Esta es una historia sin tiempo, pero ocurrió hace muchos años; es esos tiempos más calmados, sin tanta tecnología, donde todos desarrollaban sus tareas en casa, las mujeres atendían el hogar, los niños jugaban por todos lados e iban a la escuela caminando, atravesando en ocasiones largas distancias; los hombres desde muy temprano en la mañana se levantaban, tomaban sus bastimentos y tecomates con agua fresca y marchaban a labrar la tierra. Muchos de ellos llevaban solo unas tortillas envueltas en varios trapos para que no se les enfriarán durante la jornada, en el recorrido se encuentran con la comida bendita de los pobres del campo en estas regiones, unas matas de chiltepe, los cortan y ya tienen completo su almuerzo.

Antes de que fueran populares los radios a transistores y la mismísima energía eléctrica, por las noches en el patio de la gran casa, no por estar llena de lujos si no de familia y amor, se reunían los pequeños y grandes alrededor de un fogón, donde se sentaba Fidencio o Tata-Fide como era más conocido.

Fidencio es un hombre de quien en realidad nadie sabe su edad, con ese semblante tostado por años de Sol, con arrugas que parecen surcos, como los que le hacen a la tierra para sembrar. Su color, precisamente al de esa tierra fértil que da vida y sustento a todos, encorvado, por cargar tantos años encima.

El veterano usa como bastón o báculo un palo seco de Hormigo, con el cual también corrige a los patojos que no se portan bien. Las ropas de Fidencio son sencillas, una camisa de manta blanca que se empeña en subsistir, unos pantalones medio cortos hechos a mano, con mil pajarillos tejidos en sus piernas, representando la diversidad y riqueza de esas tierras, herencia de su raza maya, conservada a través de los siglos. Calza un par de caites de cuero y suela de llanta, dejando al descubierto sus pies curtidos y callosos por el caminar constante y el trabajo recio del campo.

Tata-Fide se acomoda en una banca, a un lado del fogón y toda la concurrencia se dispone a escucharle una de sus fascinantes historias. Él iniciará en cualquier instante con sus relatos de la madre tierra, de como los dioses de sus antepasados crearon el mundo, como el maíz es el regalo de esos dioses, para el sustento de todos. En ocasiones también les narra las historias de como unos chicos intrépidos, dos hermanos, se internaron en el mundo prohibido de los dioses e hicieron grandes hazañas…

Fidencio ha trabajado esas tierras desde que el mundo era muchos años más joven, tiempos donde no existían los tractores ni camiones, el maíz y las hortalizas que cultivaban debían llevarlas al pueblo cargándolas ellos mismos, en lo que se llaman hasta el día de hoy mecapales o mecates; a veces usaban carretas tiradas por bestias, cuando juntaban la cosecha de varias familias.

Hay ocasiones que las historias y cuentos de Fidencio son un poco mas terrenales y mucho menos místicas…

Una vez conto a todos de un viaje que realizo a la capital de su país, todos en su casa tenían caras de asombro cuando Tata-Fide trataba de describir el palacio de gobierno con su color verdusco, con razón lo comparaban con una guayaba. Las avenidas de la ciudad, llenas de carruajes sin caballos; las patojas de su casa se sonrojaron cuando relataba que muchas mujeres de la capital usaban faldas muy cortas, enseñando sus piernas al caminar y otras, usaban hasta pantalones, como si fueran varones.

Todos son muy fufurufos en la capital, decía con cierto desprecio Fidencio, apenas le hablan a uno porque lo ven de pueblo, pero ni modo, solo en la capital se puede uno encontrar un buen hospital…

Todos los que le escuchaban en esa ocasión, con extrañeza preguntaron: “Y usted Tata-Fide, ¿a que fue a uno de esos Hospitales?” …

El viejo indio que nunca le habían simpatizado los médicos porque decía que eran unos charlatanes y chupa sangres, se daba cuenta que por primera vez había hablado de más.

Toda su vida, el anciano se curó de todas sus dolencias y enfermedades con las hierbas de su abuela cuando era joven, de su madre y padre cuando creció y, los menjurjes que ahora él, de viejo, hace para si mismo y para todo aquel que le duele algo en la comuna.

Pero salió del atolladero ampliando y metiendo más cuento a la historia, al decirles a todos que solo fue a darle a un conocido unos emplastos de hierba sanadora santa porque no lo dejaban salir de ese lugar y esos disque doctores no le atinaban a curarlo.

La verdad era otra y mucho más seria, a Fidencio, el viejo curandero aficionado y cuentista profesional, historiador y el mejor orador de todo el pueblo y sus aledaños, tenia una enfermedad que le estaba aquejando desde hace ya muchos años.

Una enfermedad de esas que sus hierbas y remedios ancestrales no podrían curarlo, que, en realidad, ni los elegantes y pálidos médicos de la ciudad sabían muy bien si es posible hacerlo. Pero Fidencio no se lo confiesa a nadie, todos creen que fue a la capital por algún encargo del alcalde municipal del pueblo o a hacer unas diligencias y trámites. La realidad es, que en esa comuna y con estas personas, lo que decía un anciano se tomaba por verdad y nadie se atrevía a dudarlo, mucho menos si ese anciano era Tata-Fide.

Verdaderamente eran otros tiempos, hoy en día a los ancianos los dejamos de lado, no les hacemos caso y menospreciamos. Hemos hecho de las casas de retiro, en el mejor de los casos, sus hogares. En ocasiones, hasta son echados a la calle después de que ellos han dado toda su existencia a la familia.

En estos tiempos, somos ya viejos a los 40 años o incluso antes, las empresas en muchos casos no aprecian la experiencia de vida, solo desean sangre joven y energía para el corre corre corporativo y comercial…

En aquellos días, el peinar canas era un privilegio, sin importar mucho como había sido en realidad tu vida, eras premiado con la admiración de los más jóvenes. Se les reservaba los mejores asientos en los eventos familiares y comunales a los viejos, porque eran como las joyas de la comunidad.

Eran seres con experiencia de vida que su misión era ilustrar a las nuevas generaciones y estas los escuchaban con respeto y atención, sabiendo que ellos ya habían recorrido los caminos por donde los jóvenes tropezarían hoy.

Fidencio era como uno de los últimos ancianos condecorados con todas esas insignias de sabiduría en la comunidad. Se empezaba a ver en esos días entre la juventud su rebeldía característica, donde los patojos creen que, porque saben de tecnología y de noticias del día a día son más inteligentes que un viejo que ve la hierba crecer, que observa las estaciones y habla con los dioses y la tierra…

Lo cierto es, que hace semanas el veterano indígena no se siente nada bien; le cuesta demasiado orinar y le arde, come cada vez menos y no duerme. Les dice a todos que esta bien, pero no es cierto. Él comienza a rezar en lengua antigua, como si entrara en trance, se comunica con sus antepasados para encontrar la paz en medio del dolor… agarra y se toma de golpe un poco de aguardiente para dejar de sentir tanto y mastica las hierbas que conoce para aliviar un poco su condición.

El doctor Escobar de la capital, le había dado un diagnóstico terrible, le dijo que padecía de una enfermedad sin cura, que se comería poco a poco su cuerpo, a Tata-Fide ni le intereso saber el nombre de la enfermedad.

¿Acaso voy a platicar con esa hija de la chingada pa’saber su nombre?, le dijo al médico el viejo.

No necesito saber cómo se llama, necesito saber cómo quitármela, por la gran…

Ustedes los doctores no se enfocan en lo verdaderamente importante. ¡No aprenden nada! Concluyó Fidencio y salió esa vez de la consulta del médico en la capital, para nunca más regresar…

De eso ya pasaron meses o más, y esa enfermedad, que a saber cómo se llama, sigue avanzando y acabando con la vitalidad del anciano, diezmando sus fuerzas.

Un día, caminando en la plaza del pueblo, el viejo no aguanto más el dolor y cayo de rodillas enfrente de muchas personas, de inmediato lo cargaron entre tres patojos y le llevaron con un extraño joven, todo peludo el patojo, estaba desde hace un tiempo en el poblado y el alcalde decía que estaba haciendo prácticas médicas gratuitas de parte de la universidad.

Al verlo entrar el hippie aspirante a galeno abrió los ojos a tal grado que parecía que se les saldrían en ese instante, Fidencio entra cargado por completo por tres hombres y seguido por una docena más de personas, todos con caras muy afligidas, queriendo que ayudara a Tata-Fide como decían…

Tenes que curar al Tata-Fidencio, le decía uno de los hombres que lo había llevado en hombros más de 200 metros, él es el Tata del pueblo; es nuestro guía, nuestro maestro y abuelo de todos.

Déjame ver que tiene primero voz, contestaba algo confundido el estudiante de medicina, veremos si podemos curarlo aquí, voz anda a la alcandía y dile al secretario que mande un telegrama urgente al doctor de la universidad, para que esté atento; Yo le mandaré todos los síntomas de este anciano lo antes posible para consultarlo y pedir ayuda si la necesito.

Pasaron unos minutos y Fidencio se sintió mejor por una inyección que el muchacho de la larga cabellera le dio. El viejo le dijo que ya quería irse, pero no le dejaron todos los que le habían visto en la plaza abatido, le decían que dejara que el “doctorcito” le revisara, que no estaba de más.

Fidencio levantaba la voz, proclamando que estaba bien, que solo se mareo porque había mucho sol y no llevaba su sombrero, que no hicieran tanta alaraca. Mando a todos a sus casas y se quedó a solas con el “peludo”, como él le decía, a hablar…

Le conto Fidencio todo lo que le ocurría al enfermero glorificado de largo cabello, haciendo hincapié que todo era como un secreto de confesión, que él, si deseaba ser medico de verdad, entendería que no podría y no debería revelar esta, ni ninguna otra información de su paciente sin el consentimiento de este. Fidencio hizo gala de toda la experiencia que la vida le ha dado en casos similares donde la discreción ha sido vital para evitar catástrofes. El anciano dejo al estudiante con la boca abierta, por el diagnóstico y por la forma de conducirse ante su inexistente salud y posible muerte.

Pero don Fidencio, le decía Danilo, el estudiante de medicina peludo, como pretende curarse con solo hierbas y pomadas, lo que usted tiene es muy grave, necesita una operación lo más pronto posible.

Ay patojo, ¿voz que sabes de operaciones? De abrirle a uno la barriga y sacarle las tripas. A mi edad, eso es una sentencia de muerte m’ijo. Para eso mejor voy con el Chon, el carnicero de aquí y no tan lejos hasta la capital… Contestaba Fidencio.

¿Usted sabe algo más que no me quiere decir verdad? Le adivinó Danilo.

Tenes razón patojo, confesó Fidencio bajando la mirada, yo ya fui al hospital de la capital, me vio un doctor y me dijo que lo que tengo ya no se puede operar, que ya está regado por todos lados… ¿Ya pa’que m’ijo? En un tiempo me iré y así debe ser, pero eso que me diste si me gustó, me quito el dolor…

Danilo, era ahora el que tenia la mirada clavada en el suelo, como queriendo encontrar algo que se le había caído hace solo unos segundos, quizá era el optimismo.

Danilo insistió en que se hiciera nuevos exámenes a la universidad, que él personalmente le acompañaría para verificar que los resultados fueran exactos. Fidencio se negó, que no podía dejar el pueblo y, menos por esa razón, cuando él siempre ha confiado en la medicina de la tierra y no en la del hombre. ¿Qué pensaría el pueblo de él? Que era un mentiroso. Prefería morir antes de decepcionarlos a ellos.

Arqueando una ceja, Danilo, el medico practicante, volteo a verle con cara de maña, diciéndole que no debía decirles la verdad, que dirían que iría con él a la universidad para enseñarle a algunos doctores de allá el poder de las plantas para curar. Y en efecto, podrían hacer una conferencia verdadera para que el cuento no fuera solo cuento, enseñar parte de la medicina natural del lugar en la Universidad.

Tata-Fide se quedo boquiabierto viendo como el peludo muchacho parecía que tomaba en serio a la medicina de sus dioses y de la tierra. ¿Estás hablando en serio patojo? Pregunto, a lo que Danilo simplemente asintió con la cabeza, moviendo sus clines desordenadas.

Danilo telegrafió a la universidad para hacer la cita a los estudios y programar el seminario de Fidencio en el aula magna de la facultad de medicina, hablarían de las raíces, las semillas y hojas que en la naturaleza son tan poderosas que pueden curar muchas dolencias o ser tratamientos muy efectivos para enfermedades crónicas como una diabetes o hipertensión.

Todo el pueblo salió a despedir ese día a la tan extraña pareja, un octogenario indígena con un veinteañero capitalino; uno siendo todo tradiciones y misticismo, el otro, puros modernismos y sin creencias particulares.

Danilo cumplió, le organizó un Simposio formidable a Fidencio, él lo disfrutó, contó todo como si hubiera estado enfrente del viejo fogón, el de su casa.

Todas las historias y recetas, las que le habían heredado sus abuelos y los abuelos de sus abuelos; el valor de la hoja de limón, de la raíz del aguacate, de las flores de buganvilias, por ejemplo.

A cambio, Fidencio cumplió con paciencia y con la boca cerrada, sometiéndose a todos los exámenes que Danilo y, su mentor, ordenaron. Luego se retiraron a unas habitaciones del dormitorio de la Universidad a esperar los resultados.

Estaba el casi niño y el muy viejo, compartiendo un café, de esos que no le gustaban a Fidencio porque eran de polvo, pero no dijo nada. Danilo se aventuro a iniciar la conversación. ¿Como se ha sentido, Fidencio? pregunto. El viejo indio levanto la mirada y sonrió tenuemente, me siento cansado patojo, muy cansado.

A los pocos días regresaron los disparejos personajes al pueblo, al bajar del autobús, Danilo repartió a los que habían llegado a recibirles los ejemplares de una especie de periódico universitario, donde estaban las fotografías de Fidencio en su conferencia, con su pantalón corto de avecillas de mil colores y su camisa de manta, frente a todos esos “trajeados” que no sabían nada de la medicina ancestral de la tierra.

Fidencio sonreía con una felicidad llena de paz, como aquel que ha logrado su máximo logro en la vida. Volteó a ver al joven Danilo, que se había cortado un poco sus greñas y le soltó una sonrisa.

Danilo ahora llega de vez en cuando al viejo caserón donde vive Fidencio, con el pretexto de que le enseñe sobre la medicina que él sabe, pero también le administra cada vez una dosis de calmante para los dolores que experimenta el veterano. Nadie se da cuenta y con nadie hablan al respecto, así pasan los meses y hasta quizá un año.

Un día, Tata-Fide sale del caserón, va la loma que esta cerca, se siente ya muy cansado. Nadie le presta atención porque piensan que va a recolectar hierbas para sus medicinas y menjurjes.

En la cima del cerro entierra su vara vieja de hormigo, como entregándola a la tierra, se da la vuelta y lentamente se pierde en el horizonte para que nunca más nadie vuelva a saber de él.

Todo el mundo lo llora, lo recuerda, hay quienes dicen que lo ven en sueños y en apariciones cuando caminan por los cerros a las afueras del pueblo. Danilo anoto todo lo que el viejo Fidencio le enseñó e hizo su tesis sobre la medicina ancestral maya. La Universidad editó un libro sobre todas las recetas naturales que el viejo indio compartió, sabiendo que a lo mejor mucho conocimiento se fue con él…

Danilo se graduó de médico al final, se fue a ejercer a ese pueblo porque aprendió a amar sus paisajes, a su gente y tradiciones. Ha visto como han cambiado las cosas, ahora hay más carros y camiones en sus calles, ya hay energía eléctrica y hasta internet atravesando las montañas.

Al final, intentamos no perder la esencia de quienes somos, recordamos a los viejos indios que nos contaban las historias de como se hizo el mundo según nuestros antepasados. Contamos las historias y cuentos fantásticos con los que ya no se asustan los niños, pero siempre se entretienen, citamos una vez al año a todos en el pueblo a bailar, comer y escuchar los relatos fantásticos que el mismo Fidencio contaba hace ya muchos años atrás, a la sombra del palo de hormigo que él dejó, que, sin ninguna explicación posible, echo raíces, floreció y creció, convirtiéndose en un hermoso árbol de la madera, con la que también podemos escuchar a nuestra tierra hablar en la marimba.

FIN

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