Ren caminó bajo los árboles del parque, cada paso resonando como un eco en su pecho. La voz de Mika aún temblaba en su mente, mezclada con el recuerdo de aquel beso que había presenciado. No fue solo el beso. Fue la pausa. Ese instante en el que ella no lo apartó.
Se detuvo frente al lago, donde las luces de la ciudad bailaban sobre el agua.
—¿De verdad esperabas que te creyera, Mika? —murmuró al viento.
—No estás solo, ¿verdad? —dijo una voz a su lado.
Ren se giró. Ayaka estaba allí, como si el destino la hubiera invocado en el momento exacto. Llevaba una bufanda azul y el cabello recogido en una coleta que dejaba ver su expresión serena.
—Te vi venir desde lejos. Pensé que tal vez necesitarías compañía —agregó.
Ren no respondió de inmediato. Solo la miró, como buscando una señal de lo que debía hacer.
Ayaka no preguntó nada. Solo se sentó junto al lago y le dio espacio. Y Ren, por primera vez en semanas, se sintió capaz de respirar.
Quizás aún no sabía qué hacer con Mika. Pero por ahora… al menos no tenía que enfrentarlo solo.
Ayaka no decía nada, y eso era lo que Ren más agradecía. No necesitaba más palabras; ya había tenido suficientes por una noche.
El viento soplaba suave, arrastrando las hojas caídas sobre el lago. Ren se sentó junto a ella, sin mirarla.
—¿La viste? —preguntó finalmente.
Ayaka asintió con lentitud.
—Estaba esperándote desde hace rato.
—No sabía si ir. Parte de mí quería que no estuviera ahí.
—¿Y la otra parte?
Ren esbozó una sonrisa amarga.
—La otra parte quería que fuera una mentira. Que todo tuviera una explicación que pudiera aceptar.
Ayaka lo miró de reojo, sus ojos oscuros atentos.
—¿Y la tuvo?
—No lo sé. Tal vez sí. Pero también me di cuenta de que… no todo se arregla con palabras.
Un silencio cómodo cayó entre ambos. Hasta que Ayaka se animó a decir:
—¿Y ahora qué vas a hacer?
Ren pensó por un momento, mirando el reflejo de la luna en el agua.
—Voy a dejar de correr. No de Mika… sino de mí mismo. Me pasé tanto tiempo colgándome de una imagen perfecta de ella, que olvidé que todos podemos fallar. Pero no sé si puedo vivir con eso.
Ayaka bajó la mirada, jugueteando con los bordes de su bufanda.
—A veces amar a alguien también es saber cuándo soltar.
Ren la miró. Había algo en su voz… una tristeza antigua, familiar. No se lo dijo, pero lo supo: Ayaka entendía más de lo que aparentaba.
—Gracias por estar aquí —dijo él, sincero.
Ella sonrió, casi imperceptiblemente.
—Siempre estaré.
Y por primera vez en mucho tiempo, Ren sintió que el mundo no se desmoronaba a su alrededor, sino que se abría con nuevas posibilidades.
Aunque el futuro aún era incierto, al menos ya no estaba tan solo para enfrentarlo.
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