, como dos goterones de sangre. Recuerdo, pero ya le he dicho que no sé si me lo imaginé luego, que sonó un llanto que era como un silbido, largo y angustiado. Luego la sombra desapareció reptando entre los tallos.
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