Libro III: «Katábasis»; (VII) «El Dios Desconocido»

Libro III: «Katábasis»; (VII) «El Dios Desconocido»

Alkaios Gaelli

17/03/2025

I

La noche ya transitaba su hora más álgida y profunda. Los megarenses, cautelosos, iban dejando tras de sí las huellas sobre la arena, habiendo atracado instantes atrás en una ensenada rocosa ni bien avizoraron desde la mar el fúlgido resplandor de una hoguera entre las negras costas. Mientras unos avanzaban por la playa, otros exploradores se dispersaban por las laderas de oscura hierba, en pos de emprender la estrategia de captura. Ninguna melodía de guerra sonaba esta vez, tan sólo el batir de los sistros, las cuerdas de las liras y un coral de agudas voces que acrecía a medida que se acercaban a la penumbra que se extendía por las dunas, asomándose por detrás de caprichosas formaciones rocosas.

Fue entonces que las vieron: un grupo de féminas, todas aglomeradas al amor del fuego; las del centro en pose de veneración, las del medio haciendo sonar los instrumentos y las de la periferia girando danzantes en torno a ellas y a la gran hoguera, elevando a las estrellas los cánticos sagrados.

Juzgaron que la posición era inmejorable, pues estaban franqueadas por detrás por unos bajos y cóncavos acantilados calcáreos que las rodeaba y delimitaba sus vías de escape, o bien las entorpecerían sobremanera. Por encima de ellas se ubicarían los exploradores. Los demás se refugiaron entonces detrás de las voluminosas rocas que regaban el área, aguardando que el contingente de la segunda galera aparezca por el otro flanco de la playa a bloquearles la única huida posible: podían acorralarlas como a ovejas.

Ya todos en posición, habiéndose echado los escudos a la espalda, esperaron la señal del mando del segundo frente, que haría rutilar su hoja en alto tres veces. Ni bien brilló el acero, un tropel de megarenses salieron ágiles de las sombras unidos en un grito, ávidos por dar rapto a las desprevenidas mujeres, como dados a la orgía de Dionisos. Las redujeron por detrás; unos abalanzándose sobre ellas, levantándoles los vestidos, otros sujetándolas por sus delicados brazos o por los pliegues de sus peplos, mientras las denostaban con insultos y agravios.

Una saeta sibilante cruzó la alta noche para ir a incrustarse certera a la garganta de un megarense. Fue la que lanzó el escita Tóxaris, un eximio arquero nacido en Táuride y que ahora era uno de los Hijos de Momo, y cuya voz había sido cabal para convencer a Susarión de unirse a la gesta que serviría a Anacarsis, el príncipe depuesto de su lejana patria.

Al ver a uno de los suyos caer en la zaga, mucho se alertaron los megarenses, pero no tuvieron tiempo de evitar una andanada de dardos que les cubrió por completo la cabeza y aturdió sus oídos, como una rampante plaga de langostas al vuelo. Algunos entonces intentaron detenerlas con las peltas y broqueles, pero muchas terminaron alojándose en torsos, caderas, hombros y muslos megarenses.

—¡Aseguren a las mujeres y emprendan la retirada!

Tal vociferó uno de sus altos mandos, azorado al advertir que habían caído en una trampa, pero al instante fue degollado por la daga que empuñaba su presa. Tal era el mecanismo de acción que había ingeniado Pítaco aquella noche que planearon la conjura bajo el místico rocío, inspirándose en el vetusto ritón de Anacarsis que tanta impresión le había causado. A esto lo llevó a cabo el astuto escita, que ideó un mecanismo tal que oculte los puñales bajo las mangas de los peplos, y que podían ser accionados mediante un sistema de tensores a través de un certero movimiento de los codos.

Otro puñado de megarenses también cayeron bajo este ardid, que, al levantarles los vestidos, comprobaron con pasmo: ¡aquellas víctimas que tenían sometidas a su dominio no eran féminas, sino jóvenes mozos y efebos, a los que apenas les asomaba el bozo y ni barba apuntaba sus quijadas! Se habían perdido entre sus atuendos ceremoniales, en las dulces fragancias que ungían sus blancas pieles, en el abundante maquillaje de sus rostros lampiños, en los caros adornos que revestían sus miembros y en los hermosos tocados y cabelleras multicolores que exhibían, y que no eran más que largas crines de yeguas o caballos. Muchos así, preparados como estaban, lograron escapar y corrieron hasta ponerse a resguardo detrás de los acantilados, dejando en manos de los megarenses tan sólo las artificiosas y perfumadas cabelleras que antes decoraban sus cabezas.

Algunos mancebos, los que portaban liras o sistros, también los usaron a su favor, pues tenían adosadas a su base cuchillas salientes con las que laceraron la carne de sus captores. Otros tantos, obedeciendo a uno de los ingenios de Anacarsis, cerraron los ojos para arrojar contra el suelo popas de brea; unas esferas viscosas al punto justo, de modo tal que al reventar liberaban al aire una nube de cenizas contenidas por dentro, elevando una espesa cortina de humo que enceguecía a los megarenses, que se vieron amedrentados por tal magia oscura. Era la señal.

—¡Atenienses! ¡Protejan a nuestros niños! —Se escuchó entonces.

Tal fue el grito de Solón, que emergió enardecido desde las falsas rocas que lo cubrían a él y a otros atenienses, pues, aunque piedras en apariencia, no eran más que telas gruesas y tiesas, ungidas en pez y estilizadas por fuera, otra vez, por la muy ágil mano de Anacarsis y apuntaladas desde dentro por picas y broqueles. Así salieron él, Hipócrates y más jóvenes a darse a la matanza, mientras el resto de los efebos intentaban huir de las manos rapaces de los enemigos.

El sonido calmo y perpetuo de la mar nocturna iba perdiendo intensidad ante los alaridos propagándose ahora por la arena. Mientras tanto, ubicados por sobre el acantilado, Demetrio, Aniceto y sus hombres se ocupaban de asaltar a la decena de exploradores rivales. Los tomaban desprevenidos saliendo detrás de matas de arbustos o debajo de altos pastizales. A unos les clavaron la lanza entre los omóplatos; a otros los degollaron por detrás; y a otros sorprendieron desde la copa de los árboles, cayéndoles encima y abatiéndolos una vez en el suelo.

—¡Hijos de Momo! ¡Carguen sobre estos perros mugrosos y demos la bienvenida al dios que viene! —tal arengó Susarión desde los bajos acantilados, azuzando a los suyos a saltar a la playa, una vez todos vaciaron sus aljabas de flechas.

Tal hicieron y se internaron feroces en la riña reforzando a la tropa destinada a proteger a los efebos, encabezada por Solón e Hipócrates. Ambos se esmeraban en esquivar, cubrir y estocar a diestra y siniestra, avanzando entre megarenses ya bien prestos al combate. Tres veces sintió Solón cómo el hierro golpeó su rutilante e inviolable armadura, siendo abollada en el pectoral y en la ventrera. Al reconocerse cobijado por la glauca diosa, acometió con ímpetu homicida contra tres infantes despavoridos, a los que abatió con la májaira recurva que empuñaba, tan filosa e impaciente por lacerar carne megarense. A uno le cercenó el brazo desde el codo de una sola tajada, al otro le rasgó yelmo y ojo con una estocada descendente, y tanto se ensañó contra el tercero que el arma se le atascó en las costillas de su víctima, cuando, por la espalda, un golpe seco lo alcanzó y lo tumbó de bruces sobre la arena. Al girar notó a un hombre fornido medio iluminado por el fuego, mostrándole una dentadura equina, con el rostro desfigurado por Ares. A punto estaba de abatirlo, y le hubiera perforado el pecho de no haber sido por la hoja de Hipócrates, quien se la ensartó de lado por la mandíbula y le salió por el tímpano, haciéndole morder el hierro y sumiéndolo en la negrura.

—¡Somos menos que ellos! ¡Lesiona y prosigue, medóntida! —le reprendió Hipócrates, arrojándole encima su vasta experiencia en materia de guerra.

Ambos entonces voltearon para proteger o liberar al resto de los efebos, todos pupilos de Drópides y que eran la prioridad a defender, con la vida si era preciso. Mientras miraba a los hombres de Susarión luchando de forma salvaje y desordenada, algunos incluso divirtiéndose a carcajadas arrojando megarenses a la hoguera, Hipócrates se empeñó en ir al rescate del último grupo de mozos que había sido tomado rehén por unos diez megarenses.

Oyendo el estrago y el resonar de las armas, la zaga de peltastas comenzó a replegarse a las galeras para dar aviso a los birremes anclados en la bahía, tripulados por más hoplitas y epíbatas de Teágenes. En el trayecto, muchos de ellos pasaron cerca de las falsas rocas preñadas de jóvenes y valerosos atenienses, que blandieron por debajo la aguda hoja del xifós y les desgarraron los sólidos talones, haciéndolos caer como peso muerto desangrados sobre la arena. Los otros, sin embargo, lograron escapar rumbo a las naves.

Al advertirlo, Hipócrates ordenó a parte de los Hijos de Momo alcanzarlos en carrera y detenerlos o demorarlos. Exhortó también al total de los jóvenes a salir de sus escondrijos y centrarse en proteger a los mozos.

Ya ni uno quedaba en la bahía sin arrojarse al marcial combate cuando Demetrio y Aniceto, una vez despachados todos los exploradores, se lanzaron al campo de batalla junto a sus comandados, colgando por sogas desde los bajos acantilados. Cayeron sobre dos desprevenidos megarenses que tomaron efebos como rehenes; pero los guerreros atenienses desoyeron sus súplicas y les arrebataron la vida, salvando entonces la de los pupilos.

Otros dos de los mancebos capturados lograron accionar el mecanismo bajo sus peplos femeniles: uno llegó a perforar el hígado de su captor, el otro le cercenó la ingle al suyo, liberándose ambos y poniéndose a resguardo bajo las rocas junto a los demás. Viendo que el ímpetu de los atenienses no mermaba, los seis megarenses rodeados se vieron obligados a lastimar a los efebos, por lo que uno de estos fue atravesado en el abdomen por un xifós megarense.

¡Tanto se acongojó el corazón de Solón al reconocer tras el maquillaje el rostro del joven herido! ¡Pues se trataba del valiente Aristodemo, el hijo de Hermolao, que quedó tendido en la arena, botando sangre por los labios a los pies de ese cobarde verdugo! Dominado por la ira se lanzó entonces contra ese hombre a batirse en singular duelo. Al verlo, Hipócrates con Aniceto a su diestra acometieron contra dos de los captores. Calcularon sus movimientos procurando que los niños salgan ilesos, mientras Demetrio se ocupó de levantar el cuerpo sangrante de Aristodemo y de ponerlo a resguardo bajo los acantilados.

Uno de los efebos logró zafarse, por lo que el megarense lo corrió por la espalda y apunto estuvo de darle la mortífera estocada, pero fue interceptada por el cuerpo de Aniceto, quien recibió el fatídico hierro por él. Cumplió su deber; la hoja le perforó el esternón, le desgarró todo el diafragma y cayó glorioso sobre la arena.

Invadido por el espanto de haber perdido un amigo, ávido por correr a abrazarlo, Hipócrates acometió con fiereza contra su adversario, haciendo huir al mozo de sus garras y clavándole el xifós en el cuello, lanzándose después, en un ágil movimiento, contra el asesino de Aniceto, a quien alcanzó a atravesar por la espalda. Al punto cayó sobre el cuerpo exangüe de su amigo y no pudo evitar llorarlo.

Fatigado por el combate, Solón no podía doblegar a su contrincante, que se le reveló como un digno iniciado en el arte del xifós. Ni bien advirtió Hipócrates que su pariente estaba descuidando sus flancos como guerrero, que sólo la recia complexión de su panoplia lo separaba de una muerte funesta, ordenó a Demetrio secundarlo en el ataque. Aquél le obedeció y fue capaz de desequilibrar al feroz megarense, permitiendo que Solón le aseste una estocada letal en el pecho.

Se reagruparon todos entonces, pusieron a resguardo el cuerpo finado de Aniceto y observaron en su torno. Aún quedaba un puñado de infantes ofreciendo resistencia contra unos valerosos jóvenes atenienses. Pero antes de tomar acción observaron a un hombre, cuya altura alcanzaba casi los seis codos reales, arrasando todo a su paso como una tromba, empuñando una maza con ambos brazos y derribando por igual tantos megarenses como atenienses. Tal era la silueta de Susarión, que albergaba en sus miembros la fuerza y el vigor de diez hombres juntos. Lo reconocieron aliado una vez vieron a sus salvajes enmascarados seguirle por detrás, aplastando con mazas y peñones las cabezas de los megarenses que iban quedando desparramados por la arena.

—¡No se apresuren en morir, mis niños! ¡Que Teágenes todavía no llegó al banquete! —gritaba el poeta entre el tumulto, con el extremo del mazo impregnado de restos de carne y chorreándole sangre del escudo en su espalda—. ¡Recuerden! ¡No somos héroes, sino las moscas de un festín olvidado! ¡El diente podrido en sus bocas! ¡Las ratas que defecan en sus manjares cual harpías en la mesa del pobre Leneo! ¡Somos las ranas croando en el estanque, aturdiendo el canto de sus putas musas! ¡Que Dionisos, el dios que viene, mucho nos queme la garganta! ¡Y que Padre Momo llene nuestros corazones con sus dones mordaces! ¡Y que contemple su obra! ¡Por cada caído de ustedes elevaré cincuenta versos y cincuenta chanzas contra esos nalgas tristes!

No mostraban rastro alguno de temor, sino que lo inspiraban. Parecía que tenían a la locura como estandarte, una locura bucólica que insuflaba en los Hijos de Momo una salvaje devoción por la extraña causa que defendían. Los atenienses se sorprendieron de buen grado por su valor y, sobre todo, porque entre ellos contaban un puñado de mujeres, tan ferales y arrojadas como sus varones, que combatían como las feroces Amazonas.

Entre las rocas escarpadas los atenienses sofocaron el moribundo resuello de los enemigos caídos; pues esta noche la piedad no formaba parte del festín. Comprobaron entonces que habían asegurado esa posición, pero aún quedaban megarenses en las orillas, desembarcando de un birreme. Miraron hacia atrás. La mayoría de los efebos estaban a salvo; aunque muchos presentaban heridas o lesiones menores, sólo uno de ellos, Aristodemo, corría riesgo de muerte.

Hipócrates ordenó a todos quienes sigan en pie abandonar la gresca en la bahía y reagruparse; esperarían a las huestes enemigas en el área asegurada, al linde de la playa. Juzgaron que el comienzo les era muy favorable, pues las estrategias cobraron el efecto deseado y el enemigo sucumbió al pánico terror infundido. A pesar de las sensibles bajas sufridas, habían brindado un combate formidable, digno de Ares: más de un centenar de megarenses yacían retorcidos en sanguinario lecho; de los ciento veinte Hijos de Momo contaron unos quince caídos, un número semejante al de los valerosos jóvenes áticos.

Ya alineados, aguardando en formación, sabían que el siguiente combate sería el más parejo y decisivo, pues veían avanzar por las arenas un frente megarense integrado al menos por ochenta infantes comandados por treinta hoplitas. Fue entonces el momento de recurrir al próximo ardid:

«¡Escita! ¡Ahora!» entonaron a un tiempo Hipócrates, Solón y Demetrio, todos mirando hacia arriba y hacia atrás, agitando las armas.

Anacarsis, que contemplaba la riña desde la cima de un solitario peñasco, corrió entonces adonde Nicias, el responsable de abrir las trancas del enorme complejo del Santuario y permitir el furtivo ingreso de los guerreros y efebos atenienses. Allí, entre los pastizales, le indicó accionar el mecanismo de asedio. El eumólpida prendió fuego una enorme esfera de heno empapada en aceite y encimada a una plataforma de sogas y gruesos andrajos. Daga en mano, el escita segó un cordel bien tensado que desembuchó la esfera ardiente. Salió despedida por los aires, partiendo el cielo e iluminando la noche, yendo a caer en medio de la bahía regada de peltastas y hoplitas, pues muy bien había calculado el escita su rango de alcance. Los megarenses que no fueron calcinados rompieron filas, sumidos en el espanto. Fueron los comandantes quienes exhortaron a sus infantes a no dejarse amedrentar por el fuego, a formar filas y reavivar el avance.

Mientras el enemigo se reorganizaba, Anacarsis y Nicias cubrieron veloces gran parte del terreno y llegaron a lanzar las tres ígneas esferas que restaban; habían dispuesto los mecanismos de asedio de tal modo que impacte en distintos puntos de la playa y azote al mayor número posible de rivales. Las bolas ardientes rebotaron en la arena, esparcieron el flamígero estrago en derredor y fueron a parar a la mar, partiéndose en muchos trozos aún encendidos por la ingente cantidad de líquido inflamable. No obstante, los megarenses restantes seguían avanzando.

Ni bien consideraron propiciarles suficientes bajas y que ahora habían equiparado los números, Hipócrates ordenó a los atenienses avanzar en formación cerrada en el centro. A aquellos que aún portaban lanzas los ubicó por detrás de sus últimas líneas, escondidos, y ordenó a los hombres de Susarión dividirse en dos grupos: uno reforzaría el flanco izquierdo y el otro el derecho.

—¡Confíen en sus escudos! —gritó el estratego ni bien vio a la masa enemiga a una proximidad amenazante, a punto de arrojar sus agudas lanzas.

Tal hicieron y algunas moharras se ensartaron en carne ateniense. Algunos cayeron en primera fila, pero ninguna pica vulneró los escudos de sus altos mandos. De inmediato, Hipócrates lanzó el grito: «¡Lanceros!» Y tal ordenando todos se agacharon a su señal, excepto quienes portaban las lanzas por detrás, que las arrojaron y fueron capaces de propinar más bajas al bando rival.

Rompieron filas entonces y se trenzaron en feroz disputa, entrechocando armas y broqueles, permutando lamentos y bramidos. Solón, Hipócrates, Demetrio y Susarión se ocuparon de lidiar contra los peltastas del frente. Implementaron una táctica de cuña, intentando abrirse paso hasta alcanzar a los hoplitas remanentes, los mejores preparados, mientras el resto de los jóvenes e Hijos de Momo cercenaban y desmembraban rivales con bravura y salvajismo.

Ya en campo abierto, Hipócrates advirtió que la incertidumbre cundía entre los megarenses, puesto que los primeros gritaban a los de atrás: «¡Es una trampa! ¡No hay mujeres que capturar!»; y los de atrás les gritaban: «¡Adelante, megarenses, que los superamos en número! ¡Raptemos a las mujeres y emprendamos retirada!». Notó también que el temor consumía el corazón de muchos de ellos, que eran míseros zagales mal nutridos que caían sin decoro ante el impetuoso bronce ateniense y que sólo esperaban la orden de rendición por parte de sus comandantes; empero, sabía que la situación se tornaría más fatigosa una vez alcancen a los hoplitas unos metros por detrás. Se tomó un instante entonces para examinar mejor la bahía a sus anchas. Una galera mercante y un birreme habían atracado al sur; la otra galera sita al norte, entre su posición y el santuario de Eleusis; mientras que el último navío de guerra se mantenía anclado de perfil en la mar, como si estuviese presto a virar en retirada. «Seguro el fuego los alertó; es una decisión prudente —pensó—. ¿Estará Teágenes en esa nave? ¡Si ese birreme regresa a Salamina o a Nisea podemos darnos por muertos, y el mitilenio será carne para cerdos!» De inmediato, ordenó a los hombres de Susarión abordar las naves encalladas y bloquear al navío en fuga; sabía que, en el combate cuerpo a cuerpo, los atenienses esgrimían más orden y disciplina que aquellos hombres salvajes y ferales que sólo pondrían en riesgo el equilibrio del batallón.

Caída la línea defensiva de infantería rival, un joven ateniense en concreto, por nombre Telos, con inusitado coraje acometió él solo contra los hoplitas megarenses. Se trenzó en combate contra tres de ellos y su valor inspiró a Solón y a Demetrio a tomar la delantera en el ataque. En conjunto lesionaron de muerte a dos de ellos; a uno lo degolló Demetrio con la punta del xifós, al otro Solón le cercenó una pierna con el filo tremendo de la májaira.

Los hoplitas del fondo decidieron que aquél guerrero de relumbrante panoplia debía ser abatido, por lo que formaron un bloque de ataque, el último bastión de asedio, y se dirigieron al corazón del tumulto con ánimos de muerte. Entonces el aguerrido Telos, que apenas pasaba los veinte años, fue capaz de lesionar a tres provos guerreros de infantería pesada. Los incapacitó para el combate, pero encontró su hado contra un feroz adversario que le perforó los pulmones por un costado. Solón vio el último aliento expirar de los labios de Telos: jamás había contemplado muerte más decorosa que esa; juzgó que de haber podido costear una mejor armadura esa carísima muerte podría haberse evitado. Con menos pudor fueron cayendo más jóvenes áticos, mientras Solón y Demetrio, que acusaban heridas y golpes en brazos y rostro, intentaban persistir en la lucha que habíase tornado defensiva, retrocediendo ante el avance del último reducto de hoplitas.

Mientras Susarión aseguraba el flanco izquierdo con su tosco pero indoblegable vigor, más propio de una fiera que de un hombre, Hipócrates se esmeraba por lograr que sus hombres no desbanden por el ala derecha. Se vio obligado a abandonarlos ni bien vio al bastión de hoplitas vendiendo cara su derrota contra Solón y Demetrio en el centro, por lo que decidió ir a socorrerlos. Se internó entonces en el fragor de la refriega, cuando, entre un espacio y otro, reconoció una pequeña silueta familiar moviéndose entre los cadáveres, y, por un instante, el corazón se le heló en el pecho…

¡Ay, qué furor asesino lo embargó al ver a Pisístrato correteando entre la vil matanza! Vio el terror en sus ojos, trepidando en sus mejillas, ensombreciendo la ternura de su rostro inocente; estaba buscando cobijo entre los cuerpos caídos, con claras intenciones de alcanzar la zona asegurada entre las rocas escarpadas. Comprendió que su hijo lo había desobedecido, que, como si de una más de sus travesuras se tratase, había emprendido por su cuenta el camino hacia la gloria, ese que idealizaba en su aniñada y frágil mente, ignorante de los horrores que acarreaba la funesta carnicería de mortales.

Hipócrates emprendió carrera en dirección a su aterrado retoño, y gritando su nombre se sumió en un frenesí de matanza. Como la osa terrible que, temerosa del peligro que acecha la vida de sus oseznos reluce sus garras y colmillos, y con ferocidad se obstina en asesinar y desgarrar todo a su paso, así avanzó; embriagado de muerte, destruyendo y arruinando las vidas mortales que lo importunaban en su camino. Con tanta presteza se desplazó, como si bloquear, esquivar, lacerar, estocar y mutilar fueran para él una elevada forma de arte, un deleite, una sed de sangre cara de saciar. Caídos ya muchos enemigos, al llegar donde su retoño, se arrojó sobre él. Todavía enajenado como estaba, desechó sus armas para alzarlo en brazos; y así corrió hasta ponerlo a resguardo junto a los otros efebos. Pisístrato le reconoció por su voz, pero aquella imagen del rostro de su padre, desfigurado y cubierto de sangre hasta los dientes, jamás podría erradicar de sus ojos.

El niño había salvado la batalla; Hipócrates dejó tras de sí un reguero de muerte de diez hoplitas megarenses que yacían ahogándose en la fatalidad de sus cercenados cuerpos. Al atestiguar el estrago impartido por el ímpetu de aquel enardecido guerrero, los rivales diezmados no tuvieron más remedio que rendirse. Uno a uno, aquellos que no eran rematados sin compasión, comenzaron a entregarse prisioneros ante ellos, mientras otros infantes, al grito de «¡Retirada!», corrían dispersos por la bahía, buscando fundirse en las tinieblas de la noche.

Uno, suplicante, se lanzó a los pies de Solón, quien se dirimía en la mente cómo actuar, pues el megarense, buscando disuadirlo de su hado, alegó que tenía dos hijos que proteger… Pero poco más pudo implorar, porque la cabeza se le cayó de los hombros ni bien Hipócrates, vuelto al combate, lo decapitó abruptamente por detrás. La sangre salpicó el rostro de Solón, quien, desconcertado, miró a su aguerrido pariente. Se preguntaba cuál de las deidades del cielo lo había tocado para infundirle semejante brío destructor… Si fue Ares, el salteador de murallas, o quizás lo había poseído todo el séquito de Atenea: la violenta Bía, el fervoroso Kratos o Zelo, que promueve la discordia; todos centinelas de la glauca diosa y que tienen por hermana a la victoriosa y alada Niké. Y mientras esto meditaba, vio a Hipócrates seguir avanzando sin aplacar su cólera, dando muerte a los prisioneros y obligando a sus jóvenes a proceder de igual manera.

—¡Ahora damos la batalla contra el tiempo! —advirtió el estratego con un grito impotente, apuntando su espada a la mar—. ¡Si no los alcanzan, todo será en vano!

Todos giraron entonces hacia las orillas tiznadas de rojo y se internaron en el oleaje espeso de sangre. Veían la silueta de un trirreme tripulado por el resto de los megarenses emprendiendo la fuga siendo perseguido por una galera mercante, un navío redondo de treinta remos tripulado por los Hijos de Momo.

—¡Oh perros de Hades, no se impacienten! —se pronunció Susarión, exhausto de matanza y acercándose al estratego—. ¡No será muy larga esta persecusión! Porque uno de mis niños más especiales aborda esa nave.

Fue Tóxaris, el excelso arquero escita, quien desde la popa de la galera, aprovechando la lumbre que brindaba la mar en llamas, lanzó al cielo un dardo de fuego. Después lanzó dos más, pero todos los vuelos cayeron sobre el piélago infecundo.

—¡Pues dile a tu niño que afine su tino! —espetó el bravo Demetrio desde las rojas orillas, impaciente y observando el espectáculo de luces.

—La primera —habló Susarión— fue para tantear el balance de la galera. La segunda para verificar la cresta de la ola. La tercera para vislumbrar la posición de su víctima. La cuarta es…

Tal dijo y calló, observando la última ígnea saeta escindir los cielos y terminar acertando al timonel megarense, atravesándole la cabeza de oreja a oreja.

—¡…el orgasmo de Apolo! —exclamó a la par el poeta y, volviéndose hacia sus niños, prorrumpió en mil carcajadas.

El trirreme entonces detuvo su giro y los Hijos de Momo tuvieron tiempo para arrojar amarras hasta abordarlo. Lidiaron contra la resistencia de los epíbatas y lograron una cara victoria que costó la vida de diez de ellos, pero finalmente remataron o tomaron prisioneros a los tripulantes del navío de guerra. Así Tóxaris, de cuyos dedos alados salió la flecha que desató la masacre al derribar al primer enemigo, fue también quien decretó la suerte de los últimos.

Se necesitaron más hombres para abordar las demás embarcaciones y escoltarlas todas hasta fondearlas seguras en las rocas. Se vieron obligados a dejar con vida a muchos remeros y también al navarca, comandante del estado mayor, a quien dejaron bien amordazado y amarrado al mástil de la nave en pro que revele más órdenes de la operación de Teágenes, bajo tortura o soborno si era preciso.

Pocos lamentos se extendían por la playa ganada ante los resonantes vítores que henchían el corazón de los jóvenes. Un contingente con Solón a la cabeza se ocupó de inspeccionar las naves capturadas, mientras Hipócrates acordó con Nicias y Anacarsis que lleven de inmediato a Pisístrato a Atenas, junto a Aristodemo, el efebo malherido, y acudan con premura al servicio de un médico.

El fuego aún ardía sobre la arena cuando Solón regresó de los barcos, y todos acallaron sus voces para oír su palabra, que de esta suerte se pronunció:

—¡Bravos hijos de Atenas! ¡Gloriosa Niké nos apaña con sus alas! —Se reservó un instante para oír el clamor de todos los hombres—. Conseguimos una victoria parcial, pero, a la vez… ¡rotunda y retumbante! ¡Porque, junto a nuestros arrojados aliados, reducimos a cenizas a un enemigo que nos superaba por dos a uno! Pero ¿quién dijo que pasaríamos por valerosa gesta libres de agobio y lamentos? Daremos lloro a nuestros muertos invocando con plegarias a los dioses celestes; lavaremos sus cuerpos que con tanto decoro cayeron; los ungiremos de aceites; pondremos bajo sus lenguas el metal con el que sus almas pagarán el favor del justo Caronte, quien los conducirá en su barca por el Estigia turbulento; y luego, sus cuerpos impolutos, con sus armas y sobre sus escudos, con el corazón sin tacha, serán llevados a sus hogares en Atenas para que sus padres, orgullosos, profieran en público las fúnebres plegarias… ¡Un grandioso templo a Ares será erigido en la Llanura Triásica, con una columna por cada caído aquí esta noche! Pero, ahora, a los que consideramos que esto no es suficiente para honrar debidamente el coraje de nuestros caídos, esto les digo: nuestros gritos y lamentos deberán extenderse por un tiempo más… Pues, tal como habíamos previsto, Teágenes no asistió a nuestra fiesta; sino que, reservando sus sospechas, mandó sus lacayos a morir por él. ¡Abordaremos estas cóncavas naves capturadas e iremos a su encuentro! ¡Porque allá en frente, en Salamina, nos espera otro batallón de bravos guerreros ávidos de justicia, comandados por Nicandro y Zeuxipo! ¡Con ellos, bajo la vista de Helios, nos internaremos en las fauces de la bestia y, desde dentro, le arrancaremos las entrañas, la haremos sangrar, le cortaremos el resuello y nuestra Victoria será completa! —Una vez más, los hombres elevaron un grito al cielo estrellado—. Pero, tal como hasta ahora, usaremos la cautela y la discreción a nuestro favor… Porque esas fueron las armas que nos dieron la gloria; y porque no es sabio quien obra sin juicio, obedeciendo pasiones desbordadas, incapaz de reconocer el momento oportuno. Y, por último, atenienses de ancho pecho, que, como hombres libres, su propia voluntad de gloria y justicia aquí los condujo, respecto al adversario al que esta noche dimos muerte, el ánimo de mi corazón me impulsa también a decirles esto, y no quisiera que me lo reprochen sin razón: la clemencia que no les mostramos en vida, inmersos en el fragor de Ares, se la mostraremos en la muerte. Cavaremos una parcela por cada tres o cuatro de ellos, lavaremos sus cuerpos, tomaremos sus panoplias y sus cadáveres serán inhumados de cara al Levante, tal como indican sus ritos funerarios.

Tras esa sentencia un silencio con aires ingratos recayó sobre los jóvenes. Los murmullos acrecieron hasta que uno de ellos, por nombre Cleobis, así protestó:

—¿Por qué tenemos que darles el privilegio de la clemencia, Solón?

—No es clemencia, Cleobis. Es respeto —apuntó.

—¡¿Y por qué rendir respetos a estos puercos que sin empacho profanaron cuerpos atenienses que aún se pudren en las costas de Salamina?! —con animado brío lo interrumpió otro, por nombre Bitón y hermano del anterior.

—¡En qué se diferencian de ellos, entonces, si tanto los desprecian! —los regañó Solón—. Porque yo creo, Bitón, que la excelencia de los hombres también puede medirse en base al respeto con que trata al enemigo; y que cosas buenas esperan al mortal que no permite que la soberbia ni el rencor le carcoman el corazón, y que sólo serán lastre del alma. ¿Acaso nada aprendieron de los versos inmortales de Homero, cuando canta sobre aquél encuentro entre el rey Príamo y el homicida Aquiles, ambos de la casta de Zeus, y resolvieron qué destino tendría el cuerpo vejado del preclaro Héctor? ¿No es la esencia del hombre libre poder decidir y obrar sin estar sujeto a esta clase de ataduras, sino que es más propia de un esclavo que tiene por amo a tales pasiones degradantes?

La rosácea Aurora aún no asomaba por el horizonte, sólo el fuego iluminaba los rostros. Los jóvenes escarmentaron en silencio. Nadie se atrevió a rebatirle, pues mucha estima le tenían a su palabra, y uno por uno fueron dándose a sus labores. Oficiaron los sacrificios; elevaron las plegarias competentes; lloraron a sus muertos; y después procedieron según habían sido ordenados.

Y así, mientras todos se daban por turnos al músculo, a la comida o al descanso, Hipócrates acendraba el cuerpo depurado de su amigo Aniceto. Sobre su cadáver estaba acuclillado, al candor de una hoguera crepitante, imponiéndole ambas manos sobre los párpados lívidos y profiriéndole sórdidas e íntimas plegarias.

—Ojalá nacieran de él cien atenienses —quebró el silencio Solón, apareciéndose por detrás, sentándose sobre un leño a su lado y ofreciéndole un caldo en un cuenco humeante que depositó a sus pies.

Hipócrates no le respondió al instante, sino que arrugó los ojos una vez culminó sus plegarias, apoyó el cuenco en su regazo y con su base calentó sus manos.

—¿Cuánto de cierto has dicho ante los jóvenes? —le interrogó sin mirarlo.

—Nada cuanto dije faltó a mi palabra o lo proferí contrariando los dictámenes de mi corazón —le aseguró su primo político.

Hipócrates permaneció quieto; sabía que aún no le revelaba su auténtico propósito.

—Pero —se extendió Solón— será mejor que así lo consideren ellos. Si más tarde el debate por la soberanía de Salamina se somete a la diplomacia, y con ello al arbitraje de un tribunal integrado por los más eminentes entre los griegos, no podrán incriminar a Atenas de impiedad; y verificarán que los sepulcros que ahí moran corresponden al rito ático y no al megarense, pues también enterraremos a los nuestros a la tradición ática. Y, por si acaso, en una ardua labor nos ocupamos junto a Drópides de reescribir los versos de Homero, atribuyendo las naves de Áyax a la flota ateniense.

Hipócrates asintió permitiéndose un silencio de reflexión. No se sorprendió al comprender que sus planes estaban mejor macerados de lo que pensaba.

—Te noto más serenado —dijo Solón con buen ánimo—, pero ceder a pasiones desbordadas… no será buen ejemplo para nuestros guerreros.

—Has hecho bien entonces en no engendrar hijos aún, primo —le respondió con denodada ironía—. Siempre se las ingenian para ponernos a prueba.

—Comprendo —escarmentó Solón.

—Veo que aprendiste las lecciones del eolio cojitranco —dijo Hipócrates mirándolo por primera vez—, pero por momentos expusiste demasiado tus flancos.

—Pítaco es un buen instructor —admitió Solón—, pero los recuerdos espantosos de la guerra permanecen soterrados con mi primera juventud. Si tan sólo me lo hubieras permitido… Quizás ahora no me estarías regañando.

Se permitió lanzar esa amarga chanza, que fue bien recibida por su pariente.

—Esto no fue una guerra. Se pareció más a una cruenta trifulca entre démos. Con seguridad tendremos nuestra guerra más pronto de lo que creíamos. En fin, no descuides tu defensa, medóntida, o Atenas perderá a su gran reformador. Pues… como guerrero, eres un buen legislador —deslizó con cierto aire jocoso.

—Y tú, como rétor, eres un excelso guerrero —le replicó, sin desentonar.

Hipócrates delineó una mueca conciliadora en la comisura cubierta por su gruesa barba y, después de olfatear el humeante aroma del caldo, le respondió:

—Debo alimentar a mis hijos, ¿no crees? —Se irguió para dirigir su mirada al éter inmenso—. Pronto asomará la Aurora. —Sentenció y volvió a mirarlo con seria faz—. Tienes valor, Solón. Tan solo… prueba la forma ateniense la próxima vez.

Tal le dijo y se retiró hacia la soledad; y Solón, mientras lo observaba marchar, admirado, pensó: ojalá nacieran de él mil atenienses.

II

La Aurora de dedos de rosa ya despuntaba sobre el Ática, y en su pólis más bulliciosa, sus moradores, que de nada estaban enterados de la matanza acontecida cerca de la ruta a Eleusis, ya se disponían a reanudar sus industrias y comercios.

Una presencia extraña y misteriosa hoy les demandaba especial atención, les suscitaba una curiosidad irresistible, pues andando entre sus calles arrastraba su negro manto el adivino Epiménides; como si no caminara, ni peso tuvieran sus pasos. Las manos no se le veían y, de su rostro velado, tan sólo la barba trenzada tocaba la tímida luz del día. Avanzaba escoltado a una distancia prudente por el códrida Drópides, seguido por un séquito de diez siervos y sacerdotes auspiciados por el eumólpida Nicias. Tenían órdenes de vigilar al visitante, concederle cuanto precise y procurar no incurra en medidas que atenten contra las leyes de la pólis. Empero, el vate ni eco parecía hacerse de sus presencias, pues caminaba absorto por delante, como guiado por deidades o démones invisibles que le iban revelando todo conocimiento sobre los sitios sagrados y profanos de Atenas.

—¡Oh atenienses —a viva voz profería un pregonero en el ágora, sobre las cabezas de los mercaderes—, ¿han visto ya a ese adivino al que llaman Epiménides?! ¡Dicen que es el varón mántico que purificará la pólis y ahuyentará la peste de las malas cosechas y de las visiones del Espanto! ¡Dicen que viene de Creta y que tiene más de mil años! ¡Otros, que vino de la noche y que, como un hechizo, adopta mil formas! ¡Que Hermes y la ambivalente Hécate colman su espíritu! ¡Otros, más aterrados, aseguran que es otro espectro negro de la peste! ¡Ay, atenienses, ¿será este el día en que nuestros pesares no desoirán con dolo los altos dioses? ¿O será el día en que la tierra se abra y se trague a la pólis entera?…

Un buen rato permaneció Epiménides en la sagrada Acrópolis, circundando los templos y observando el paisaje a sus anchas desde tales alturas. Drópides se acercó a él, le dedicó una reverencia, se presentó cordialmente por su nombre y linaje y así le habló, con consternado ánimo:

—Solón, el sabio varón que aquí te trajo, me habló de tus prodigios. Quizás sepas que ahora mismo puso en juego su pellejo por esta patria. —Las palabras salían de su boca como susurros, procurando que nadie más pueda oírlo—. ¿Qué puedes decirme tú, divino Epiménides, de esta gesta? ¿Acaso los dioses se han pronunciado en favor nuestro?

El vate se reservó un silencio antes de responderle, sin siquiera voltear hacia él:

—Epiménides… no es Oráculo. Esas artes… a Apolo pertenecen.

Drópides frunció el ceño.

—Muchos afirman que eres profeta.

—Estos mortales… es mejor que así lo crean.

De pronto, el vate elevó su cavernosa voz, de modo que los demás oigan sus designios, y ésto profirió señalando en la lejanía al puerto de Muniquia:

—¡Ah! Si los atenienses supieran… de aquellas piedras… cuántos males devendrán… con los dientes las devorarán.

Tal dijo, y Drópides creyó comprender su intención.

—¿Eres, acaso, inmortal?

—Este cuerpo es tan mortal… como el tuyo.

—¿Qué hay de cierto entonces en los relatos de los que afirman que eres el afamado adivino de antaño que con tanto acierto vaticinó a los pueblos? Espartanos lo afirman, nemeos lo afirman, tus compatriotas cretenses lo afirman…

—Todos los cretenses… son mentirosos.

—¿Y tú también lo eres?

—¿Cretense… o mentiroso?

—Mentiroso, por supuesto.

—Si Epiménides lo fuera… no sería capaz de afirmar tal cosa.

Drópides escarmentó, otra vez se vio atrapado en esa tediosa paradoja…

—¿Estás jugando conmigo? —le preguntó con impaciente ánimo, asertando de inmediato—: No creo en vos, Epiménides. Pero sí creo en Solón. Y si nada puedes augurar sobre el devenir de esta valerosa gesta, ¿de qué manera sirves a Atenas?

El augur volvió a reservarse un silencio antes de responderle:

—El futuro es un río… de afluentes infinitos. Apolo también lo sabe. Epiménides no visiona el porvenir… sino el pasado. Para conocer lo que será… necesario es conocer lo que fue. A partir de lo que fue… el purificador endereza los cauces.

—Y tú eres el purificador —dedujo el eupátrida.

—Epiménides es… algo más que eso.

—Hablas de tí como si de un tercero se tratara. ¿Qué eres, entonces?

—Un alma vieja… Un secretario. Custodio secretos… muy caros a los mortales.

El códrida quiso volver a hablarle, pero reprimió su lengua ni bien vio al cretense voltear y dirigirse hacia él, imponiéndose con terribles ojos:

—Mucha sangre será vertida. Pero sólo la sangre correcta… a Atenas purgará de sus males. No habrá triunfo ni conquista… sin intercambio equivalente; tal es la ley suprema. El cósmos es una pugna constante… de voluntades queriendo ser. Entes opuestos manifestándose… en un orden que no comprenden… y del que no les es posible escapar. Nada falta y nada sobra. Pero ahora… el río es turbulento y vorticioso. Sobre Atenas… una sombra se yergue… mácula ominosa… que de no depurarse… quebrantará el equilibrio. Y será maldición que extinguirá… no sólo a Atenas… sino a toda esta raza de mortales. Por tal razón… Epiménides comparece. Los días negros del mundo… han comenzado. Será éste… el Tiempo de sabios. Solón no buscó a Epiménides. Kairós lo hizo.

Tales palabras infundieron un temor sagrado en el corazón de Drópides, quien creyó comprender el oscuro asunto al cual se refería, por tanto algún dios le introdujo prudencia en el pecho, obligándolo a retirarse hacia donde los demás sacerdotes y dejando al purificador reanudar sus oficios.

El vate siguió su camino. Se mezcló entre un hato de animales de sacrificio en torno a uno de los varios altares acropolitanos. Al verlo acercarse los rumiantes, inquietos como estaban, comenzaron a berrear, a dar brincos y coces, a tironear de los amarres de estambre que oprimían sus pescuezos como si el pavor les colmara de pronto el ánimo. Sólo dos de las bestias petrificaron el terror en sus pupilas cuadrangualres ni bien él las tocó: un blanco carnero de corvos cuernos y una gorda oveja negra. Con sus manos ajadas y grisáceas les abrió el morro, les examinó las lenguas y los orbes oculares, como buscando señales prescritas. Inspeccionó sus pezuñas y, un buen tiempo, sus hirsutos vellones de lana, cerciorando que ni un pelo negro tenga el carnero ni uno blanco la oveja. Tomó un puñado de la tierra fangosa, sacó de sus mantas la pezuña de buey, mezcló los elementos en la cavidad y, de tal resultado, marcó la cabeza de ambas bestias con un lacre terroso y violáceo, que esparció sobre sus anchos lomos y que se derramó por sus ijares.

Respetando las órdenes de Drópides, los siervos de Nicias separaron las víctimas marcadas y las enlazaron con estambre. El sacerdote de turno en el altar se acercó a ellos, alegando que tales eran sacrificios para Démeter, pero se mostró temeroso y vacilante ni bien cruzó con los zarcos ojos del vate, que parecieron helarle el corazón al notar en su semblante una desdeñosa mueca de autoridad.

Habiendo descendido con tal vivo séquito de la alta ciudad sagrada, ya eran muchos los atenienses que se congregaban a ver pasar al enigmático cretense. Se internó en el ágora fragoroso, que se sumió de pronto en un silencio de espectros. No miraba Epiménides a ningún varón o mujer, sino a los animales, y tomó de varios mercaderes un total de ocho rumiantes, con los que procedió de igual forma que con los anteriores y derramó la marca sobre sus pieles. Nadie se atrevió a oponérsele, y quienes lo miraron a los ojos desearon después jamás haberlo hecho, pues evocaba en cada uno terribles pensamientos.

La bruma discurriendo por el suelo no abandonaba la mañana, aún cubría los tobillos de las gentes, como si los dioses no hubieran anunciado la primavera. Sobre la pólis empezaban a acumularse densos nubarrones que oscurecían el cielo diurno. Ocurría mientras el vate quedóse quieto frente al templo de las Erinias. En los extremos del triangular frontispicio una bandada de cuervos espantó con graznidos a las palomas y a los alciones. Pocos sabían que ahí mismo, muy cerca del camino de ascenso al Areópago, habíase refugiado el sacrílego Cilón al descender de la Acrópolis aquél día nefasto.

El vate se prosternó, pareció encogerse, como encorvándose dentro del opaco y homogéneo manto, y algunos juraban oírlo proferir palabras en alguna lengua incógnita. Sobre la gravilla del sendero apoyó la pezuña que llevaba de cuenco y a su lado extendió un papiro virgen; objetos que extrajo de algún bolsillo al interior de sus pesadas túnicas. Sin siquiera ayudarse con estilete, hundió sus dedos pálidos y agudos en el pigmento violáceo y comenzó a esbozar extraños trazos sobre la faz papirácea. Si bien muchos atenienses, sobre todo los más ancianos, eran ágrafos o no comprendían en su totalidad el arte de la escritura, todos se percataron de que aquellos glifos eran muy ajenos al alfabeto heleno —lo que no sabían era que concordaban con los símbolos y grafías que cubrían por completo la piel del adivino bajo su manto—. Al terminar, Epiménides se irguió de pronto y comenzó a desplazarse, mientras los hombres de Drópides y Nicias apartaban a los curiosos congregados. El vate caminó hasta hallar un gordo buey sagrado, al cual inspeccionó y en uno de sus cuernos anudó el rollo de papiro, como tratándose de una phylakteria, propia de las mágicas artes de Hécate.

—Pena de muerte tendrá… quien ponga un dedo sobre el animal —murmuró con profunda y resonante voz y procedió a liberarlo—. Así como a este sagrado buey… liberen a todas… las víctimas marcadas. Dentro de las murallas… pacerán por donde les plazca. Hasta que llegue… el pharmakós… asesino del buey.

Tal dijo y Drópides y los siervos, aún confundidos, acataron su mandato. Liberaron a los animales que se dispersaron en muchas direcciones. El cretense fijó sus ojos en el camino hacia el Areópago y, como si así lo indujeran los démones invisibles, comenzó su ascenso alzando los brazos al cielo, ya enturbiado en su totalidad por oscuras nubes y fúlgidos y altísimos relámpagos. Como una procesión de sagrado silencio todos les fueron siguiendo detrás. Los celadores y lanceros que ahí oficiaban bloquearon el paso a todo mercader o ciudadano sin permisos para acceder a la colina de Ares.

Al oír lo que acontecía en la pólis, inquietos por tales osadías, muchos de los opulentos areopagitas salieron de sus muradas mansiones. Procedieron a congregarse en sus habituales cenáculos de intriga, vociferando sobre los hechos y, unos más ofendidos que otros, decidieron manifestar sus discrepancias sobre el asunto.

—¡Drópides Códrida! —reclamó con enardecida voz el areopagita Henióquides haciendo su entrada a espaldas del templo oval.

Se detuvo a observar la escena mientras otros eupátridas se aparecían secundándolo por detrás. Dilucidó la silueta incólume del augur, encapuchado y doblado sobre su cuerpo encima del altar votivo de las Euménides, como ofreciéndose él mismo en sacrificio, y que se erigía sobre el límite de la colina.

—Henióquides de Bate —le saludó el códrida mediante una fría reverencia.

—¡Qué afrenta es esta! —rezongó el anciano, elevando con el codo su himatión doble para cubrirse de una repentina brisa—. Tú que, junto a nosotros, integras el consejo más venerable de Atenas, ¿estás involucrado en este asunto?

—Yo, Drópides, hijo de Execéstidas, me involucro en procurar que los ritos se celebren conforme a las leyes de Atenas. Y es mi deber patrocinar a los sacerdotes eleusinos que aquí me acompañan. Pues ellos son emisarios sagrados que sirven a Nicerato, hierofante de Eleusis, primero en la línea de los Eumólpidas.

—¡Oh, tu padre excelso se retuerce en su sepulcro de ver cómo has pasado por alto el voto consensuado del Consejo! —espetó Henióquides.

—Entonces debería yo, Filómbroto, porque así lo determinan mis funciones, auspiciar la ceremonia —sugirió el arconte, involucrándose en la tensa discusión.

—¡Silencio, Filómbroto! —lo acalló con fervor el eteobútada—. ¡Ningún rito o ceremonia se oficia en Atenas si antes no fue aprobado por el Consejo de Ancianos, que muy por encima está de tus funciones!

A esto agregó el anciano Mirón apareciendo desde atrás, dirigiéndose al códrida:

—Un sacerdote acropolitano y numerosos mercaderes están denunciando que sus mercancías de sangre fueron expoliadas por este impostor advenedizo —se refirió al cretense con patente desprecio.

Drópides entonces se dispuso a responder mientras la sombra devoraba los cielos:

—Si en verdad te preocupa el buen pasar de tus ciudadanos, Mirón, prometí a los damnificados prontos resarcimientos que saldrán de las arcas de mi familia.

Sin ocultar su disgusto, volvió a pronunciarse Henióquides:

—¿Qué autoridad tiene este extranjero para que tú legitimes estas acciones que están perturbando la concordia de nuestra… —corrigió— de la pólis?

—Es curioso que hables de la concordia de la pólis, draconiano, cuando, si interrogases a cualquier ciudadano de a pie, no dudará en sospechar de las intrigas que corren por las altas esferas; y ni el día entero le alcanzará para ennumerarte todos los incordios que sufren y deploran por designio de los más ricos. —Y añadió—: Epiménides es de largo alabado desde antaño como varón mántico tanto en Creta, su patria, como en Esparta; muchas leyendas corren por sus ritos y augurios bien recordados…

—¡Ya soportamos suficientes oniromantes y réprobos charlatanes —lo interrumpió Mirón entre la tos habitual de su vejez— que proclaman mirar hacia el futuro y no hacen más que mirar el interior de sus propios sacos!…

Ahora les era costoso ver a través de la bruma que se propagaba por toda la colina, tan espesa que ni la gran Acrópolis al frente se veía, y al silencio de aquella sentencia lo quebró la cavernosa voz del augur, que, sin siquiera voltear hacia ellos, vociferó:

—Poder… fuente de malicia… débil ilusión sin certeza. Si de hermana tiene… a la codicia… la espada pende por siempre sobre su cabeza.

—¡Y te atreves a insultarnos! —se quejó uno de los areopagitas.

Pero las muecas de los eupátridas se tornaron perplejas ni bien mirar al adivino. Lo vieron con todo su torso grisáceo al desnudo, infestados sus brazos y costillas de inscripciones y enigmas. Sacó de sus mantas una doble hacha y la blandió con ambas manos. Entre las dos hojas brillaba engarzada una gema aveces dorada, aveces diamantina, de destellos breves pero intensos al punto de encandilar los ojos. Tocando su frente le dedicó una reverencia y la posó frente a su cuerpo, mientras en su torno reverberaban chispas erráticas esparcidas desde la piedra, como si la neblina fuera ahora un cúmulo de nubes chocantes.

—¡Zeus está furioso! —gritó otro de los eupátridas señalando al cielo atronador y cubriéndose de arremolinados vientos que se acumularon de pronto sobre la colina.

Haciendo caso omiso a su reto, volvió a pronunciarse el vate. Volteó por primera vez hacia ellos; entre el copioso tinte purpúreo esparcido por la cuenca de sus ojos se divisaban sus zarcas y redondas pupilas como dos diamantes brillosos:

—No es el futuro… hacia donde mira Epiménides… sino a lo que fue. Yo moré en el hombre… que el primer yugo… unció al primer buey.

«¿Está afirmando ser descendiente de Búzigas?» preguntó un eupátrida a otro. «No, está afirmando que él mismo fue Búzigas», le respondió el segundo. Y mientras así vociferaban entre ellos, confundidos, fue Henióquides, puesto como una cabra, quien abrió la boca para pronunciarse. Pero su voz fue sofocada por la del augur, que resonó doblada en potencia y en cuerpo:

—¡Semnài theái! El templo de las Erinias… han profanado. Que ustedes llaman… Euménides… cuando aquél varón… quiso adueñarse del Estado. Pero les advierto, atenienses, insensatos y ufanos… que el miasma que hoy los impregna… excede a las antiguas Erinias. Y es a través de Ellas… que a un Dios Desconocido han provocado. Tal cosa… nunca Epiménides había atestiguado. Vanos serán mil sacrificios… caras ofrendas… y gordas hecatombes. Pues, de este dios foráneo… su tiempo aún no ha llegado. Ni su nombre… es digno de ser pronunciado.

—¡Dice que somos sojuzgados por la voluntad de un dios bárbaro! ¡Qué herejía es esta! —protestó el sobrino de Dracón.

Pero el vate, impertérrito, retomó su altitonante prédica:

—¡Ananké! la llamaron… algunos griegos. El divino Orfeo… la llamó Adrastea. La Necesidad Ineludible. Serpiente constrictora del huevo primigenio… de donde mana todo pléroma… el Todo que no conoce opuestos. Y todo cuanto ven y existe… en esta esfera… de opuestos se vale para ser. Somos día y noche. Subterráneo y etéreo. El adentro y el afuera. El Bien y el Mal, el Amor y el Miedo. Pero el mortal incauto… con un ominoso secreto se ha topado. A los dioses sólo reservado. Ruina para la psyché. Mal que se esparcirá… no sólo entre griegos… sino por toda la raza de mortales. Que con dos pies camina… que por la boca come, adora y maldice… y que carga en el pecho un corazón pesado. ¿Cómo podrá el caos… impartir sabiduría? El orden del cósmos… no será subvertido. Este dios desconocido… que excede los opuestos… y a Deucalión, el primero de esta raza, antecede… así se ha manifestado. Y hacia a Atenas decidió mirar… para dar testimonio de sí mismo. Y si Atenas aspira a ser luz… para los hombres del porvenir… deberá, primero, purgar esta impureza. Por eso les digo, atenienses… que ante Epiménides comparezca… un descendiente de Hesiquio… entre ustedes, el primer exégeta… en decretar culto a las implacables Erinias… rehenes del Dios Desconocido… y el miasma será expiado.

Y allí estaba Telecles, el hesíquida, quien, intrigado por sus palabras se dispuso a acercarse al llamado del augur. Pero a ese ímpetu se lo detuvo Henióquides, quien gritó enardecido, descreyendo todo cuanto oía, acosado por el miedo:

—¡Suficiente! ¡Guardias de Atenas! ¡Detengan a este impostor!

Tal ordenó y acudieron a su mando los celadores del Areópago, que blandieron sus lanzas y rodearon al adivino. Epiménides cerró sus ojos. Zeus tronó, vomitó sus rayos, y de la gema del hacha se esparcieron numerosas y fúlgidas centellas que estropearon por completo la punta de las armas y las corazas, a la vez que un inclemente aguacero irrumpió de pronto sobre las cabezas. Los lanceros salieron despedidos por tal brusco embate y, espantados por semejante portento, sólo se empeñaron en huir despavoridos de la colina.

Absortos y faltos de aliento por el suceso, nadie se atrevió a hablar; la tempestad los aturdía. Fue entonces que Epiménides asió el brazo del hesíquida Telecles, y, como si a ambos poseyera una portentosa voz infraterrena, comenzaron a entonar al unísono la lenta plegaria, que no dejarían de repetir una y otra vez:

«¡Yo soy Epiménides! ¡Yo conjuro esta tierra! ¡Yo soy Radamantis! ¡Yo soy puente entre dos mundos! ¡Yo soy Epiménides! ¡Yo invoco la ablución celeste! ¡Yo soy Radamantis! ¡Yo nombro a sus ancestros! ¡Yo soy Melqisedec! ¡Yo soy uno de los doce! ¡Yo ausculto lo ominoso y lo purgo! ¡Oh, escuchen, Erinias, terribles y ofendidas, las súplicas de este descendiente! ¡Y con la nueva sangre extingan de esta tierra la peste!…»

Ya rezumaba de toda la tierra negra del Ática un olor pestilente y nauseabundo; los labriegos de los alrededores fueron los primeros en percibirlo.

III

Hasta entonces Pítaco sólo se permitía pensar en Irana, en sus vivaces ojos; ya no sentía los grilletes rasgando los huesos de sus muñecas. La imaginaba paseando por el tranquilo jardín entonando odas a las diosas, decorando los santuarios con las flores ya brotadas de la estación: lirios, jacintos, violetas, narcisos, nenúfares, eneldo… Meciendo en brazos a Tirreo, el retoño que los dioses permitiéronles concebir; susurrándole melodías suaves, nutriéndolo con la leche de sus senos.

—¡Una tormenta se cierne sobre Atenas! —exclamó uno de los estrategos de Teágenes señalando al suceso, parándose al borde de las ruinas del megarón.

Aquel grito sustrajo a Pítaco del consuelo de sus pensamientos. Se irguió para agudizar la vista del paisaje. El tono del día había variado. Apenas un cúmulo de los rayos de Helios, fugaces y en diagonal, escapaban de las altas nubes. El verdor de la hierba se encendió sobre los montes de Salamina mientras danzantes y amenazantes nubarrones cerníanse lentamente sobre el Ática. Oyó el revoloteo de una bandada de palomas por detrás posándose sobre el espesor del muro, sobre los retazos de los frescos. Llevaban la marca en sus garras, los ribetes bermejos del palomar de Anacarsis, señal de que la gesta estaba en marcha y que habíase iniciado sin mayor percance o demora.

Volvió a sentir los dolores del cuerpo y a los férreos grilletes oprimiéndole los brazos y el gaznate. «Aún sigo prisionero», se dijo. «Mi vulnerabilidad, esta vez, es absoluta»… Ya había ingeniado con sagacidad y agotado todas las fecundas añagazas de su mente, mezclando verdades y calumnias en pro de justa y noble causa, pero no lograba desentrañar la razón por la cual el tirano aún no se fiaba de su palabra. Se imaginaba, a estas instancias, a su lado, preparado para desertar en el momento oportuno, cuando el kairós lo dictase. Temió por su destino, porque, incluso de alzarse victoriosos en la meditada gesta, ¿cuántas otras veces sería capaz de burlar a la inevitable muerte?…

Teágenes había abandonado el megarón hacía tiempo. Sólo había ascendido dos veces por la mañana y se mostró impaciente, fastidioso; aunque más ostensible lo fue ésto en su primer visita, puesto que en la segunda se le vio algo más calmo y dominado. Había tenido esporádicas audiencias con sus informantes, quienes, seguramente, le corroboraron el asunto de Solón y su escandalosa locura.

Helios ya decretaba la hora en que el batallón debía de estar de regreso. El mitilenio giró sobre la columna y se dirigió en cadenas hasta el abismo de las ruinas. Ahí abajo, distando un buen trecho del puerto del golfo, divisó un batallón de hoplitas formado en posición de falanges. Una prolija línea de caballería los separaba de un auriga y comandante ubicado de frente al batallón; Pítaco coligió que se trataba del propio Teágenes sobre su negro corcel Láquesis. ¿Se trataba de su extensa guardia personal? ¿Estaban acaso esperando la llegada de los enviados a la bahía de Eleusis durante la noche? ¿Cuál era la necesidad de movilizar desde Mégara semejante hueste a la espera del resultado de una operación secreta, a cargo de un reducto de hombres? La desesperación y el desengaño poco a poco fueron apoderándose de su espíritu.

Ya ningún hombre quedaba en el vapuleado megarón; los strategos que lo acompañaban en su cautiverio fueron retirándose uno por uno. Abajo, contó tres cuadrillas de ciento cincuenta hoplitas y una caballería integrada por treinta aurigas. Pero lo que más le intrigaba era una guarnición separada de los hoplitas más atrás. Con un total de cincuenta efectivos, notó que sólo obedecían a la voz de Teágenes según él les ordenara se formen acá o allá. Temió que fueran más de aquellos ‘cabezas muertas’, esos hombres misteriosos de pupilas doradas y opacas que se revelaron como obedientes esbirros y despiadados asesinos. Eran en total quinientos hombres dirigidos por Teágenes y los quince distinguidos polemarcos y estrategos que integraban su íntimo consejo de guerra. Con la cantidad de hombres que contaba Solón, de ninguna manera podrían pasar sobre ellos y, para empeorar las cosas, él no tenía posibilidad de advertirles.

Los aurigas tomaron sus cuernos pendiendo en bandolera y los hicieron sonar. Pítaco volteó hacia el golfo. Avizoró cuatro bajeles adentrándose por las calmas aguas esmeraldinas: dos galeras y dos birremes, todas colmadas en cubierta de panoplias megarenses. «¿Serán esas naves las mismas enviadas a la misión?», se preguntó. Comenzó a creer que habían cometido el error de subestimar la prudencia de Teágenes, y el miedo no tardó en empezar a trepar por su abdomen hasta sus hombros y pecho.

«Mi vulnerabilidad, esta vez, es absoluta», se repitió.

El birreme que encabezaba la flota izó velas blancas, mas no el estandarte megarense, según era la precisa señal convenida en asamblea, y al cabo atracó en el puerto. Tal era la orden que los hombres de Solón habían arrebatado del navarca capturado a través de la justa amenaza y las artes del soborno, a quien llevaban contra su voluntad en las primeras filas de la tripulación. Era el único de los hombres que no llevaba el yelmo sobre su cabeza en pos que los megarenses reconocieran su rostro aliado. De la bodega emergieron los efebos travestidos en mujeres con sus túnicas salpicadas de sangre, sus cabelleras perfumadas, todos unidos y atados por las manos mediante un extenso cordel, y los ubicaron al frente del grupo, exhibiéndolos como el exitoso trofeo. Una feroz hija de Momo, apodada Atalanta, también se mezclaba entre los mancebos. Adornada de similar fasto, de modo que ya ni parecía una mujer salvaje, andaba con el peplo sucio y rasgado, y desnudó sus pechos sin decoro para favorecer la causa. Tal propuesta ideó Susarión en la nave; era una más de sus chanzas, tan procaz como eficiente.

Un auriga de Teágenes galopó al punto a recibirlos. La masa de panoplias megarenses avanzó con los efebos a la cabeza, dejando atrás el puerto y adentrándose en el valle, encarando a las fuerzas del tirano. El navarca sin yelmo encabezaba la primera línea y por detrás le seguía Hipócrates, todo vestido de megarense y empuñando una daga oculta y amenazante contra su cintura, so ley de Diomedes.

Teágenes aguardaba impaciente sobre su corcel, pero ni bien vio asomarse sobre una loma a la masa de guerreros con las mujeres apresadas comenzó a reir a carcajadas. Su auriga y mensajero retornó a su diestra y así le habló:

—Los hombres parecen extenuados, mi señor. Su avance es muy lento. Y parecen haber sido considerablemente reducidos en número.

—He conocido antes la furia de una mujer —se jactó el tirano con aires jocundos, subestimando la situación y sonriendo de costado—. Sobre todo, la de una mujer acorralada…

—Sugiero, mi señor, que seamos caut—…

—¡Por Dánao y Egipto! —evocó Teágenes, interrumpiéndolo—. ¡Capturaron a esas zorras atenienses! ¡Qué importa cuánto zagal me ha costado! ¿Están todas?

—He contado entre ochenta y noventa féminas, mi señor. Todas en talla y semejanza a las mujeres de más noble alcurnia.

—¡Magnífico! —festejó.

Así se mostraba el tirano frente a sus hombres, exultante; mientras, del otro lado, los atenienses se estremecieron ante la inusitada vista de tamaño batallón.

—Apuesto a que no esperaban tan cordial recibimiento, jonios insolentes —ironizó entre dientes el navarca capturado, regocijándose de su sorpresa.

—No eres muy astuto, ¿verdad? No me importa si tengo en frente quinientos o mil hombres, porque es sólo uno al que debo abatir —le respondió Hipócrates al oído cascando su voz y punzando su cintura con la daga—. Te aseguro que si rompes nuestro pacto te arrancaré los pulmones por la espalda; mancillaré tu cadáver de tal modo que no tendrás entierro y deambularás eternamente por el prado sombrío —le amenazó—. Tú decides: vivir como un hombre libre, con tus honores intactos, o morir al servicio de un déspota.

—Pretendes que viva como un traidor —replicó el navarca escupiendo al suelo.

—Yo diría que vivirás como un hombre sensato —buscó corregirle Hipócrates.

—No escuchen al dorio, mis efebos. Ármense de valor y esperen la señal —susurraba Solón a los pupilos por delante, mientras caminaban todos bien alineados.

Así conversaban furtivos entre ellos, mientras Pítaco podía observar todo desde su cautiverio en las altas ruinas. Empero, no era capaz de asegurar que el agón se iba cumpliendo según lo esperado.

Ambas masas de hombres se detuvieron a unos sesenta codos de distancia. El son de las armas y broqueles cesó. Atalanta y los efebos se adelantaron unos pasos impulsados por las picas desde detrás. Quebrando el abrupto silencio habló en voz alta el navarca, amedrentado por la hoja oculta de Hipócrates:

—¡Mi señor Teágenes, único amo de la gloria de Mégara! ¡Hemos regresado y los dioses nos concedieron el éxito en la misión!

Al escucharlo, Teágenes prorrumpió en altivas risas y a grandes trancos galopó a recibirlos. Le siguieron tres de sus aurigas y polemarcos. Solón, Hipócrates y los demás atenienses conocieron de cerca el porte y los adustos rasgos del poderoso soberano de Mégara, quien se apeó de su corcel y se aproximó a los recién llegados diciendo con exaltado ánimo:

—¡Oh, zorras de realeza, contemplen esa tormenta! —exclamaba, señalando las negras nubes que cubrían el Ática—. ¿Saben qué significa? ¡Que Zeus favorece a Teágenes!

—¡Ay, desdichadas! ¡Atenas llorará por nosotras! —murmuró con aguda voz la mordaz Atalanta imitando el sollozo de una fémina, subestimando un tanto la situación.

Teágenes se giró hacia ella. Chirrió el acero del xifós ni bien lo extrajo de la vaina que pendía a lo largo de su muslo. Lo blandió amenazante hacia la fémina. Esgrimiendo una vil sonrisa se acercó a ella y se permitió solazarse algún tiempo hurgando con el filo de la hoja en redor de sus negros y tiesos pezones. Por respuesta, la feral Atalanta revolvió una flema en su garganta y se la escupió directo al rostro. Más que enfado, aquella acción suscitó cierto goce en el tirano, que, sin atenuar su maliciosa mueca, la reprendió con un enrevesado bofetón con la diestra, exclamando:

—¡Ah! ¡Tan bellas y nobles por fuera! ¡Y tan agrestes y bárbaras por dentro!

Atalanta se contuvo, permaneció en su sitio, mientras el tirano se alejaba para seguir pasando revista a su excitante botín, extendiendo su discurso:

—¡Felices deberían estar sus ánimos, mujeres, porque les encontré, al fin, una buena utilidad! Y no lloren: tampoco prescindirán del cariño que mis hombres o yo podamos brindarles. Hasta entonces tan sólo había considerado, en concreto, dos tipos de uso para las nobles féminas. Dos virtudes, si así quieren considerarlo. —Se detuvo ante uno de los efebos que captó su atención por su hermosura, y le elevó la quijada con la punta del xifós—. Sin habla es la primera de esas virtudes —aseveró—; y sin ropa, la segunda.

Tal dijo y le rasgó el peplo con el filo del arma, pero la humillación que pretendía infundir se volvió en su contra. El joven torso varonil del adolescente quedó expuesto, los implantes de tela cayeron al suelo y al tirano se le petrificó esa pérfida sonrisa en su semblante.

Aprovechando el desconcierto, Demetrio asió el cuerno y lo hizo vibrar con estruendo. Ante la señal, el falso batallón megarense se dividió en dos partes iguales, abriendo un corredor por el medio, por donde los efebos se desplazaron con rapidez hacia la retaguardia. A un tiempo todos se agacharon a tierra, quedando sólo el escita Tóxaris alzado por detrás, tensando ya su arco apuntado en fijo al tirano.

De no haber sido advertido por el navarca sometido, el dardo le hubiese atravesado la sien, por lo que el tirano logró ponerse cuerpo a tierra. La saeta le zumbó en el oído derecho; un timón le golpeó arrancándole parte de la piel; y culminó su vuelo alojada en el pecho de uno de los polemarcos por detrás.

La oportunidad de cortar la cabeza de Medusa se había malogrado.

Al percatarse del yerro, Hipócrates montó en cólera. Lamentó a gritos la insensata decisión del navarca. Pues él estaba dispuesto a cumplir con su parte del trato: regarlo de honores; pero no tuvo más remedio que apuñalarlo en el suelo hasta darle sangrienta muerte. Le había concedido la oportunidad de dispensarle la vida, asegurarle un libre porvenir en permuta por su complicidad, pero aquel decidió morir al servicio de un déspota y aborrecer la idea de vivir como un traidor. En algún punto llegó a comprenderlo: era una muerte que hubiese preferido ahorrarse.

—¡Masácrenlos! ¡Masácrenlos! —gritaba una y otra vez Teágenes, contemplando el brote de su negra sangre y a sus tres polemarcos abatidos por las demás flechas de Tóxaris, mientras reptaba por el suelo hacia la seguridad de su montura.

A un tiempo los atenienses y los hijos de Momo maldijeron el drástico giro de los eventos y abrazaron la idea de que ahora debían persistir por sus propios medios. Todos quienes portaban cuernos los hicieron sonar con estrépito, convocando a los hombres de Zeuxipo y Nicandro, con quienes se habían reunido durante el trayecto en el desolado promontorio de Esquiradio. Resolvieron que aparecerían tras los montes del Este yendo a reforzarlos en el momento preciso, pero aún no había indicios de ellos. Sólo podían esperar. Esperar y resistir.

—¡Atenienses! ¡Hijos de Momo! ¡Muro defensivo! ¡Ahora! —gritó Hipócrates.

Ni bien pronunció la orden, la hueste de hoplitas megarenses embistió con ferocidad la línea de resistencia. Ambas masas entrechocaron armas en el valle al mismo tiempo que Zeus tronó en lo alto y desató la tempestad sobre Atenas.

—¡Valor, hombres! ¡Resistan el empuje! ¡Confíen en sus escudos! —arengaba Solón entre el tumulto, donde no cabía una astilla; sabían que debían dar tiempo a los efebos y a Atalanta, a que huyan hasta refugiarse en una de las aldeas del Este saqueadas y aseguradas por los hombres de Zeuxipo y Nicandro.

En el fragor de la pugna ambos bandos buscaban la oportunidad para golpear, traspasar o herir con la pica, y así iban cayendo muchos hombres. A pesar de su valor, los atenienses cedían lentamente, pues la desventaja numérica era total: los megarenses los superaban en escala de cuatro a uno, y ni bien caía uno en el frente era reemplazado de inmediato por otro de segunda o tercera línea.

—¡No he visto a Pítaco por ninguna parte! ¡Deben mantenerlo apresado! —habló Solón a Hipócrates mientras resistían ambos con dientes apretados.

—¡Olvídate del eolio por ahora, medóntida! ¡Si seguimos resistiendo en bloque nos aplastarán tarde o temprano! —le reprendió su pariente.

—¿Qué sugieres que hagamos? —volvió a inquirirle Solón a la sombra de los broqueles, mientras retrocedían y esquivaban las impiadosas lanzas enemigas.

—¡Confían demasiado en sus números! ¡Usaremos esa ventaja! ¡Ni bien tengamos oportunidad, debemos dispersarnos por el valle! ¡Segregar la batalla! ¡Y suplicar a los dioses! ¡Es nuestra única opción! —le respondía Hipócrates a la vez que era capaz de perforar con presteza un pecho enemigo con su jabalina.

Pedazos de carne caían al suelo tornándose ya resbaladizo por el ingente regadío de vísceras ensangrentadas. Con su largo broquel y con el vigor de diez hombres Susarión empujaba a los suyos desde atrás, evitando que retrocedan con facilidad, pero el verdadero problema estaba en ambos flancos, diezmados rápidamente por la desventaja de estar en campo abierto. Estaban siendo atenazados como pinzas y ya resonaban los alaridos de muerte de algunos jóvenes atenienses, que caían con decoro invocando a sus propios padres o madres, hiriendo los sensibles oídos de Solón.

—¡Hombres al Este! —gritó uno de los megarenses en la zaga.

Eran los comandados por Nicandro y Zeuxipo, poco más de un centenar, que ya descendían por la ladera arrojándose valerosos al combate.

Un tercio del batallón megarense volteó hacia ellos. Los atenienses reconocieron la oportunidad y aprovecharon el breve instante de desconcierto y la merma de sus fuerzas.

—¡Arqueros! —exclamó Hipócrates.

Los aludidos se replegaron para tensar sus arcos y vaciar sus aljabas de flechas. La intención era distraerlos, propiciar algunas bajas en la zaga del batallón rival mientras ellos resistían en primera línea y preparaban el próximo ardid. Muchas saetas fueron arrojadas en vano, pero fueron suficientes para escarmentar a los zagueros enemigos, que ya dividían su atención hacia los refuerzos aliados.

Cabalgaban al frente Nicandro y Zeuxipo, dirigiendo una tropa de poco más de cincuenta infantes cada uno. Doscientos hoplitas megarenses fueron a enfrentarlos en carrera. Pero pasaron de largo por el medio ni bien Nicandro ordenó la maniobra de distracción: aprovechando el envión de bajada, él viró con sus hombres hacia la derecha y Zeuxipo lo hizo con los suyos hacia la izquierda; y ambos prosiguieron rauda carrera con intención de sumarse al batallón de resistencia.

—¡Último esfuerzo, muchachos! —gritaba Hipócrates en su frente, instigando a sus valientes a repeler con todas sus fuerzas a la primera línea enemiga.

Ni bien dieron el empujón unánime, con Susarión como ariete indispensable del embate, se produjo un breve silencio de armas y se elevó la voz del estratego:

—¡Hijos de Momo! ¡El torques, ahora!

Todos se agacharon a su orden a excepción de un grupo de los salvajes hombres de Susarión, quienes pusieron en marcha una de sus habituales redadas de asedio y pillaje, una táctica que dominaban con pericia. Blandiendo una extensa cadena enlazada con pesados hierros en ambos extremos, se abrieron carrera entre los hombres hasta hacerse anchos y arrojarlos al batallón rival al grito de: «¡Atajen ésto, ratas inmundas!». Con el contrapeso de los hierros arrojadizos volando por los aires consiguieron envolver y derribar a buena parte de la primera y segunda línea enemiga, que fueron chocando entre ellos mismos, entorpeciendo al resto.

—¡Rompan filas! ¡Dispérsense por el campo de batalla! —gritó el estratego.

Los atenienses se replegaron en grupos reducidos al mando de Demetrio, de Solón y de Hipócrates, según les ordenó el arrojado general. Los Hijos de Momo se unificaron bajo las órdenes de Susarión y avanzaron hacia el frente megarense con intenciones de rematar violentamente a todos los caídos en la trampa del torques.

La batalla ya se repartía por muchas áreas del valle. La confusión arreciaba a los hombres puesto que muchos vestían panoplias megarenses a pesar de pertenecer a bandos opuestos. Hipócrates, por su lado, acudió al llamado de Nicandro. Abrió una brecha entre los rivales blandiendo el xifós con certeras estocadas y amagos y levantando rivales por los aires con su broquel. Perdió dos jóvenes en el camino, caídos ante el despiadado bronce enemigo, pero llegó al punto de su compatriota para unificar fuerzas.

—¡Hipócrates! —le saludó Nicandro con ánimos inquietos—. Tenemos inconvenientes: ¡Zeuxipo ha desbandado! Juntó algunos hombres y marchó a buscar a Teágenes por su cuenta… ¡Ese deslenguado insolente!

Hipócrates maldijo a los cielos, y así le respondió:

—¡Estamos solos en esto! ¡La batalla desordenada favorece apenas a los salvajes de Momo, pero el enemigo se impone por mucho en número! ¡No tardarán en aplastarnos a todos! ¡Asesina cuantos megarenses puedas, salva tu pellejo y regresemos adonde Solón! ¡No resistirá mucho más! ¡Nos reagruparemos en el puerto a mi señal! —Antes de acabar la frase ya había marchado hacia la cruenta refriega, llevándose a los suyos consigo.

Se daba Solón al combate muy cerca del puerto. Se batía contra una tropa que lo superaba por cada dos o tres de los suyos. Contaba él con una docena de valientes áticos, flanqueado a todo instante a diestra y siniestra por los hermanos Cleobis y Bitón y los arrojados Anníceris y Teodoro, que combatían con el ímpetu incansable de la juventud. Luchaban como la silvestre alimaña acorralada y amenazada por voraces predadores, como el águila defendiendo su nido de hambrientos y ágiles leopardos en la altísima montaña, donde apenas respiran los pulmones del humilde pastor. Lo hacían guareciendo a Solón por el centro con la plancha de sus broqueles, atrayendo al hoplita al alcance de su letal májaira recurva, la cual él blandía con destreza para atravesarles pecho, cuello o espalda; pese a las recias panoplias megarenses, ninguno escapaba de tan atroz filo. Así les laceraba el cuerpo o algún miembro, y de quien no conseguía tomar su vida al menos lo incapacitaba para el combate, dejándolo a merced del remate de sus jóvenes.

Tal era la manera ateniense referida por Hipócrates, pues el hoplita ático se valía de una prolija infantería por delante capaz de debilitar o aturdir al enemigo antes que alcance su rango de ataque. Y en esta ocasión los megarenses optaron por darse al ataque en bloque, confiar únicamente en su superioridad numérica y prescindir de infantería y caballería, según lo previsto por el sagaz strategos.

De lejos ya resonaban los horrores de la guerra cuando Teágenes, ni bien los bandos comenzaron a lidiar feroces bajo la vista de los dioses del cielo, consiguió ponerse a resguardo. Herido como estaba, lo escoltaron sus aurigas blindándolo por fuera hasta alcanzar una arboleda al linde del campo de batalla. Ya un médico trataba con hierbas la herida de su cabeza; intentaba detener la hemorragia. Pero él crujía por dentro masticando rabia y desprecio. Tiritaba los dientes tramando retorcidos tormentos y suplicios para ese que lo había enviado a las fauces del lobo… «¡Despedazaré vivo a esa sabandija embustera!» rumiaba y repetía para sí una y otra vez. Rápidamente llegó el reporte de uno de sus polemarcos:

—¡Mi señor! El enemigo es valiente, pero muy pronto dominaremos la situación. Nuestros números se imponen por mucho.

Al oírlo, el tirano prorrumpió en furia:

—¡Atenienses mugrosos y osados! ¡Toda la justicia de la Hélade caerá sobre ellos! ¡Los someteré al vasallaje más odioso! ¡Oh Zeus, padre altísimo, cúmpleme esto! ¡Y destruye con rayos y centellas esa pútrida pólis infecta de víboras!

Así imprecaba el tirano señalando a la tormenta. Y su polemarco rectificó:

—Mi señor, estos hombres no parecen servir órdenes directas de Atenas. Los dirige un caudillo temerario, pero no son más que un grupo de forajidos y jóvenes jugando a ser héroes de guerra. Parece que se trata de un bando aliado: algunos aseguran haber visto entre sus filas al poeta Susarión y a sus fanáticos facinerosos.

—¡Crápulas execrables! ¡Dignas de lapidar! ¡Tráiganme la cabeza de Susarión!

—Sí, señor.

—¡No! —se contradijo—. Me lo traerán vivo, mejor… ¡Adornaré los pórticos de mis palacios con sus entrañas! ¡Uno por uno le arrancaré los dientes y las muelas con tenazas oxidadas! ¡Cuán colorido espectáculo daré con él en medio de la plaza pública!

—Sí, señor.

—¡Mi señor! —Irrumpió uno de sus centinelas, llegando exhausto al galope de su montura—. Avizoramos movimiento sospechoso en el puerto de Falero. La niebla entorpece la vista, pero dos trirremes se aparecieron de repente.

Teágenes lo miró con los ojos abiertos, hartos de ira, anhelando no dar crédito a esas palabras. De inmediato volteó hacia su primer polemarco y así le inquirió:

—¡Enopión! ¿Cuánto tiempo les llevará sojuzgar al resto de estos forajidos?

—No demasiado, mi señor… Es difícil precisarlo con exactitud, puesto que ahora recibieron más refuerzos desde el Este. Y difícil es atisbar el número de bajas, puesto que muchos enemigos también visten panoplias megarenses. Pero estimo que consiguieron reducir un tercio de nuestras fuerzas y nosotros un tercio de las suyas. Sólo tienen en pie poco más de un centenar contra trescientos de los nuestros.

—¿“Un tercio”? ¡Ineptos insufribles! —los despreció el tirano con un grito—. ¡Yo les enseñaré cómo mandar!

Acto seguido se retiró a su médico de encima con malos tratos, volteó hacia el centinela y así se dirigió a él, despachándolo:

—¡Tú! ¡Regresa a Mégara de inmediato! ¡Corre como un hemeródromo y desde la piedra del heraldo anuncia esta afrenta a todos los ciudadanos! ¡Que ni un varón etario quede sin vestir su panoplia apostado frente a mis murallas! ¡Envía también emisarios a Periandro de Corinto! Que le impartan este mensaje: «¡Preséntate, oh Periandro, noble nacido, hijo de Cípselo, gloriado amigo mío, raudo a las puertas de Mégara antes de la puesta del sol! ¡Y trae contigo mil doríforos y a tus esbirros! ¡Pues una odiosa traición ha acontecido, que involucra a nuestras partes aliadas y a nuestro cometido!» Que preparen también mi barcaza, que pronto marcharé de esta maldita isla.

—Sí, señor —dijo el centinela tomando de la mano de Teágenes el sello cilíndrico de oro que legitima su palabra, y azuzando a su potro partió sin demora.

—En tanto a ustedes, aurigas y polemarcos —dijo el tirano volviéndose a ellos—, dirijan su caballería al campo de batalla. Disputen las armas con el enemigo si es necesario, pero retírense con doscientos o trescientos hombres agrupados a la espera de una posible incursión de refuerzos.

—Sí, señor. ¿Qué haremos entonces con todos los forajidos que sigan en pie?

—¡Mis esbirros tendrán éxito en donde ustedes fracasaron!

Tal espetó el tirano y convocó con un grito a su masa de obediencia ciega, unos cincuenta hombres, indiferentes y enajenados, formados a la vera de un arroyo por detrás. Al oírlo, los cincuenta esbirros comparecieron en prisa ante él.

—¡Mis esbirros obedientes! —les habló Teágenes—. ¡Dispérsense por el campo de batalla y asesinen sin empacho a cuanto hombre se interponga en su camino! ¡Quedan ahora a las órdenes de éste hombre: Enopión!

Tal dijo y al grito de «¡Sí, glorioso amo Teágenes!» aquellos se retiraron con intenciones de cumplir su mandato. A esto replicó Enopión, su polemarco:

—Pero, señor… estos hombres no recibieron formal instrucción ni—…

—¡No son hombres, estúpido! ¡Son bestias bípedas sin alma que valen lo que tres inútiles falanges de ustedes! ¡Son feroces e inmunes al dolor! ¡No los consume el miedo que hace retroceder a los cobardes! ¡Son incapaces de clavarte un puñal por la espalda! ¡Incapaces de seducir y copular con la zorra de tu esposa! ¡Incapaces de sublevarse en tu contra! Carecen de anhelos, de sueños, de idiotas pasiones… ¡Como todo hombre escoria y esclavo debería ser! ¿Aprendiste ahora a mandar, Enopión? ¡Ahora, vete! ¡Están a tus órdenes, así que sácales provecho!

—Sí, señor —obedeció el polemarco—. ¿Y qué harás tú, entonces?

—Pronto marcharé de esta maldita isla, pero antes… —gruñó el tirano mascando rabia y dirigiendo sus ojos negros a las altas ruinas—. Tengo un asunto pendiente… un asunto que me encargaré de resolver yo mismo —y enfatizó—, muy personalmente.

IV

Pítaco permanecía encadenado en su odioso cautiverio, entre baldosas partidas y muros informes, atemorizado por su incierto destino, pero a la vez maravillado al contemplar la batalla desde lo alto. Se admiraba de la sola gesta de Hipócrates, de su brillante mente estratega. Había sido capaz de empardar una batalla desfavorable desde el comienzo mediante tácticas ágiles, certeras, ejecutadas en el momento preciso. Comprendió que no en vano se jactaba de la prole del sabio Néstor de Pilos, pues demostró tener el conocimiento para estar siempre adelantado a las intenciones del enemigo, superior éste en número, pero aventajado desde la moral de sus contrincantes. Tampoco restaba valía al ingente coraje que brotaba del pecho de los jóvenes áticos, imponiéndose algunos ante hombres muy adiestrados en la guerra, pero si muchos se sostenían aún en pie, se lo debían a la capacidad de mando del intachable neleida.

Fue entonces que giró sus ojos más acá por medio de la rancia abertura de jambas de madera y vio la figura de Teágenes a punto de emprender el ascenso al megarón. Emanaba cólera de sólo mirarlo y caminaba con un andar intimidante, parecido a la noche. Pítaco sabía que sólo deseaba desquitarse con él de la manera más horrenda posible, pergeñada únicamente por su mente pérfida y zaherida.

El miedo y la desesperanza ya trepidaban por los músculos del mitilenio, que se giró hacia atrás y examinó su situación. Se hallaba solo, incapacitado, constreñido por el hierro, azorado por la desolación. Aquellas cadenas eran una con su cuello, con sus manos, con esa corroída columna micénica… Imploró a los dioses que le infundan renovado brío y sagacidad a sus mientes. Razonó entonces que si bien las cadenas eran parte de su cuerpo, también lo era ese macizo pilar de robusta madera, y la terraza por encima… y la enteridad del megarón en ruinas. ¡Debía emplearlo todo a su favor! Desesperado como estaba se sujetó con fuerza a las cadenas que colgaban de su pescuezo y comenzó a rasgar y a friccionar con el hierro la basa del pilar hacia un lado y hacia el otro. Lo embistió después una y otra vez con su propio cuerpo, como acomete el macho cabrío al ver un macho rival, y rápidamente volvía a roer la basa valiéndose de las oxidadas cadenas. Repitió el proceso cuantas veces pudo, pero apenas un ápice había conseguido desplazar la base del pilar, y la terraza por encima no parecía ceder en absoluto. El tiempo apremiaba, y el tirano no tardaría en llegar.

Por debajo, cerca del puerto, Solón combatía incansable, pero el vigor comenzaba lentamente a abandonar sus miembros. Veía al bravo Demetrio más al Este resistiendo de igual manera con los suyos. Ambos habían perdido la mitad de su reducto de jóvenes valerosos, y ya el hado se les revelaba oscuro y funesto. Las tropas enemigas de repente comenzaron a replegarse según habían sido las órdenes de la caballería de Enopión, una decena de aurigas, que se aparecían desde lejos guiando una masa de unos cincuenta hombres. Ambos pensaron que quizá se trataba de una tropa de mercenarios al servicio del tirano.

Fue entonces que oyeron el agudo grito de Hipócrates mandando a los atenienses reagruparse en el puerto. Iba todo cubierto de sangre montando un solípedo corcel, pues lo había arrebatado en medio de la turba asesinando con presteza a su anterior auriga megarense. A su orden ya se dirigían todos, cuando Solón quedóse contemplando una escena que estremecería su corazón.

Más al Este, a sus jóvenes fue despachando el arrojado Demetrio protegiéndoles la retaguardia, quedándose él solo apostado ante el retroceso de quince hoplitas megarenses. Se quitó el yelmo de alto penacho para que contemplen su rostro y a ellos pareció increpar con palabras, puesto que los obligó a volverse contra él. Uno tras otro fueron atacándole con picas y espadas, pero Demetrio, revestido de un furor inusitado, anquilosado en su sitio y blandiendo el agudo xifós los fue venciendo, como si el furioso Ares guiara brazos tan veloces, certeros y homicidas. Pronto advirtió Solón que no eran insultos lo que proferían sus labios, sino versos, inmortales versos de Tirteo, el antiguo poeta ateniense radicado en Esparta, de quien su compatriota se enorgullecía de emparentarse por sangre lejana. Solón los conocía bien, y en su memoria los fue evocando a la par:

«Cadáver en el polvo, mientras avanza

orgulloso el enemigo, infame queda,

rota la espalda al bote de su lanza.

No, que ignominia tal no te suceda.

Da un paso y ¡firme! clávate en el suelo,

muérdete el labio y que tu furor no ceda.

No muere, no, la fama del valiente

que a manos de Ares cae en la pelea

víctima de su arrojo ardiente.»

Dejó un tendal de muerte de diez rivales abatidos por su filo antes que los cinco restantes perforasen a un tiempo la clavícula, el hígado y el esternón del irrefrenable guerrero. Antes de quebrantarse su vigor, aún vencido y de rodillas, botando sangre por todo ultraje sufrido por su cuerpo, un rezagado hálito de furor le permitió cercenar la pierna de uno de sus asesinos. Así se tumbó Demetrio en heroico lecho de muerte. Su canto se detuvo inconcluso a la par con su corazón, y por sus labios le escapó el último suspiro de vida.

«Caerás, caíste. ¡Oh, gloria! Así consigue

la patria honor; y el padre gran renombre

que el pesar de tu pérdida mitigue».

Tal completó Solón las estrofas en su mente y conmovido en su espíritu volteó a replegarse con los suyos.

Ya reunidos todos, sin comprender aún la razón del retroceso enemigo, se horrorizaron al reconocer que la mitad del batallón de jóvenes que habían partido con ellos desde Atenas había perecido en la encarnizada batalla.

—¡Es suficiente, Solón! —tomó la palabra Hipócrates—. ¿Cuánta sangre quieres seguir derramando? ¡No tenemos más tácticas que emplear! ¡Es tiempo de huir a las naves si no quieres rendirte prisionero ante el enemigo impiadoso!

—¡No! —discrepó su pariente con lágrimas de impotencia en los ojos; su alma evocaba la gesta heroica de Demetrio—. ¡Atenea nos protege! ¡No podemos rendirnos ni escapar por mar como cobardes, Hipócrates!

—¡No eres hombre de guerra, Solón! —le replicó el strategos enardecido—. ¡La situación nos avasalla! ¡El bravísimo Demetrio ha caído! ¡El mudo Zeuxipo se niega a seguir órdenes atenienses! ¡Y Nicandro y Susarión resisten diezmados por completo! ¡No tenemos más hombres que sacrificar en aras de tu agón! ¡Huyamos mientras podamos! ¡O Atenas se privará de sus hijos más valientes!

Renuente a dar crédito o razón a sus palabras, Solón corrió en soledad hacia las naves. Galera por galera y birreme por birreme se internó en las bodegas y fue golpeando con una maza las estacas de hierro que esclavizaban por los pies a los remeros, liberándolos. A ellos anunció, a viva voz, promesas de manumitirlos de por vida si tomaban las lanzas vetustas y las peltas oblongas y se sumaban a sus fuerzas de resistencia. Muchos aceptaron la propuesta y así fueron emergiendo de las naves. Solón tumbó y destrozó muchas vasijas de negro aceite, y valiéndose de un pequeño candil prendió fuego las naves; fuego que no tardó en propagarse por todo el puerto.

—¡Insensato! —lo reprendió Hipócrates—. ¡Cosquillas serán para el enemigo! ¡No están instruidos en la guerra! ¡Desertarán ni bien vean a lo que se enfrentan!

—¡No subestimes el ímpetu del hombre que tiene algo por qué luchar, Hipócrates! —le dijo y, acto seguido, se dirigió a todos los atenienses, impartiéndoles éstas órdenes—: ¡Nadie huirá de Salamina hasta poner a salvo a nuestros efebos y hasta dar con el paradero de Pítaco y de Teágenes! ¡Pues aún no han abandonado la isla! ¡Nadie en el puerto los ha visto zarpar! ¡El enemigo ha retrocedido a proteger al tirano, dejando únicamente una guarnición de cincuenta hombres! ¡Estos esclavos harán el trabajo de plantarles lucha mientras ustedes, mis valerosos jóvenes, que mucho dolor ya padecen por la causa que defienden con un corazón justo y honrado, huyen adonde nuestros efebos, a la aldea saqueada! ¡Si la situación mucho les pesa, naden hasta refugiarse en el islote de Psitalea! ¡Desde allí podrán cruzar al Ática si el calmo mar se los permite!

—¿Y qué pretendes que hagamos nosotros, sabio strategos? —ironizó Hipócrates.

—Ví morir al bravísimo Demetrio… ¡Y su sacrificio no será en balde! —exclamó—. ¡Aún contamos con el vigor de Susarión y sus hombres! ¡Con las fuerzas de Nicandro y Zeuxipo! ¡Con ellos llevaremos la batalla hasta las últimas consecuencias! ¡Rogaremos a la diosa que nos dote de Su sabiduría hasta lograr rematar al tirano y liberar al valiente Pítaco!

—¡O moriremos en el intento! —replicó Hipócrates con un grito de desidia.

Así debatían ellos entre las llamas del puerto. Algunos jóvenes áticos se rehusaban a marchar, pues sus aguerridos corazones los animaban a permanecer plantando resistencia. Ignoraban que aquella discusión sería en vano, pues los dioses celestes ya habíanse pronunciado, dispuestos a enderezar el rumbo de los hados.

La sombra avanzaba en lo alto engullendo a los cielos cuando Pítaco agotó todo su vigor. Se tendió sobre las partidas baldosas romboidales, las tocó con la frente. Por la garganta parecía latirle el corazón, podía oler su sudor, su propia sangre, a la muerte acechando en su torno. Le temblaban el pecho y las ajadas manos, sus ojos ardían de lágrimas de agobio y sus hombros vencidos de tanto azote contra aquél macizo pilar. Vio al tirano acercarse a él con ánimos recrudecidos de sólo verlo a su merced… ¡Tan vulnerable! Llevaba en una mano una daga labrada y con la otra se aferraba al odre de oricalco. Nunca se separaba del objeto, al que llevaba dentro de sus túnicas por debajo de su ornado linotórax, tallado éste con luengas imágenes de corceles e hipocampos. Tomó a Pítaco por los negros cabellos y lo arrastró hasta el precipicio. Le golpeó la cabeza algunas veces ordenándole que le revele todo cuanto conocía del divino elemento. El mitilenio comprendió que por ese único motivo aún se demoraba en asesinarlo de vil manera. Pero el tirano ardía en furia y no desistía de su feroz ataque.

—Será conveniente para tí… que acabes rápido conmigo —dijo Pítaco—. Hiende mi garganta ahora, Teágenes, o un hado ignominioso pronto se cernerá sobre tí.

Imbuido del fragor del suceso el mitilenio descuidó su acento nativo, y el tirano, percatándose del furcio que escapó de su boca, así le interpeló:

—Eolio, ¿verdad? ¿Lesbio? ¿Mitilenio? ¡Escupe tu nombre, sabandija repugnante!

De revelarle su identidad, razonó Pítaco, su ira podría ocasionar un gran azote a su ciudad, a sus compatriotas… A Irana, ¡a Tirreo incluso!, y a todos aquellos a quien más amaba, por lo que se limitó a decirle:

—No pondrás un nombre al rostro que te condenó.

—¡El único condenado aquí eres tú, malnacido! ¡Mis esbirros despedazarán a tus secuaces y arrojarán sus almas al Hades, adonde te les unirás muy pronto!

Tal dijo el tirano y, forcejeando con él, llegó a rasgarle el dedo más pequeño de su mano con el agudo filo de la daga; sólo el duro hueso impidió que el miembro se le desprenda por completo. Pítaco rugió sin consuelo.

—No me tomarás por iluso dos veces —habló el altivo megarense—. Quizás te asesine ahora mismo. O quizás te arrastre a Mégara conmigo… Te desmembraré poco a poco… Inundaré tus brazos y piernas de clavos hasta que te dignes a escupir todo cuanto conoces sobre la sustancia.

—¡El oricalco es… magia egipcia muy antigua! —gritó Pítaco cediendo al miedo y al dolor infundido por la tortura—. ¡De allí provino el odre! ¡Del sepulcro de un rey entre el ajuar funerario! ¡Es todo cuanto sé! ¡Y te aseguro que en ésto no te he mentido!

El tirano hizo una pausa. Hurgó en la mirada de Pítaco y sólo asimiló el crudo terror rebalsando su alma. Comenzó a reir a carcajadas. Esgrimió una maliciosa sonrisa y así se dirigió al aterrado mitilenio:

—No tienes idea de qué hablas, ¿verdad?… ¡Sí, ahora lo compruebo!… Eres el hombre más valientemente estúpido que he conocido… Hijo de Kairós, ¿verdad, eolio execrable? ¡Sí! ¡Un mero perro advenedizo y oportunista!…

Quiso volver a amenazarle con funestas represalias o, quizá, sellar su suerte para siempre, pero lo detuvo de pronto un retumbante sonido que provino desde abajo. Creyó reconocerlo… ¿Fanfarrias?… Sí. Su semblante quedó petrificado y se irguió para volver la vista hacia el campo de batalla. Su rostro palideció al ver a un numeroso batallón ateniense unido en el grito de la guerra, internándose por el valle haciendo resonar sus cuernos y tambores, comandados por un audaz jinete.

Debajo, desde el puerto consumido por las llamas voraces, también lo contemplaron los diezmados atenienses, que reconocieron a la figura de Alcmeón, por mucho el mejor auriga de su tierra, secundado por los valientes Leso, Foco y Carmo, presentándose todos ellos al mando de tan temibles tropas de prolijas corazas, broqueles y picas. ¡Tanto se complació y se alivianó el corazón de Solón al comprender que la diosa había escarmentado las mientes de su compatriota!

—¡Oh, gloriosa y sabia Atenea! ¡Tus designios siempre fecundan y acompañan al corazón justo en la odiosa pelea! —declamó mirando a los cielos turbios.

—¡Oh, venerada seas siempre, nacida de Zeus! —exclamó a la par el aguerrido Hipócrates desde el puerto, revelando su posición al orgulloso alcmeónida.

Así avanzaban los guerreros sembrando el estrago y la destrucción a su paso: trescientos hoplitas áticos arrojados a la encarnizada reyerta, avasallando por completo a los números megarenses que se apostaron a ofrecer resistencia. Alcmeón destinó la mitad de sus fuerzas a lidiar contra aquel frente de guardia, mientras el resto de la tropa de avanzada se dirigió al puerto, adonde Hipócrates, prestos a planificar el asedio final; en concreto, contra esos aurigas y esbirros que, por el valle de Salamina, iban matando esclavos y aliados sin rastro de piedad.

Todo esto también logró contemplar Pítaco desde el alto precipicio del megarón. Supo que los dioses inmortales reconocieron su coraje, que volvían a concederle otra oportunidad. Así, afiebrado y escocido de dolor, se dirigió entonces al regente de Mégara, con ánimos de disuadirlo de sus ruines designios:

—¡Te lo advertí, Teágenes! ¡Tus hombres perecen uno por uno en batalla! ¡Y tu puerto arde en llamas! Si de sensato te ufanas, entonces, ríndete ahora mismo. ¡Admite tu derrota! ¡Ya has eludido a las Parcas de Hades! ¡Entrega Salamina a los atenienses y huye a la murada Mégara! ¡Te aseguro que no serás perseguido!

Pero el tirano, ni bien contempló todo el desastre acaeciendo debajo, comenzó a cavilar en sus mientes. Su voz nasal se tornó trémula, y así le habló:

—Según dices… la sustancia es auténtica… que provino de Egipto, ¿verdad?… El antiguo Oricalco… —susurró para sus adentros mientras se aferraba al odre. Una mueca nefanda se postró en su avejentado rostro y se retiró abrupto hacia el contiguo salón absidal, a la vez que exclamaba, desquiciado—: ¡Ahora verás a lo que te enfrentas, mísero mortal! ¡Te las verás con un Dios!

Su copa de plata aún permanecía apoyada sobre la veteada faz de cedro de la robusta mesa, entre los restos del viejo yantar. Todavía pendía sobre el muro el estandarte megarense de verdes telas, brocateles dorados y bordados amarillentos y escarlatas. El atormentado tirano diluyó las minúsculas trazas del fúlgido elemento en el seno del cáliz de plata; lo mezcló con el vino puro. Precavido y horrorizado, buscando disipar sus sospechas, vertió una gota de sangre de su pulgar… El líquido bulló en una emulsión chispeante, y lo revolvió para después apurarlo sin demora en su garganta, tragándolo cual divino néctar.

Durante un tiempo se mantuvo absorto, soñoliento, con la barbilla apoyada en el pecho, contemplando el ondulante estandarte de su pólis, cuyas telas y flecos de oro comenzaron de pronto a tremolar. Las ruinas enteras parecían temblar, vibrar en torno a los cuerpos. También Pítaco lo percibió, como si el megarón, o acaso el cuerpo de Teágenes, se tornara receptáculo de démones y energías inciertas, invisibles al ojo, pero muy ostensibles al alma. Cayó entonces el tirano en el suelo, rompió en un hondo trance víctima de una manía catártica, como el que incorporan los arrojados a la posesión de los dioses en los ritos mistéricos. Su avejentado cuerpo empezó a retorcerse de imposibles formas, involuntarias, mientras supuraba blanca espuma por la boca. Una fuerza invisible, inaferrable, lo arrastró hacia una esquina distante del salón. Pítaco lo perdió de vista, pero oyó provenir de allí carcajadas, estertores y alaridos, como el que emiten las bestias, mas no los mortales. Oyó gritos de terror, de alborozo, de locura, de pavor… capaces de estremecer la piel de los poderosos dioses, como si alguien aplicara sal en una gravísima herida. Su corazón parecía estar siendo acosado por un tormento de imágenes ominosas, por ideas abstrusas, inextricables, y de su sola garganta parecían emitirse a un tiempo las voces graves y agudas de muchas entidades conjuntas.

Pítaco lo vio cruzar el salón corriendo como un joven atleta hasta embestir el estandarte de Mégara, justo por sobre el bordado jabalí de rojas crines. El muro retumbó, pero su cabeza resultó indemne. Como si desconociera todo a su alrededor arrancó primero las telas con un brazo, se envolvió el cuerpo con el estandarte y después destrozó en dos partes la robusta mesa de cedro con el ímpetu de un único golpe revestido de un vigor sobrehumano, un aura semidivina que sólo se esmeraba en destruir. «¡No! ¡No se vayan! ¡No se vayan!» parecía gritar, implorar, una y otra vez… «¡Quién es! —parecía suplicar— ¡Quién es ese que se me opone! ¡No! ¡Aléjenlo! ¡Quiero permanecer un tiempo más!»…

Después de degradarse en carcajadas el tirano pareció serenarse, y todo aquel éxtasis cesó de repente. Aún bufaba por las anchas fosas de su picuda nariz, con el pecho henchido… «Pítaco de Mitilene» pronunció con una voz doble, como si ardiera una fragua de fuego en su garganta y la droga lo dotara de inasequibles saberes. De un paso fue capaz de ponerse frente a él, con inconcebible rapidez.

(Otros afirmaron que el tirano compareció en medio del campo de batalla, que desprovisto de armas fue capaz de espantar hombres con gritos y, en contados arrebatos de furia, derribar a muchos otros de un sólo golpe.)

Pero Pítaco lo tenía ante él. Miraba sobre su barba las trazas de espuma blanquecina, las venas negras y dilatadas que ascendían por su cuello y latían en su rostro, sus anchas fosas nasales, su mirada enajenada que parecía desconocerlo, sus ojos irrigados de sangre. Invadido por un hedor repentino, vio a sus pupilas tornarse del color del oro; no eran como la de sus esbirros, pues las suyas refulgían como la cara bruñida del preciado metal al sol.

En ese instante, su alma se paralizó en el espanto. Lo atravesó un sentimiento inefable… que más adelante sólo podría describir de esta forma: se enajenó del espacio, del tiempo; a otro sitio y momento se trasladó. Encarnó la piel del primer pastor de antaño que perdió de vista al rebaño y se halló de pronto desolado y sin rumbo en medio de la boscosa Arcadia, y allí se topó por primera vez con los gritos enloquecedores y ensordecedores de Pan, el sátiro agreste, saliendo y acosándolo desde todos sus flancos, sin conocer de qué fuerza misteriosa y pavorosa se tratara… ¡El infortunado había interrumpido su siesta! ¡Tal era el mito que más reverencia y temor sagrado infundían en su corazón desde muy tierna edad!

Sintió una jadeante presencia detrás de su postrera columna, una garganta inhumana respirando con exasperada cadencia directo en su cerviz. Un hálito pestilente… Se obligó a jamás voltear, pues ya podía ver su sombra: sabía que tenía al dios Pan tras su espalda… Su alma, su mente… ¡su aterrado corazón lo sabía!

El enajenado Teágenes lo tomó por sus cabellos y con poco esfuerzo lo elevó del suelo. Se alimentaba de su miedo, de su dolor, del latir de su corazón, de toda la destrucción ocurriendo a sus anchas. Le comprimió la cabeza contra el alto pilar, y a punto estuvo de aplastarlo por la sien, cuando se detuvo ni bien se oyó un sonido seco y chirriante. Los pies de Pítaco tocaron el suelo; Teágenes lo había soltado.

El mitilenio vio a sus pupilas recobrar su habitual tinte negro y profundo. Miró hacia abajo: una punta de lanza cubierta de roja sangre sobresalía del pecho del tirano. Luego, en un súbito espasmo, una flecha se clavó en su espalda. Luego, otra más. El cuerpo de Teágenes giró su cuello y otra saeta se le incrustó abrupta por debajo de la quijada. La sangre brotó, le destrozó todo el ceño saliendo por la mejilla opuesta y escindiendo por completo el mal superior de su paladar. El cuerpo del tirano cayó de espaldas al suelo, resonó con estrépito, y Pítaco observó la sombra del sátiro desvanecerse en medio de un aturdidor lamento.

«¡Le dimos!» «¡Ha caído! ¡Ha caído!», se escuchaba a lo lejos.

Azorado como estaba, el mitilenio no había advertido que un grupo de hombres acababa de ingresar al megarón para dar caza al tirano. Festejaban entre ellos la matanza. «¡Aquí estaba el cobarde malnacido!» exclamaba una voz con sórdido ánimo. Todos gritaban de júbilo y locura a excepción de uno, no porque su ánimo así no lo consintiera, sino porque carecía de lengua. Pítaco reconoció entonces a su redentor:

—¡Zeuxipo! Tú eres Zeuxipo, ¿verdad? ¡Libérame! ¡Libérame! —le rogaba.

El mudo lo miró, lo oyó, pero decidió ignorar la súplica; mas allá de su sonrisa, las brasas del odio y el rencor ardían en sus ojos. Se encaminó hacia el cuerpo abatido del tirano con intenciones de exhibirlo como trofeo, de someterlo a incontables ultrajes.

El cuerpo de Teágenes convulsionaba en el suelo, regurgitando sangre por su partida mandíbula, supurando espesa hiel por la garganta. Mientras Zeuxipo le extraía la lanza del pecho, su brazo se movió: el tirano convaleció de repente. Asió la pica por el astil y forcejeó hasta arrojar al mudo por los aires, que salió desprendido de su lanza. Ya doblado sobre su cuerpo, el tirano se extrajo a sí mismo las flechas incrustadas en su carne; con la quijada desguazada se asemejaba más a un engendro del inframundo que a un hombre. En un veloz movimiento logró tomar por los tobillos a dos hombres de Zeuxipo y como el destructor Polifemo les estampó la cabeza contra los sólidos muros; los sesos de esos desdichados quedaron regados por todo el salón. Otros dos, con gran desconcierto, se empeñaron en herirlo de muerte por detrás clavándole a un tiempo lanza y espada. Las heridas eran hondas y mortales; el tirano sentía el dolor, pues agitaba los brazos por sobre su cabeza. Su poder parecía ir mermando, pero logró voltear hacia ellos, capturarlos y romperles las espaldas con golpes salvajes, como si blandiera brazos de adamanto, hundiéndolos entre las baldosas. Zeuxipo, al verlo acercarse a él, huyó despavorido.

Los embates y azotes habían debilitado sobremanera los cimientos del megarón. Pítaco sintió bullir el kairós en derredor, y bregó a sus dioses protectores que le insuflen un rezagado soplo de brío a sus mientes. Se sujetó entonces de las cadenas una vez más, dispuesto a finalizar el trabajo que momentos atrás había iniciado.

La corazonada había sido imperiosa, inequívoca, pues ni bien forzó la basa del pilar, la terraza por encima del megarón cedió. El derrumbe impactó en el centro de la sala con un estruendoso crujido, socavando el suelo y agrietándolo en muchas partes. Un muro fue derribando a otro. Luego las vigas, los pórticos y dinteles se desmoronaron, los pasillos y terrazas circundantes cedieron al abismo y así la estructura fue colapsando por partes.

El temblor retumbó y se esparció por toda la isla. Pítaco, Teágenes y los demás cuerpos sucumbieron a la par con el saqueado palacio micénico. El mitilenio encadenado se aferró a la columna con todo su cuerpo, siendo arrastrado por la fuerza tremenda del colapso, rogando a los dioses que lo protejan y le permitieran salir airoso del desastre.

Todos los guerreros observaron desde el campo el descalabro de las ruinas palaciegas. Enormes pedazos de estructura, montones de escombros, vigas, muros, peldaños y escaleras se derrumbaban cayendo como peso muerto por la falda de la cresta rocosa. Muchas rocas y compactos de argamasa rodaban hasta alcanzar el puerto en llamas y destrozaron a su paso las naves encalladas. Otros escombros se dispersaron hacia el campo de batalla y los hombres cesaron por un momento la lucha, perdidos entre la ingente nube de polvareda que los envolvía y les estropeaba la vista. Muchos sopesaban la idea de que algún dios furibundo, acaso el temible Poseidón, había desatado su ira para amedrentarlos del combate e infundirles gran temor en el pecho.

Tan sólo los esbirros de Teágenes se empeñaron en continuar la matanza con impasible ánimo. Los atenienses se las veían ahora contra esos hombres de ímpetu feroz y… ¡tan pertinaces en el combate!… Pues no aplacaban su furia, de la cual estaban presos, arrobados. Necesitaban de tres o cuatro hombres para acabar con cada uno de ellos. Se veían obligados a rematarlos de horrendas maneras, a separarles la cabeza o los miembros del cuerpo para asegurarse de que no recobraran su destructivo vigor. Muchos comprobaron que tales hombres no eran simples mortales: no eran ni pastores ni guerreros ni esclavos corrientes, sino almas domeñadas, secuestradas por la fuerza de un abominable poder. Contra todo designio según las tácticas de asedio, la batalla volvía a emparejarse.

V

Al otro lado, la tempestad sofocante, copiosa, aún golpeaba los mármoles de Atenas. Mucho pesaba sobre el corazón de Nicias, quien cargaba consigo el cuerpo exánime del joven Aristodemo. Junto a Anacarsis, habían intentado todo cuanto tenían a su alcance para obturar su pérdida de sangre. El metal enemigo resultó infame, fatídico, pues le llegó a rasgar parte del diafragma, y parecía también haberle alcanzado las víceras, causando estragos en el pulmón o en algún otro órgano vital. Por más que aplicaron sobre el joven todo conocimiento que el escita atesoraba sobre bálsamos silvestres y hierbas medicinales, la herida terminó por revelarse implacable: se impuso letal, mortífera…

¡Qué gloria incógnita deparaba al joven en el albor de su madurez! ¡Qué inciertos lamentos y dichas hubieran dado temple a su pujante espíritu! ¡Qué nuevos amores quedarán esperándolo por siempre a la vuelta del camino!… Pues todo aquello había quedado trunco, frustrado, ni bien la inexorable Átropos, la más atroz de las Moiras hilanderas, sacó sus detestables tijeras y cortó la hebra fatal de su frágil hálito, poniendo término a su breve y valerosa vida, eternizando su jovial corazón.

Con amargo ánimo deliberó Nicias amortajar el cadáver, llevarlo a cuestas hasta ingresar a la amurallada pólis y entregarlo a los sacerdotes de Eleusis. Serían ellos los responsables de purificar su cuerpo, de recitar los piadosos versos eumólpicos y oficiar los solemnes ritos fúnebres que guíen el buen paso de su alma al mundo de las sombras.

La pólis parecía deshabitada. El incesante rumor de la lluvia golpeaba todo recodo, toda calzada, rebotaba en los frontones de los templos, en las acróteras de los altares. Todas las criaturas del cielo y de la tierra se habían guarecido en sus escondrijos, como los ciudadanos en sus residencias y los comerciantes, apiñados bajo las telas del ágora. Tan sólo se oía un heraldo en soledad, elevando un escabroso pregón en medio de la lluvia:

—¡Ay, atenienses! ¿Han visto alguna vez semejante tempestad lanzada únicamente sobre nuestras vastas tierras? ¡Qué espeluznante nos parece de pronto este olor que ahora nos invade el ceño y nos espanta el alma! ¡Algunos dicen que les parece la muerte esparciendo su pestífera hiel sobre nuestra pólis, mientras allá —señalaba al Areópago— se delibera nuestro futuro! ¡Ay! ¡Que los altos dioses se apiadan de Atenas!

Hacia la Colina de Ares entonces enderezó sus pasos el eupátrida Nicias. Con sus lágrimas desfiguradas por la tempestad, cargaba en brazos el peso de la joven muerte. Le extrañó la ausencia de guardias en el pórtico de acenso a la colina, por lo que lo atravesó sin más, ascendió, y ahí contempló la escena.

Sobre la Fuente de Ares chapoteaba la lluvia solitaria. El adivino Epiménides se hallaba en estado de trance, imperturbable, encimado al altar votivo de las Euménides; emergía de sus túnicas en posición de loto. Apoyaba en su frente el hacha de doble filo que blandía entre ramas de laurel sagrado. A él sólo lo miraban de lejos Drópides y los sacerdotes eleusinos, y muchos areopagitas se protegían de la lluvia en el pronaos del Salón Oval.

Al verlo acercarse, el códrida corrió hacia él. Nicias descubrió el joven y pálido cadáver y ambos se postraron sobre el cuerpo en el fango. ¡Tanto se acongojó en el pecho el corazón del preceptor al ver el exánime rostro de uno de sus pupilos más destacados!

—Fue valiente —sollozó Nicias con tristeza—. Quería servir en el campo de batalla, pero Solón decidió que, por este rostro joven y agraciado, integre el grupo de los efebos. Es el único que ha caído. El resto ya se halla en Salamina, bien protegidos por los nuestros.

Muchos de los areopagitas entonces salieron a su encuentro y comenzaron a rodearles.

—¡Códrida! ¡Eumólpida! ¿De qué se trata todo esto? —inquirió un eupátrida.

—¿Acaso la peste ha cobrado la vida de otro de nuestros jóvenes? —se preguntaba otro.

Drópides arrugó el ceño, enjugó sus ojos y con compungido ánimo elevó su voz:

—Su nombre era Aristodemo del Cerámico, hijo de Hermolao. Servía en casa del noble Cratino, el pederasta, quien se ofreció a tutelarlo y a pagar por su formación. Sus padres fueron vendidos como esclavos a servir en tierras lejanas. ¡Desdichados progenitores! No podrán recibir su cuerpo, ni besarlo, ni oficiar las fúnebres plegarias…

—Conozco a sus padres —acotó el gefireo Aristecmo—, sirven de manera muy digna en una de las casas más nobles de Tebas, parientes míos, a quienes les debía un favor.

Un gran enojo entonces se introdujo en el pecho de Drópides, que así se manifestó:

—¿Un “favor” es todo lo que eran para tí? ¡Con qué descaro e impunidad nos permitimos, areopagitas, vender cuerpos atenienses como mera mercancía! ¡Qué hace a esos hombres tan inferiores a ustedes, desalmados! ¿Acaso es el costo a pagar para sustentar sus caros placeres? ¿Acaso no son los dioses quienes nos castigan por tamañas vilezas?…

—¿De qué ha muerto este joven, eumólpida? —preguntó a Nicias uno de los eupátridas, quebrando el luctuoso y atronador silencio.

—¡Ha muerto sirviendo a Atenas! —intercedió Drópides—. ¡Blandiendo el coraje que ustedes, cobardes, jamás se dignarán a mostrar!

—El phármakos… ha llegado al fin —pronunció la cavernosa voz del augur—. ¡Que traigan el cuerpo ante Epiménides!…

Así hicieron Drópides y Nicias, bien prestos a obedecer su mandato. Los eupátridas, aún confundidos, los fueron siguiendo por detrás. Depositaron el cadáver sobre el altar votivo. Epiménides le retiró toda la mortaja, desnudó el cuerpo para examinarlo.

—Lleva la marca del miasma —reveló el vate, señalando con sus grisáceos dedos unas manchas sobre la piel del joven; una en torno a la tetilla izquierda, mancha que también exhibía por el revés, en el omóplato izquierdo—. El joven nació… después de la maldición.

Los eupátridas escarmentaban en sus mientes. Tal eran las manchas que habían aparecido sobre el cuerpo de muchos infantes nacidos después del atentado de Cilón, del infame juicio de expulsión de los Alcmeónidas, ya dictadas y establecidas las Leyes de Dracón. Rememoraban también que todos los marcados morían víctimas de degradantes enfermedades antes de contar con seis o siete años de nacidos.

—El intercambio equivalente… se ha consumado —vociferó Epiménides—. La sangre vertida de este joven… será purga del mal de Atenas.

Los eupátridas se miraban entre ellos, unos con ánimos confusos, otros contrariados.

—¡Aguarden un instante, magistrados! —gritó Henióquides—. ¿Qué hay de esa espantosa herida de guerra que le recubre todo el abdomen? ¿Cómo murió realmente este joven, Drópides Códrida? ¿Acaso tú ocultas algo que nosotros desconocemos? ¡Porque un sobrino mío, Erxílides, que también es tu pupilo, está desaparecido desde anoche!

—¡También mi hijo Leógoras, pupilo tuyo, está desaparecido desde anoche! —añadió el cérice Andócides.

—¡Y también mi nieto Fenipo! —acotó el anciano Calias.

—¡Y también Critias, mi propio hijo! —agregó Drópides—. ¡Pero les aseguro que nuestros hijos y nietos están bien protegidos! ¡Ya oyeron la sabia palabra del purificador! ¡El desdichado Aristodemo ha sido víctima necesaria e inevitable para depurar el mal de Atenas!…

—¿Es por eso que algunos dicen haber visto a Alcmeón esta mañana tomar una guardia personal so pretexto de realizar maniobras navales? —se preguntó un areopagita.

—¡Y otros descubrieron vestigios de la Osamenta de Palas, el antiguo rito de guerra ático, a extramuros de la pólis! ¿Acaso estamos en guerra, magistrados? —murmuró otro.

—¡Revela lo que sabes, hijo de Execéstidas! —lo interpeló finalmente Henióquides—. ¿Dónde están los hijos de los ilustres Eupátridas? ¿Acaso les has metido en el corazón esos ideales homéricos que tanto pregonas en tus lecciones?

Ante las acusaciones, el conspicuo eupátrida se reservó un silencio. Dio un hondo suspiro en pos de serenarse y recobrar valor en su pecho, y así les habló:

—¡Magistrados! Toda patria atraviesa una hora histórica, un minuto estratégico y un segundo táctico. Pero, de cada una de esas instancias, sólo el sabio se percata. Y serán el valiente y el virtuoso los únicos capaces de reconocerlas y ejecutarlas antes que pase la hora y la patria sea condenada a muerte. Sus valientes hijos, impelidos por su propio ánimo, y a eso mi corazón se los garantiza, están sirviendo a una operación secreta. ¡Un valeroso agón que pondera, sobre todas las cosas, recuperar la gloria de Atenas! ¡La gloria de antaño! ¡Esa que ustedes decidieron desechar!

Los eupátridas lo escucharon atentos, y muchos se horrorizaron de tales revelaciones.

—¡Traidor! —espetó una voz furibunda que fue cosechando muchos adeptos.

—¡Al altísimo tribunal serás sometido! —gritó otro.

—¡Y a mucha honra me someteré! —redobló el códrida—. ¡Porque, por ahora, no tengo nada más que confesar! Acataré sus torpes penalidades si es preciso, pero será el tiempo el auténtico juez de mis actos. ¡Cronos y la altísima Atenea! Pues muy pronto, magistrados, llegará el varón sabio y laureado, regado de gloria, que desatará el rugido del pueblo. Su nombre resonará en cada rincón de Atenas. ¡Y uno por uno irán cayendo nuestros engaños, de los cuales yo también he sido víctima! ¡Pues todos nosotros hemos vuelto la vista demasiadas veces! ¡Nos hemos perdido en nuestras propias prerrogativas! ¡Hemos corrido detrás del viento azuzados por el miedo! ¡Y hemos hecho del engaño una ley!…

Y mientras así se cruzaban entre ellos sospechas y acusaciones, el mántico Epiménides sofocó sus voces; su garganta tronó como el cielo profiriendo estas palabras aladas:

—¡El phármakos debe ser enterrado ahora mismo! ¡O las furias no serán apaciguadas! —Asustados, los presentes voltearon hacia él y se llamaron a silencio—. ¡Todos los ritos deben cumplirse! Atenienses insensatos… Deliberen ustedes, después, como les plazca… Porque les advierto… que desde el otro lado… a las fuerzas del caos alguien ha invocado. Un espíritu ignominioso, domeñado… merodea ahora mismo entre sus ciudadanos, que intentará sabotear… los procedimientos sagrados. Y si apenas les muerde las mientes… enderezar el curso de su pólis… a las instrucciones de Epiménides deberán atenerse. O la raza entera… perecerá detrás de ustedes.

El bullicio comenzaba a inquietarles. Los ánimos de los eupátridas estaban divididos. La facción integrada por los areopagitas Calias y Andócides, quienes por pertenecer a los cérices administraban a los heraldos y los mensajes que éstos impartían a los ciudadanos, deliberaron que de inmediato se anuncie públicamente este óbito y esta afrenta, y que se convoque a los celadores de Estado para detener al acusado. Instigados por Telecles, a todos esos quienes gran temor sagrado infundían las palabras del augur, quienes ya habían atestiguado sus portentos y sus dones divinos, deliberaron acatar su mandato, dejando al eumólpida Nicias y a los sacerdotes de Eleusis al servicio del vate.

En pro de consumar el sacrificio, Epiménides dictaminó que sea el mismo altar votivo a las Erinias la eterna morada del joven Aristodemo. Ordenó que se cave un profundo hoyo en la húmeda tierra y, contiguo a ese, otro más pequeño. Como bártulos cultuales para oficiar el rito solicitó cílicas y recipientes con las prescritas libaciones, y ramas de olivo y laurel sagrados traídos directamente del Erecteion, el templo en la Acrópolis que custodiaba el Paladión, la más antigua y venerable imagen de la augusta diosa. Ordenó además que todos los animales marcados previamente, que se hayan refugiado de la tempestad y que aún conserven las marcas en sus cabezas, no sean jamás matados ni ofrendados a dios alguno, sino que debían vivir hasta morir por causa de los años de la naturaleza. Tan sólo indicó que lleven hacia él el buey sagrado que portaba el papiro enroscado en sus cuernos. Encendió dos pequeños trípodes flamígeros ubicados en torno al altar votivo y quemó en ellos la sustancia que contenía en el interior de la pezuña de buey. Al tiempo, los sacerdotes eleusinos ya oficiaban la ceremonia fúnebre del joven caído. Comenzaron a entonar los piadosos cánticos, lentos y cadenciosos, y en su torno se dispuso una gran procesión a la que asistieron los trescientos eupátridas.

El cuerpo fue acendrado y purificado. Dos monedas de plata introdujeron bajo su lengua. Lo posaron sobre el altar al pie de la fosa cavada frente al vate, mientras éste blandía el hacha rutilante y profería ignotas plegarias al Éter inmenso. Le impregnó de natrón el interior de la herida abdominal. Tomó la cabeza del muerto y la sostuvo suspendida al vacío. De sus mantas extrajo un instrumento quirúrgico similar a un clíster y lo introdujo, primero, por la nariz, golpeándole la cavidad interna del cráneo. Después lo introdujo por la médula abriendo un hondo orificio circular y, acto seguido, le realizó con el hacha una corta incisión en la yogular. La sangre aún fluía del cadáver, supurando espesa desde la nariz y los orificios. Un profuso hilo negro, líquido, se acumuló en el contorno del cuello y comenzó a derramarse, vertiéndose hacia la cílica que el augur sostenía por debajo; algunos hierofantes le elevaron los brazos y las piernas de modo que drene toda la sangre hasta colmar el ancho recipiente. Depositó la cílica a su lado y volvió a acomodar el cadáver en el altar, cuyo pálido rigor se había tornado lívido y grisáceo.

Entre la bruma, el humo sagrado y la lumbre del fuego, el adivino remojó sus dedos en el pigmento de la pezuña, y en la frente del muerto delineó un extraño glifo violáceo. Con el agudo filo del hacha procedió a lacerarle la piel en el pecho, marcándolo con un símbolo de idéntica naturaleza; ya casi no rezumaba sangre, sino una hiel amarillenta y espesa. El vate tomó de las riendas al buey sagrado, le acarició el morro, amansó al animal, y de sus cuernos extrajo el papiro con el esbozo de la filacteria. Muchos de los eupátridas comprobaron la total concordancia entre todos los símbolos. Ungieron de miel el pecho del cadáver, se la esparcieron por todo el torso, y Epiménides le apoyó sobre el corazón el papiro desplegado, cubriéndolo después con tupidas ramas de olivo y laurel sagrados.

Sahumó todo el cuerpo ya presto a ser inhumado. Libaron vino, miel y leche de cabra sobre el hoyo contiguo a la gran fosa. Epiménides tomó con ambas manos la cílica repleta de sangre, la elevó a los cielos, la consagró a los dioses, y comenzó a vertirla, regando toda la tierra pronta a ser obituario del joven Aristodemo. En ese preciso instante Zeus volvió a tronar en lo alto, a la par que un gran bullicio sacudió a todos los congregados.

Un grito de terror se escuchó de lejos. Provenía de los alrededores de la Fuente de Ares. Todos voltearon y vieron a los celadores del Areópago intentando contener los ánimos de un hombre fuera de sus cabales. «¡Atrás, maldito!» le ordenaban acosándolo con el extremo de sus lanzas. «¡Es suelo sagrado!», le gritaban. «¡No puedes entrar aquí!»

Pero aquél hombre no acataba las órdenes: los desoía con dolo. Buscaba escabullirse entre el tumulto mientras emitía desgarradores alaridos, como si no hallara consuelo.

—¡Es Cratino! ¡El tutor del joven fenecido! —Anunció un eupátrida a viva voz.

Los celadores del areópago rodearon al alborotador. Uno lo amedrentó con la pica, pero el pederasta Cratino amagó con su cuerpo, llegó a arrebatarle la lanza y, lejos de escarmentar, la blandió y perforó al lancero por el abdomen. Todos se horrorizaron al contemplar tan luctuoso espectáculo. Decididos a darle muerte, los demás celadores persiguieron al asesino que corría entre la densa niebla, confundiéndose entre las múltiples túnicas.

Ni bien lo alcanzaron, muchas picas fueron clavándole en el cuerpo. Oyeron sus lamentos de muerte, pero la niebla se dispersó de repente y notaron con pasmo que las puntas de lanza estaban pulcras, relucientes. «¡Está allá!», gritó un eupátrida mientras señalaba un punto en lo alto. Todos voltearon en tal dirección y vieron a Cratino indemne, posado sobre el frontispicio del pórtico del Salón Oval; nadie lo había visto trepar al edificio.

Observaron con espanto su rostro enajenado, su conturbada faz puesta fija en el altar de sacrificio. De un brinco cayó en la tierra, la colina toda tembló, y al corazón de la ceremonia se dirigió, como agazapado, decidido a sabotear los ritos sagrados. Epiménides blandió la doble hacha con ambas manos, la antepuso sobre su pecho pigmentado. «¡Atrás, espectro!», le ordenó el augur con portentosa voz. La rutilante gema incrustada en el hacha parecía amedrentar al poseso Cratino, que emitía agudos alaridos mientras era capaz de arrebatar a un tiempo el arma de su mano y tomar por los tobillos al cuerpo de Aristodemo. El hombre desquiciado comenzó a arrastrar el cadáver tras de sí, se abría paso entre los eupátridas que se dispersaban ante la visión de tan escalofriante escena. Ya se disponía a huir de la colina, ¡quién sabía dónde!, riendo con locura y alevosía.

Zeus tronaba incesante en lo alto y Epiménides permaneció sereno, con los ojos cerrados. A su lado, el buey sagrado comenzó a irritarse: resoplaba bufidos y emitía mugidos bestiales mientras daba coces y restregaba sus poderosas pezuñas contra la tierra. El augur tocó su ancha y maciza cabeza, los ojos resplandecieron y, como un acto divino, el animal salió en estampida a embestir el cuerpo de Cratino. Uno de sus agudos cuernos lo horadó por la espalda, lo zamarreó salvajemente por los aires, y, ni bien cayó al suelo, la sañuda bestia comenzó a brincar, a ladear su cabeza y a apisonarlo con sus sólidas pezuñas. El abatido Cratino logró blandir el hacha y comenzó a acribillarlo a destajo en cuello y pescuezo. Muchas heridas le propició mientras la sangre caliente le iba bañando todo el cuerpo. Ya ni siquiera podían distinguir los eupátridas si esos pavorosos alaridos provenían de la bestia o del hombre, trenzados ambos en encarnizado combate, hasta que todo sonido cesó de repente. El robusto buey se alzó sobre sus cuartos traseros, ensayó una última coz y con el rabo entre las nalgas se dispuso a huir de la colina buscando un sitio donde morir, pues mugía del dolor mientras trastabillaba y escupía sangre y espuma por el morro, arrastrando tras de sí negras trazas de cálida sangre.

Cratino se arrastró, reptó, quiso tomar por el tobillo al cuerpo de Aristodemo. Pero quedó muerto en el acto, a la vez que una potente ráfaga sopló sobre las cabezas. Muchos atestiguaron una sombra alargada y fugaz elevarse hasta disiparse en el Éter, y el viento sólo dejó los ecos del estremecedor rugido que escapó de su garganta.

—Todo se ha cumplido —vociferó Epiménides; quebrantó la conmoción reinante.

Los consternados eupátridas y sacerdotes de Eleusis se reunieron en torno a los cadáveres. Tomaron el cuerpo de Aristodemo y lo reposaron sobre el altar; mucho se complacieron al advertir que no había sufrido irreversibles ultrajes. Comenzaron a deliberar sobre el destino del cuerpo de Cratino, sobre qué fuerzas inconcebibles lo impulsaron a cometer tan réprobo acto. Y así hablaba uno de los eupátridas entre todos:

—¡Decían que estaba locamente enamorado de este joven! ¡Que era el preferido entre sus mancebos! ¡Ah, tremendos dioses que enturbian el corazón transido de los mortales!

—Su cuerpo… fue un mero recipiente —aseveró Epiménides—. Las fuerzas del caos… se alimentaron de su desazón. Su corazón se volvió… pábulo perfecto para démones insidiosos. Será inhumado… junto al muchacho. Aquí mismo.

Tal sentenció el augur y nadie esta vez se atrevió a desobedecer su decreto altitonante.

Reanudaron entonces los ritos sacrificiales bajo un inmenso cielo grisáceo que se asemejaba más a un páramo yermo y resquebrajado. Un aura de luz dorada emergió de pronto entre las grietas y tocó la frente y las manos del vate. Una por una fueron cumpliendo las instrucciones del sabio adivino, que, entre tantas otras cosas, esto les profirió:

—Atenienses… aún siguen expuestos a funestos males… si no obran según les digo. Allí donde yazga muerto el Buey Sagrado… erigirán un gran altar de mármol. Le darán buen cuidado. Recordarán este día… quemando en los cuencos incienso y olivo. Oficiarán sobre él incruentos sacrificios. Y esculpirán en su base: «Consagrado al Dios Desconocido».

VI

Pítaco aún respiraba entre los escombros; algún dios ignoto lo había protegido. El macizo pilar al que estaba encadenado se atascó sobre su cabeza y lo había guarecido de todo fatal embate. Asfixiado, hurgó entre las piedras y consiguió emerger a la luz del sol. Manipuló las cadenas hasta liberarse por el extremo de la abatida columna. Agobiado de muchos dolores, pues muchas laceraciones rasgaban su piel toda, se fue arrastrando por los despojos de la catástrofe: buscaba divisar el cuerpo de Teágenes. Dio primero con los exánimes y vapuleados hombres del mudo. Halló guijarros cerámicos, bandejas y cubertería de plata. Más allá, avistó unas telas verdes que tremolaban al viento entre las piedras. El estandarte de Mégara. El tirano no podía estar muy lejos. Se deslizó escombros abajo, removió algunas baldosas hasta reconocer entre el polvo los labrados relieves hípicos de su linotórax. Escarvó y ahí mismo lo halló, aplastado por un muro, ese de los frescos antiguos que ilustraban la caza ritual de un enorme jabalí.

Teágenes tenía la quijada destrozada, como las piernas, arqueadas e intrincadas bajo una robusta viga, pero aún vivía: su pecho se henchía con inusitada cadencia. Juzgó Pítaco que tal dolor no podía ser soportado por el corazón de un mortal; reconoció que el tirano había deseado probar una pizca de divinidad antes de verse derrotado y atestiguando el fin de sus días. Su cabeza se sacudía en breves espasmos, convulsionaba consumido por un trance de locura; tal sugerían sus ojos muertos, disecados. Pítaco le enredó el cuerpo con las cadenas que colgaban de su cuello, y con el tenue vigor de sus brazos lo arrastró hasta emerger del polvoriento descalabro. Se ayudó con una lanza partida que se interpuso en su camino, quizás la del mudo Zeuxipo, la cual fungió de piqueta para apuntalar su avance; inevitable le fue rememorar aquel pretérito duelo contra el campeón Frinón. Llegó a ubicarse sobre un escollo saliente, de frente a la reñida batalla y con el cuerpo de Teágenes a sus pies. Con las piernas trémulas se irguió e hizo oír su resquebrajada voz:

—¡Megarenses! ¡Teágenes aún vive! —Anunció.

Su voz resonó entre las líneas más próximas y el mensaje se fue esparciendo a los demás. A excepción de los esbirros del tirano, todos voltearon hacia él. El corazón de Solón se inundó de dicha al ver a Pítaco erguido sobre sus pies, blandiendo una lanza rota apuntada al cuello de Teágenes. El polemarco Enopión galopó al punto frente a él, poniéndose por delante de sus diezmadas tropas. El sagaz mitilenio comprendió la inusual naturaleza de la batalla y así extendió su discurso, haciendo esta amenaza a los megarenses:

—¡Tiene las piernas rotas! —Tenía las piernas en extremo partidas y trituradas—. ¡Vuestra patria está fracturada! ¡Pero podrán cargarlo hasta Mégara y deliberar sobre el futuro de la pólis! ¡Tú, Enopión! ¡Ordénales detenerse! —Se refirió a los ‘cabezas muertas’—. ¡Oblígalos! ¡O clavaré esta lanza en el cuello de tu rey! ¡Le separaré la cabeza del cuerpo por las vértebras! ¡Vuestra patria quedará acéfala y revuelta en caos!

Perplejos estaban los atenienses, y también otros megarenses, pues habían visto al tirano aparecer ubicuo en medio de la riña, causando estrago entre líneas propias y enemigas, por el centro, por ala derecha o por izquierda; manifestaciones que ya habían cesado.

Enopión no daba aún respuesta. Tan sólo dirigía una mirada aprensiva al mitilenio, a la par que deliberaba en voz baja con un puñado de aurigas sobre la situación.

—¿Qué están dispuestos a negociar los atenienses por tal comercio? —gritó finalmente el comandante megarense, que llevaba la panoplia toda revestida de sangre.

—¡El cese de las armas y las tierras de Salamina! —le respondió Pítaco.

Mientras el funesto tintineo metálico todavía resonaba de lejos, el exhausto Solón se encaramó por uno de los escombros más abajo y su ánimo lo impulsó a decretar esta suerte:

—¡Megarenses! ¡Es cierto lo que les dice éste hombre valiente! ¡Llevo por nombre Solón de Atenas! ¡Fui alumbrado en este suelo y soy el auténtico responsable de esta redada! ¡No hemos venido a arrebatarles nada, sino a reclamar lo que siempre nos perteneció por tradición sagrada! De rendirse ahora mismo, les aseguro, sus vidas serán respetadas, como la de todo campesino y cleruco en Salamina, en cuyo suelo tengan a su familia arraigada. El indulto sólo exigirá un voto de lealtad, y quienes a Mégara deseen regresar ninguno de mis hombres se lo impedirá. ¡Tal es mi palabra, que mucho estiman los atenienses!

El acorralado Enopión escarmentó. Rechinó las muelas y con un grito ordenó a los esbirros detener su irrevocable furor. Todos a un tiempo cejaron de la pugna feroz; la batalla por Salamina estaba ganada, pero los gritos de victoria aún brillaban por su ausencia.

—¡Que depongan las armas! —redobló Pítaco con imperativa voz.

Sólo bastó una orden directa y un gesto de Enopión para que sus hoplitas y esbirros dejen caer las armas sobre el valle, suscitando los ecos de un estruendoso chasquido de metales y maderas. Consumada la rendición, los atenienses blandieron armas hacia el enemigo y un gran perímetro de vigilancia se movilizó en redor de los prisioneros.

Para honrar el trato, Solón exhortó a Pítaco a entregar el maltrecho cuerpo de Teágenes. Tal hizo el mitilenio, que lanzó un último vistazo al rostro del soberano y no pudo evitar rememorar aquél lapso de terror sagrado, escindido del tiempo… Sabía que su estado no le permitiría deliberar ni negociar, pues apenas emitía convulsiones y espasmos grotescos, y quizá nunca llegaría a recobrar la cordura propia del mortal; su alma parecía infecta, extraviada por siempre en una esfera de inefable misterio… «¡Proporción tan minúscula!», razonó Pítaco. «¡Con qué clase de horrores y enlaces a reinos prohibidos y sagrados habían jugado Safo, Alceo y los demás!» En su mente todos los relatos adquirían de pronto una forma ominosa, abominable. Se obligó a cavilar en aquel sabio consejo de la poetisa: «No tientes al poder inaferrable de los Inmortales si no sabes cómo afrontarlo».

—¿Quién eres tú, eolio, además de un mendaz saco de huesos? —irrumpió en su reflexión el prisionero Enopión, dirigiéndose a él con patente recelo y desdén.

—Me conocerán, por ahora, como domador de tiranos —tal respondió el injuriado Pítaco.

—¡Errónea respuesta! ¡Algún día recibiré tu cabeza en una cílica!

Ni bien terminó de proferir su amenaza le rompió la espalda una jabalina por detrás que le acertó al corazón, la sangre se le acumuló en la boca y cayó muerto de su montura.

La había arrojado Zeuxipo, pletórico de ira, que se había despojado de su sofocante coraza y ahora exponía al sol su oliváceo torso. Escaló rápidamente los escombros para ofrecerles un discurso, mientras un hombre por detrás [a quien antes mencioné como Skoura] traducía en palabras los locuaces gestos del mudo:

—¡Atenienses y aliados! No es acto de traición ni cobardía lo que acaban de atestiguar, sino una devolución de favores. Les ahorro más penas. Hablo con conocimiento: ése hombre no era digno de crédito, pues era esposo de la hija de Teágenes, la antes desposada por el ateniense [Cilón]. Era hombre de su plena confianza, primero entre sus súbditos, que no tardaría en tramar venganza. Será el último óbito de este día. Pero les aseguro que éste —señaló al acabado tirano— no es un hombre, ¡sino un monstruo!… Yo mismo atestigüé su devastadora fuerza. Vean tan sólo lo que quedó del cuerpo de algunos de mis hombres… Sí. Llevaremos el cuerpo de Teágenes a Mégara, pero conforme estas precauciones: será introducido en un cofre de robustas maderas, asegurado con buenos clavos, que mis hombres, como hábiles astilleros, ahora mismo están confeccionando. Tan sólo exijo de ustedes una escolta que nos auxilie a trasladar a todos estos prisioneros hasta la pólis. Una vez frente a las murallas, les prometo, volverán sobre sus pasos, de regreso a sus tierras.

Tal escucharon todos con atención y así se pronunció Solón, vocero de los atenienses:

—¡Tu insubordinación, Zeuxipo, puso en riesgo esta victoria! ¡Mis hombres repudian tu traición! ¡Pero agradece a los dioses que no decidimos castigar tu insolencia! ¡Nuestras diligencias aquí acaban: en Salamina bajo dominio ático! ¡Tales son mis condiciones!

Los atenienses aprobaron con gritos tal decisión. Zeuxipo entonces agravó su faz, miró a su intérprete y lo exhortó a poner en palabras esta ampulosa sucesión de muecas y gestos:

—Soy hombre de guerra. Por mar y también por tierra. Soy pragmático y tenaz, pero éste monstruo me arrancó la lengua: me privó de habla y de la facultad de mando. No fue la rencorosa Némesis la que me obligó a desobedecer, sino que obedecí a Atenea. La batalla nos era desfavorable, por lo que juzgué propicio ir por la cabeza de Teágenes y zanjar así todo este desastre. Y les aseguro que fue mi coraje y el de mis hombres lo que permitió al “desertor” —señaló a Pítaco— escapar de las garras de esta bestia —señaló al tirano—. De no ser por el valeroso Zeuxipo no estaríamos ahora imponiendo las condiciones de la victoria, sino pereciendo y suplicando bajo su insaciable sed de destrucción.

Ante tal revelación Solón volteó hacia Pítaco: buscó que él dé crédito a esas sentencias. El mitilenio, a quien le era inevitable mantener un conturbado semblante al evocar su mente los fatídicos hechos, no tuvo más remedio que asentir y convalidar la palabra del mudo. Así volvió a hablar entonces el ateniense, dirigiéndose a Zeuxipo:

—Quizás te expreses con Alétheia, la prístina diosa de la Verdad, a tu diestra; pues Ella jamás permite que los hechos caigan en el fatal olvido. Tampoco es espúreo declarar que de no haber sido por el arrojado Alcmeón y sus trescientos valerosos, los hados de la batalla hubiesen sido funestos. ¡Arranca lengua y manos a tus prisioneros, Zeuxipo, si eso te complace! Pero yo ya he sentenciado: ¡Atenas no se entrometerá en los asuntos intestinos de Mégara! ¡Salamina es nuestra en buena ley!… Y, porque bien conozco la ley diplomática que rige y media entre los pueblos helenos, Mégara no podrá convocar un llamado total a la guerra en tanto así no lo dictamine algún oráculo sagrado.

De inmediato el mudo reanudó su discurso, que así verbalizó la voz de su intérprete:

—Por mis gestas pasadas, y por los logros de mi familia, aún conservo honores y simpatías entre la oligarquía de Mégara. Ellos estarán bien dispuestos a escuchar mi palabra. Les aseguro que, mientras Zeuxipo respire, no habrá guerra posible entre Atenas y Mégara, pues, a partir de este día, seremos buenos aliados. Pero no deseamos que tal número de prisioneros se rebele en la marcha y todo cuanto aquí hemos conseguido se vea malogrado. Tan sólo bríndennos esa escolta. Cuatro o cinco decenas de hombres serán suficientes. Tal cosa me honrará de buen grado, y yo, y toda Mégara, los gratificará con amistad imperecedera.

Ante los elocuentes gestos del mudo, los atenienses comenzaron a deliberar en consejo; algunos no se animaban todavía a confiar en las palabras de Zeuxipo, quien finalmente se dignaba a revelar sus intenciones.

«¡Sería más sensato, entonces, que sean nuestros aliados megarenses quienes te acompañen!», propuso a viva voz un hoplita ateniense refiriéndose a los hombres de Susarión.

Entre el tumulto surgió entonces el poeta de Tripodisco, todo exhausto de faena y aventajando a los demás hombres por una cabeza. Antes de hablar, antepuso sobre su rostro la máscara grotesca que llevaba colgando de la nuca: la talla de un dáimon de túmidos labios y mejillas, los ojos rasgados en una fina línea y una bufarrona sonrisa, cuyas trazas de sangre la dotaban de un carácter de espanto, y esto declamó con enaltecida voz:

—¡Oye, tú! ¡Deslenguado sin títulos! ¡Más amigos serán mis testículos! ¡Pues ellos sí que van juntos a todos lados! —Tal exclamó y arrancó carcajadas de sus diezmados secuaces, a los que nada, la fatalidad siquiera, parecía disuadir de sus actos mordaces—. ¡Ningún otro afán me urge perseguir en esa pútrida pólis! ¡Si por mí fuera, o por los míos, quisiéramos verla arrasada hasta los cimientos! ¡Tan sólo busco viñas y praderas donde florezca el cultivo de mi elevadísimo arte! ¡Y que el nombre de Diónisos renacido rebalse pronto el corazón de todos los hijos de Helén! ¡Pues somos hijos de lo imperfecto, y en lo imperfecto nos deleitamos! Ya lo dijo el Padre Momo: «¡Oh Hefesto, dios insensato! ¡Has creado a estos mortales sin ventanas en el pecho! ¿Cómo pretendes entonces que entre ellos reconozcan sus auténticos sentimientos?» ¿No es exactamente lo que aquí ha ocurrido? ¡Ah! ¡Mas aquí me quedo! ¡Con los míos! ¡Y regaré de vino la tumba de mis niños caídos!

Ante la inescrupulosa negativa del poeta irreverente, el mudo frunció su curtido rostro. Todos observaron a Susarión retirarse junto a sus niños. Nadie opuso resistencia, pues habían batallado con un distintivo valor, infringiendo gran escarmiento en los rivales.

—¡De todas maneras —volteó y gritó Susarión, ya sin su máscara— ofrezco gratitud a tu presencia, deslenguado! ¡Pues verte así, cara de sapo, gesticulando con tal entusiasmo, y a tu lacayo detrás, como un avezado corifeo absorto de palabras, permitió que Diónisos toque mi corazón inspirado! ¡Ah! ¡Qué estupendo espectáculo! ¡Seguramente todos los griegos oirán pronto de mi gran genio! —Tal dijo y los Hijos de Momo se retiraron.

Juzgaron que la situación estaba asegurada. Además de contener a los prisioneros, no debían temer más peligros o acechanzas, por tanto los atenienses resolvieron ceder a la propuesta de Zeuxipo. Sólo dos condiciones impuso Solón: en primer lugar, que se otorgue buenas horas de descanso a sus hombres, en concreto, a aquellos que tenían dos batallas a cuestas y, en segundo término, que el cuerpo de Teágenes no debía sufrir más vejaciones de las que ya había sufrido —pues algunos ya clamaban cubrirlo con excrementos de perros o de cerdos— y que, a no ser que las Moiras decidan cortar la frágil hebra de su hálito, debía mantenérselo con vida hasta llegar a Mégara y allí decretarse su suerte; acción que acreditaría que los atenienses habían negociado de manera legítima. Zeuxipo asintió, no de buen grado, pues arrancarle de raíz la lengua a Teágenes era, con seguridad, el primer deseo que corroía sus entrañas. Tal motivo lo llevó a desquitarse, por el momento, cercenando entonces un tercio de la lengua de cada uno de los tres comandantes apresados; aterrados aquellos por lo que veían arder tras los ojos de su verdugo. Si bien los atenienses juzgaron el acto algo injusto y sanguinario, nadie se le opuso.

El mudo contaba con poco más de cincuenta hombres, los atenienses superaban los doscientos, y debían trasladar unos setenta prisioneros, de los cuales una veintena eran esbirros y al resto lo conformaban hoplitas y tres comandantes. Cuarenta hoplitas áticos fueron designados para la tarea; todos ellos provenían de Paralia y Anaflisto, región sur del Ática, y respondían a los alcmeónidas. Solón, si bien muchos intentaron disuadirlo, se ofreció a encabezar la faena, pues su corazón lo animaba a ser ejemplo de valor para todos los suyos. Enaltecidos por su coraje decidieron secundarlo estos ínclitos varones: Hipócrates, Alcmeón, Foco, Carmo y el propio Pítaco, aún todo magullado como estaba.

Con aprensivo ánimo, un grupo de hombres leales a Zeuxipo sujetaron a Teágenes y lo arrojaron dentro del cóncavo cajón. Muchos observaron todo su cuerpo temblar, expeler un extraño vapor por sus heridas, sus párpados moverse, sus huesos dislocarse, y de su garganta oyeron alaridos informes, agónicos, que cercioraban que aún vivía. Ahí mismo se apresuraron a sellarlo en la oscuridad, en su infame catafalco de recias maderas.

Muchas diligencias entre tanto fue impartiendo Solón. Primero, destinó una tropa a ir en busca de los efebos. Después, mandó a muchos otros, sanos y de estómago de hierro, recoger los cadáveres atenienses, identificarlos por su nombre, ordenar sus cuerpos y, ya retirados del valle donde aconteció el escarnio, comenzar a erigir un altísimo túmulo que conmemore la valerosa gesta. Una vez los efebos dejaron el escondrijo, ya congregados todos entre el humo y las pavesas en puerto salaminio, ordenó a sus hombres que los mantengan a resguardo, para que, de ser posible, no contemplen más horrores de la matanza. Exhortó a aquellos que descendían de linaje sagrado auspiciar la ceremonia y entonces se permitieron festejar la cara victoria del agón.

Ofrecieron sacrificio a Atenea, a Zeus y a Thémis, y a los héroes autóctonos Áyax y Teucro.Muchos entonces desearon oír hablar a Solón y así lo manifestaron en sus ánimos, pero él declinaba la idea arguyendo que, en esos momentos, «toda la honra no debía dirigirse a los vivos, sino a los muertos; que a ellos pertenece la gloria». Ante la insistencia, viendo Solón que no podía contener las gargantas impelidas por el vino, un gran pundonor se introdujo en su pecho y, con especial interés en los efebos, esto se limitó a decir:

—La guerra, compatriotas, es un remedio efímero para un defecto humano permanente, pero siempre debe, el buen ciudadano, estar apresto a dar el buen combate. ¡Miren allá! —señaló a los negros cielos del Ática—. Los que ahí dirigen sólo se esmeraron, por mucho tiempo, en sembrar vientos de peste. ¡Véanlos ahora cosechar sus tempestades! Pero sembrar cambio, mis valientes, siempre entraña riesgos y calamidades. Hoy les digo a todos ustedes, que comparecieron aquí en Salamina, ungidos sus miembros con los dones de la augusta diosa, que vinimos a sembrar esa semilla. Una vez más acudimos a la violenta Bía como partera del cambio. —Miró a los efebos—. Pero también les digo que quienes luchan por la Patria deben ser guerreros de la Paz y de la Concordia, y sólo deben acudir al llamado de Ares cuando esas virtudes se vean amenazadas. Muchos dirán entonces que Solón, pese a no pertenecer a la casta de los antiguos caudillos, comprende y venera el ethos guerrero, y tal cosa siempre debe imperar entre los ciudadanos de una pólis que goza de buena salud. Porque la glauca y sabia Atenea siempre ampara en batalla al varón que con valor por la Patria pelea, por sus hijos y esposas, defendiendo una causa justa. ¡Gloria a la diosa, al padre Zeus y a nuestros muertos!

Así habló y se retiró. Todos entonces quedaron complacidos por su arenga, y quedó de manifiesto con resonantes rugidos y vítores.

—Un buen discurso, magistrado —vociferó Hipócrates al sentirlo pasar cerca suyo, mientras afilaba sus armas y depuraba su panoplia.

Solón se detuvo. Muy cerca también estaba Pítaco, sentado sobre la misma extensión de la escalinata del puerto, mientras un médico aletargaba su flamante colecta de heridas.

—Eso contendrá los ánimos por ahora —respondió Solón.

Permaneció allí un tiempo. Contemplaron todos cómo unos atenienses esparcidos prendían fuego al labrado trono de Teágenes; seno donde el tirano degustó su último yantar y rebajó su último vino, donde negoció con Pítaco, el astuto mitilenio que con argucias persuadió su alma aviesa a descender hasta sus más bajas miserias, instigándolo a abrevar del aljibe de su infinita codicia.

Solón entonces intercambió en privado palabras conciliadoras con Hipócrates, su pariente y brillante estratego; se atrevió a decirle aquello que no quiso confesar en público.

—Fui imprudente, Hipócrates —reconoció—. En aquél instante de adversidad, el coraje que me embargaba en el fragor de la batalla cedió al miedo y trocó en arrogancia; y cegado por las Furias puse en riesgo la vida de muchos de los nuestros. De no estar tú a mi lado… no había victoria posible.

—Tal como Hypnos y Thánatos, Solón, el Valor y el Miedo son hermanos taimados —le contestó su pariente—. No conviven por separado, pues ambos manan de una misma naturaleza. Uno tiene el rostro benévolo; el otro, pernicioso. La experiencia me enseñó que el Miedo no sólo es necesario, sino que es inevitable para vencer. Empero, quien sólo se aferra al miedo no puede ser valeroso, y quien sólo se aferra al valor se vuelve un ser arrogante; los dioses enfurecidos terminarán condenándolo. Yo sólo me limité a lo que conozco: contener las bajas de mi bando, no sin el miedo arreciando mis miembros. Quizás mucho de sagrado tenga tu guerra, Solón. Los altos dioses, se ve, te amparan. Pese a todo, te he visto luchar de cerca cuando la ocasión lo requería.

Congraciado quedó Solón ante la sabiduría que sus palabras irradiaban, y le dedicó una mirada distinguida. «Es como todo», reflexionó para sí, «la mesura, el justo medio».

Ya complacidos los altos dioses, ya purificados los cuerpos en la mar o en el arroyo, todo estaba dispuesto para avanzar hacia Mégara. Debían marchar rumbo a las penínsulas del oeste, frente a las costas del puerto de Nisea. Antes de emprender el periplo los atenienses voltearon hacia el Ática. Observaron partir a los heridos y a los efebos, enviados por Solón, de regreso a sus tierras, prestos a abordar el trirreme de Alcmeón, encallado en el promontorio de Esquiradio. Se maravillaron también al contemplar un crepúsculo etéreo que dispersaba las nubes tormentosas, allí donde Helios tocaba con sus rayos de oro las largas cumbres del monte Himeto.

Los victoriosos arriaron a los inermes prisioneros como lo hace el hábil pastor con sus ovejas, y muchos centinelas armados se apostaron en derredor cual lobos y perros de guardia. Notaron que muchos de los que Pítaco calificó de ‘autómatas y cabezas muertas’ parecían extraviados en la mente y en el espíritu, como desconocedores de sus propios actos, librados del maleficio que antes les dominaba; si bien estaban muy lejos de recobrar un juicio sano. A más de uno decidieron disciplinar con estricto rigor después de verlos incurrir en abstrusos actos o delirios; pues esos desquiciados gritaban, se atacaban entre sí o lloraban amargamente sin control sobre sus mientes; otros, sin embargo, más domeñables, permanecían estólidos, en estado de catalepsia.

Durante el trayecto, también Alcmeón se concilió con Hipócrates. Entrecruzaron antebrazos, sus corazas resonaron, y con animado espíritu esto le dijo el eupátrida:

—¡Oh, Hipócrates de Braurón, valeroso neleida! ¡No pienses que fueron tus palabras las que espabilaron mi férreo corazón! ¡Mejor, dále crédito a tu hijo Pisístrato! ¡Porque él reveló al mío, Megacles, todo este acontecer! Esos mozuelos revoltosos… ¡Ya incluso estaban componiendo versos en secreto sobre la victoria de un tal Solón de Salamina!

—¡Oh, Alcmeón de Paralia, auriga de grillos y langostas! ¡Consideraré tu sentencia un cumplido entonces, sabiendo que proviene del orgulloso corazón de un alcmeónida!

Todos los hombres rieron con jocundo ánimo y pasaron a evocar con palabras una de sus más escandalosas travesuras. En ocasión de una procesión de canéforas, las vírgenes que portan las ofrendas sagradas en la apertura de las fiestas Panateneas, los niños liberaron sobre la calzada una horda de sapos que durante días habían capturado y conservado en múltiples cubetas. Habiéndose días antes esparcido el rumor que los dioses condenarían a Atenas a tres años de sequía cuando Zeus envíe una plaga de sapos, sentencia que derivaba de la errónea interpretación de un desprestigiado arúspice, las doncellas comenzaron a brincar de un pie a otro, gritando con gran crispación y estropeando muchas de las ofrendas. En concreto, los niños se valían del miedo de una de esas jóvenes, Dinómaca, que les reveló cuánta repulsa la invadía al ver a esas deleznables criaturas que entonces tenía croando en su torno, entorpeciendo sus pasos, rozando sus finos tobillos, mientras chillaba toda dominada por Fóbos. Si bien la broma sagrada fue esclarecida de inmediato, había provocado tanta carcajada entre los nobles que decidieron penalizarla con mano blanda, pues el Código de Dracón se había saltado por completo estipular castigos contra los bromistas, y sometieron a los niños a una piadosa renovación de sus votos y a unos cuantos días de reclusión. En cuanto a los padres, entre los que contaban Alcmeón, Hipócrates, Tisandro, padre de Hipóclides, y Aristolaides, padre de Licurgo, los multaron con resarcir de sus arcas familiares todos los bienes estropeados, lo cual cumplieron sin presentar querella. A la sazón, con toda Atenas sometida por el miedo y el rencor entre las castas, esa travesura había vivificado la llama de muchos espíritus, que así la recordaban.

—De una cosa tengo certeza, compatriotas —concluyó Alcmeón—. Debemos detener a esos impúberes. Darles un buen escarmiento… ¡O pronto los veremos tomar Atenas por asalto! ¡Nos tendrán a padres y abuelos comiendo de las delicadas palmas de sus manos!

Tal platicaban entre ellos encabezando la marcha de los hombres cuando alcanzaron los límites de la isla de Salamina. Del otro lado, separados por un breve trecho marino, asomaba la muralla que limitaba la extensión del puerto de Nisea; avizoraron las dársenas de atraque y las múltiples jarcias de las naves encalladas.

Retornaron los exploradores de Zeuxipo con noticias de no avistar gran bullicio en el puerto, sino que parecía sumido en el silencio. Resolvieron entonces atravesar los brazos de mar a través del cabo del norte y alcanzar el puerto por tierra desde el Este. Los más intrépidos cruzaron a nado; la marea lo permitía, pues era un tramo breve. Para trasladar a los prisioneros recurrieron a un antigua ruta de cruce. Se aprovisionaron de una gran balsa y un extensísimo cordel que unía la isla al continente; los de un lado arrastraban a los del otro, y repitieron el trabajo dos veces hasta haberlos cruzado todos.

Una vez allí, según lo negociado con los prisioneros, un médico volvió a revisar el estado de Teágenes. Ni bien destapó el cofre y el sol penetró, el tirano dio un suspiro; quiso elevar un brazo, pero los hombres ajustaron las amarras y lo contuvieron. El médico examinó su quijada y las perforantes heridas. «Ni medicinas necesita», dictaminó, «pues sus tejidos muestran signos de regeneración; cosa que jamás atestigüé en heridas tan mortales como éstas. De todos modos —añadió— con el hígado y el pulmón perforados, su vida aún pende de un hilo». Sin más demora, los de Zeuxipo volvieron a encerrarlo.

Ya entrados en el ístmico territorio de Megáride, enfilaron hacia el Poniente y desembocaron por detrás del puerto de Nisea. Corroboraron la palabra de los exploradores, puesto que los habitantes parecían refugiados en sus casas de barro y adobe. Ni un sólo varón avistaron por la portuaria ciudadela, tan sólo mujeres y niños que fisgoneaban desde las aberturas y los cobertizos. Parecían alertados por la situación, conmovidos al ver a ese grupo de hoplitas megarenses llevando a otros apresados. Las sospechas penetraron los huesos de los atenienses y sus altos mandos, que comenzaron a cuestionarse si era prudente proseguir la marcha, pero Zeuxipo se mostró obstinado en tal fin.

Al poniente, alzadas como una gran barrera, las cumbres del monte Gerania contenían los vientos, y al norte se extendía la feral llanura que conducía a las puertas de Mégara. Por el terreno y la copiosa arboleda no llegaban a avizorar sus murallas, tan sólo la prominente acrópolis que se alzaba al centro de la gran urbe y la línea de templos que la coronaba.

Avanzaron con recaudo por la comarca y, ni bien franqueada la arboleda, contemplaron a lo lejos los altos muros de Mégara. Un gran desánimo invadió a todos al contar unos mil hombres armados apostados frente a las puertas, pues ignoraban que el heraldo enviado por Teágenes había tenido éxito en la tarea y ya había marchado hacia Corinto. Nomás verlos, aquél numeroso cuerpo militar emprendió el avance hacia ellos.

—¡Suficiente, Zeuxipo! ¡Nos retiramos! —asertó Hipócrates.

No había posibilidad de vencer. El tiempo de maniobra apremiaba; se acotaba con cada metro ganado por el enemigo. Pero el mudo se pronunció en favor de quedarse y negociar con los megarenses, valiéndose de que ellos tenían la ventaja al retener rehén a Teágenes.

La tierra toda se constreñía resonando con el paso firme de las grebas de esos hombres y los atenienses estaban a punto de emprender retirada, abandonando a Zeuxipo a su suerte y deshonrando el trato, resignándose a la enemistad con Mégara.

—¡Atenienses, miren al Poniente! —gritó un hoplita de Alcmeón.

Tal hicieron y comprobaron que los amenazantes estruendos de la marcha provenían de un tercer ejército que se adentraba desde las costas del istmo. Era tan numeroso que no lograban divisar la zaga de esas interminables filas de batallones, que se asemejaba a una marea de yelmos y penachos con agudas picas en ristre, elevando estandartes de cinco o más póleis distintas y que debía contar con más de dos mil hombres.

—¡Es una encrucijada! ¡Estamos perdidos! —gritó con pavor un ateniense.

Vieron a un jinete en velocísimo corcel que se disoció del ejército y se apresuró a interponerse entre los megarenses y los aterrados aliados. Elevó por su garganta un resonante grito de mando que a todos enmudeció. Ya ubicado entre ambos bandos se quitó el rutilante yelmo plateado y lo contemplaron con más detalle. Era un varón de gran talla, con largos y rubicundos cabellos trenzados, sus barbas de bronce, bello en toda su apariencia; nada más verlo con las manos sobre su majestuoso corcel inspiraba un vigor divino.

—¡Pobladores de Mégara! —se pronunció—. ¡Soy Euríloco de Tesalia! ¡Descendiente del antiguo clan de los Alévadas y tagos supremo de las cuatro regiones! ¡Jefe militar de la Liga Tesalia y presidente de la Anfictionía Sagrada de Delfos! ¡Me acompañan, con quinientos guerreros cada uno, el poderoso Periandro de Corinto, el hijo de Cípselo, benefactor de Delfos!; ¡Clístenes Ortagórida, caudillo y soberano de Sición!; ¡el sabio Quirón de Esparta, éforo de Laconia, quien comanda al laureado Hetemocles, tres veces invicto a los ojos de Zeus Olímpico entre espartanos y helenos! ¡Por Apolo hablo al obligarlos a responder ante mí! ¡Díganme ahora cuál es la causa de este conflicto que los divide!

A él se fueron agregando todos los caudillos antes nombrados mientras un álgido silencio se esparcía por la comarca. Un gran temor se introdujo en el corazón de los hombres al contemplar el frente de escudos espartanos con la ostensible letra ‘lambda’ esculpida en el enchapado metálico y sus capas bermejas tremolando por detrás. Pítaco y Solón temían, además, ser reconocidos por Periandro, quien desfilaba sobre su potro, con una capa purpúrea sobre los hombros, esgrimiendo en su talante una mueca soberbia y sosegada.

—¡Altísimo Señor de la Tesalia, protector del Oráculo! —se pronunció Skoura con artera mente—. ¡No venimos a guerrear! ¡Éstos que ves atrás mío son aliados atenienses y prisioneros que responden a Teágenes, a quienes decidimos respetarles la vida si nos aceptan en Asamblea! ¡Sólo venimos a negociar las condiciones de repatriación de Zeuxipo, valeroso oikistés megarense, exiliado hace ya quince años, quien es incapaz de representarse a sí mismo puesto que Teágenes le arrancó la lengua! ¡Pero tal parece que al opulento tirano de ésta pólis no le cayó en gracia la idea y mandó sus hordas a aplastar este reducto que queda de nosotros! ¡Pues lo que empezó como una pequeña rencilla en Salamina se tornó una guerra numerosa y desmedida decretada por él mismo!

—¡Insolentes! —les reprendió Euríloco con autoritaria voz—. ¿Acaso alguna de las partes elevó consulta a la Pitia sobre este conflicto? —Sólo silencio—. ¡Y, lo que es más grave, osan enfrentarse cuando todo el mundo heleno está a un pestañeo de la Guerra Sagrada! ¿Acaso no escucharon sobre los incesantes agravios y crímenes perpetrados contra Delfos por los codiciosos habitantes de la amurallada Cirra? ¡Con el prestigio del Oráculo bajo amenaza, todos los pueblos helenos deberían estar más unidos que nunca! ¡Es mi deber, por el poder que me enviste al presidir la Liga Délfica, reunir a los caudillos más poderosos de Grecia, consultar a Apolo sobre el devenir de estas flagrantes afrentas y definir nuestros aliados contra los cirrenses sin vulnerar los procedimientos sagrados! ¡Si bien es grande mi autoridad, me es ajeno inmiscuirme en esos asuntos que acontezcan dentro de sus murallas! ¡Pero no permitiré que sobre esta planicie se vierta sangre ateniense o megarense! ¡Por eso los exhorto a bajar las armas y poner fin al conflicto de forma civilizada! ¡De no respetar mi laudo, yo mismo desataré mi furia sobre Mégara, pues lo consideraré una ofensa contra el poderoso Apolo, temible dios que todos los helenos veneran!

—¡Oh Euríloco, no incurras en tal sacrilegio! —acotó uno de los caudillos por detrás—. ¡Tus manos no son dignas de ensuciarse con la sangre de estos dorios! ¡Tan sólo pídemelo y al servicio de Apolo vendré yo, gozoso de sojuzgar esta zahúrda de asnos y cerdos!

Era un joven varón de robustos hombros, barbas recortadas y crespos y pardos cabellos, con ojos diminutos y estridentes hundidos bajo el pliegue de sus cejas. Detrás de sus sentencias parecía brillar algo más que adulación y mero vasallaje: algo semejante a la ambición. Emanaba por su denodado tono de voz, además de un marcado desprecio por los dorios, una confianza avasallante. Se parecía al joven atleta que en la flor de su éxito se corona con sus primeros laureles y la fama alcanzada exalta sobremanera sus ánimos y enaltece cada una de sus virtudes.

—¡Ahora no, Clístenes! —lo acalló el tesalio con abrupto fervor.

—Y si tanto te interesan los dorios —acotó un espartano—, quizás, cuando termines, quieras darte una visita por Esparta: ahí tienes a muchos para conocer muy de cerca.

Una incitación a la disputa y a la guerra. Ésta clase de sentencias cobraba cada vez más fama entre los lacónicos: agudas y concisas, dotadas en igual término de socarronería y de un tono altivo, intimidante, perentorio.

—¡Suficiente, Hetemocles! —le reprendió Euríloco de igual suerte que al otro.

El éforo Quirón sonrió de costado. Si bien de ancha complexión, como la de todos los espartanos, no era un hombre muy agraciado a la vista. De nariz redondeada, el espacio entre sus ojos era más estrecho de lo normal, sus altas sienes le aplastaban la frente, haciéndola prominente y empequeñeciéndole entre los hombros su empinada cabeza, en donde el pelaje le crecía disparejo a partir de la mitad. No le apuntaba la barba sobre las mejillas, sino que parecía amontonarse en redor de su boca y bajo su diminuto y agudo mentón. Una cicatriz de guerra le partía el labio inferior y tenía la pupila izquierda levemente desviada hacia adentro; quizás por este motivo los espartanos lo habían apartado del cuerpo militar para ejercer el eforado. Con todo, era un varón plurivalente, docto en las leyes, en la guerra, en los metros poéticos, en todo tipo de magistraturas y en la interpretación de los augurios divinos. Su fama de sabio se propagaba mas allá del Peloponeso y ya era distinguido como la excepción a la norma entre todos los lacedemonios; no precisamente por ser lo opuesto al cánon de lo bello.

—Sabio es quien sabio calla, Hetemocles —se limitó a decirle el éforo.

De hecho, con éste hombre se irritó una vez Hipócrates, cuando, en ocasión de las últimas Olimpíadas, celebrando los previos sacrificios, atestiguaron un extraño portento: las ollas de grasa comenzaron a bullir repentinamente sin régimen de fuego, a lo que el espartano presagió al ateniense, quien oficiaba el rito, que su hijo sería gran azote para Atenas; que de no engendrarlo aún, no lo engendre jamás; y, en caso contrario —Pisístrato ya había nacido—, privarlo de la vida de inmediato. Decidió Hipócrates ignorar tal infame palabra, pero le guardó gran recelo en su orgulloso corazón, pues antes de obrar de tal modo atroz prefería él quitarse la vida por su propia mano.

Pese a todo, el éforo espartano no lo había aún advertido, puesto que los atenienses permanecían detrás de las filas, acosando con las picas a los hombres capturados.

—¡Es mi deber sagrado —repuso Euríloco— velar por la tolerancia entre las tribus griegas, pues todos somos hijos de Helén! ¡No olviden que mi prole es la de Aquiles, de la boscosa Ftía en Tesalia, cuna de todos los helenos! ¡Y la delicada situación que hoy nos concita se alza muy por encima de cualesquiera sean nuestras enquinas y discrepancias!

De los dos implicados en el exabrupto, únicamente Clístenes, el flamante tirano de Sición, le dedicó una extensa y ostensible reverencia; los espartanos no se inclinaban ante nadie.

—¡De hecho —volvió a pronunciarse el tesalio después de bufar con desidia—, cruzaba el istmo de camino a Delfos, junto a estos tenaces varones, con propósito de auditar con Teágenes, pues él también cuenta entre los caudillos más prósperos! ¡Pero esa audiencia quedará postergada hasta que resuelvan este conflicto conforme a la ley, invocando a los dioses en sus propias asambleas, cesando mayor vertimiento de sangre!

Periandro, sabio entre todos ellos, guardaba silencio. Trancaba con su potro de rubias crines pasando minuciosa revista a todos los aliados y prisioneros.

—¡Altísimo tagos de Tesalia! —tomó la palabra un megarense del lado de las murallas—. ¡Teágenes no está en la pólis! ¡Sabemos que marchó a Salamina con propósito de resolver un asunto que desconocemos! ¡A nosotros se nos ordenó, a través de un heraldo, abandonar nuestros humildes trabajos y permanecer apostados ante las puertas de la ciudad!

Una pulsión de miedo atenazó el pecho de los atenienses.

—¿En dónde está Teágenes? —interpeló entonces Euríloco al bando aliado.

Ahora sentían una brisa helada soplar en torno a sus cuellos sudorosos.

—Digan tan sólo una palabra… y el extremo sangrante de estas lanzas es lo último que verán sus ojos —vociferó entre dientes Hipócrates amenazando a los prisioneros, procurando que nadie más les oiga, si bien creyendo que ya estaban condenados.

Ante el retardo de respuesta, el tesalio sospechó. Frunció el ceño y así los increpó:

—¿Qué contiene ese cofre que llevan a cuestas esos hombres?

Sólo silencio. Una fuerza inexpugnable comprimía las mandíbulas de los hombres.

—Nuestras condiciones de negociación —aseveró finalmente Skoura, rompiendo la pausa luego de permutar graves gestos y miradas con Zeuxipo, el auténtico hombre al mando.

—¡Ah, Euríloco! —exclamó Periandro, muy próximo a todos ellos—. Si tú me lo permites, altísimo y prestigioso Alévada, te ahorraré el trabajo de ir a verificar su contenido.

Euríloco le otorgó el permiso, asintiendo y acompañando el gesto con la diestra.

Las piernas de los hombres que sostenían el cofre se volvieron trémulas, no exactamente por el peso del catafalco, sino por el temor que los invadía al pensar en las inciertas consecuencias que implicaba tanto obedecer como desobedecer tal mandato.

Periandro entonces se apeó de su potro y los exhortó a revelar el contenido. Con el vigor de sus brazos aflojó las amarras y arrancó entonces una de las tablas clavadas; luego otra más. Inclinó su cuerpo para mirar en su interior y cayó en cuenta de lo que ahí había. Una fracción de luz reveló el rostro de Teágenes con su quijada destrozada, con los ojos entreabiertos y ahogándose entre los gorgojos que sofocaban sus gritos sórdidos e impotentes.

Contra todo designio, la impresión que en un principio fue de asombro para el corintio se tornó de pronto en una carcajada aguda e interminable que intentaba contener entre las repetidas contracciones de su pecho. Miraba a su moribundo par megarense con profunda sorna y desdén, como mofándose en su fuero interno de ese hado tan infame. Elevó después su vista hacia Pítaco y Solón, pero extrañamente no les dirigió palabra.

—¡Oh, excelso Euríloco —alzó entonces su voz—, no es más que un… regalo! ¡Un regalo tan espléndido y vistoso que los megarenses, te aseguro, no podrán desestimar!

A todos los aliados los poseía ahora el pasmo y la sorpresa, faltos de aliento al contemplar como Periandro volvía a poner las maderas en su sitio. Antes de alejarse de ellos, ya montado en su vigoroso potro, el de Corinto les habló con ampulosa voz:

—¡Hombres! ¡Con buenas amarras aseguren ese cajón! ¡No sea que, entre tantos aquí, algún codicioso se vea tentado a expoliar ese botín y lleguen ustedes con las manos vacías!

—¡Apolo se ha pronunciado! —habló el tesalio luego de asentir con su cabeza, siendo engañado por la ágil mente de Periandro—. ¡Decreto entonces que depongan las armas y separen sus filas en pos de permitir a estos hombres ingresar a Mégara a deliberar en cordial asamblea y atenerse únicamente a esas consecuencias! ¡Anoticien a Teágenes de mi paso y de mi pronta visita! —Volteó entonces hacia los otros—. ¡En tanto a ustedes, cuántos sean aliados atenienses, retírense con buen ánimo a sus tierras y esparzan la voz del Oráculo! ¡Dén cuenta a sus altos magistrados de estas noticias y manténganse aprestos a recibir en sus tierras prontas embajadas de la sagrada Delfos!

Tal dictaminó y todos entonces se movilizaron según les ordenó sin oponer palabra; pues tampoco tenían algo que decir. Ninguno comprendía la sospechosa y depravada conducta del opulento tirano de Corinto, aunque poco les interesaba. Estaban exhaustos, pero habían salido airosos del desastre, quizás por voluntad de Apolo o de algún dios que desconocían, pero ciertamente muy satisfechos en el espíritu, pues ya habían agotado todas las fecundas añagazas de la mente.

Durante el regreso, Pítaco reveló a Solón un hecho que le intrigó: entre el oído y la cabeza, tanto Periandro como Teágenes compartían una cicatriz de idéntico signo.

VII

Pasado el escarmiento de la tempestad, los ciudadanos de Atenas, más serenos y temerosos que de costumbre, se daban a la reanudación de sus comercios. Se apiñaban en torno a los telares del ágora en pro de remendar los estragos ocasionados por la tormenta. Ya había ocultado Helios su rezagado resplandor de luz dorada por el horizonte, pero las nubes aún fulguraban, como si todo el cielo inmenso ardiera en llamas.

Los murmullos que iban acreciendo fueron sofocados de repente ni bien miraron hacia la Puerta del Dýpilon. Observaron ingresar una formación de hombres de rutilantes corazas y escudos. Extenuados, parecían retornar de la encarnizada guerra, pues tanto esas panoplias como sus rostros y brazos estaban todos salpicados de fango y sangre reseca.

Una gran conmmoción se apoderó de todos y comenzaron a rodear la cadenciosa marcha de los guerreros. La encabezaba Solón con valeroso talante: portaba la excelsa armadura toda abollada de Teucro, que tanto enaltecía su figura, dándole prestigio y grandeza.

Se encaramó sobre el túmulo erigido por él mismo, y esperó allí la masiva concurrencia. Los exhaustos guerreros se apostaron en la base mientras veían comparecer gran gentío, entre los que también contaban nobles, caballeros y un buen número de eupátridas.

—Ciudadanos de Atenas… —se anunció Solón.

Todos callaron, como a la espera de alguna declaración suya cuya implicancia estremezca toda la pólis. Y entonces escucharon salir de sus labios estas aladas palabras:

—Como la hija vuelve a la Madre… Salamina vuelve a pertenecernos.

Su tono de voz sonaba falto de vigor, cansino, pero lo que más inspiraba su semblante era valentía; un gran ímpetu de triunfo brotaba de su pecho. Después de un instante de pasmo, procesaron los atenienses tal sentencia y los rostros de asombro comenzaron a trocar en alborozo. Un clamor fue contagiando a otro, y a otro más, hasta prorrumpir todos en una creciente y resonante ovación, como se alza la ola en medio del infecundo mar y se expande hasta romper con estruendo en las orillas. Los exabruptos de victoria y algarabía se esparcían por acá y por allá. Llegaban a cada rincón de la pólis. Aclamaban a Solón como un héroe y mucho se le regocijó el corazón. Todos entonces querían conocer cómo alcanzó el éxito en tan valerosa empresa y se lo hacían saber con caóticas voces.

—¡Tan sólo bastaron ochenta valientes y la belleza de un poema! ¡Imaginen, atenienses, cuánto más podemos conseguir si la adversidad nos halla unidos, mas no separados!

Tal respondía Solón con alegre faz y ardorosos ojos. Imposible le era satisfacer a todos, y a las primeras filas exhortó de esta suerte, proponiéndoles que difundan las noticias:

—¡Vayan, atenienses, ahora mismo, a repoblar la amable Salamina! ¡Todos aquellos que ahí tengan tierras o familia, pues mucho trabajo queda aún por hacer! ¡Démos correcta sepultura y solemne funeral a nuestros compatriotas, pues con gran valor yacen allí los que cayeron por la gloria de Atenas!

Tal iba anunciando y los vítores se elevaron al unísono sobre las fulgurantes antorchas:

«¡Solón! ¡Solón! ¡Solón!»

—¡Atenienses! ¡Que su clamor llegue a las altas moradas de los dioses! —arengaban por debajo Alcmeón, Hipócrates y los demás, inflamando el ímpetu de todos.

Ya los efebos, a excepción del gloriado Aristodemo, habíanse reunido con sus madres, con sus padres y abuelos, muchos de ellos ricos eupátridas, que ahí también se congregaron. Entre ellos surgió Nicias, quien se abrió paso entre la muchedumbre y acudió donde Solón. Primero intercambió con él largo y fraternal abrazo y después procedió a revelarle la situación de Drópides, a quien mantenían apresado bajo cargos de traición a la patria. Al enterarse de esto, el orador mitigó los vítores con un gesto para pronunciarse:

—¡Eupátridas! ¡Absuelvan a Drópides, el códrida ilustre, de toda acusación!

Arrogándose el derecho a hablar por todos los eupátridas, se elevó entre las gentes la voz del anciano Henióquides, que así le replicó:

—¡Oh Solón, cierto es que has conseguido un triunfo muy grato a todos los atenienses! —muchos callaron de inmediato—. ¡Pero es igual de cierto que el códrida vulneró con flagrancia las leyes sagradas de Atenas! ¡Quizás tú has burlado la ley con tus astucias! Pero ¿debo acaso mencionar que has secuestrado a los hijos de muchos nobles y eupátridas y los has expuesto a una peligrosa misión? ¡Y ahora que veo bien a los que están a tu lado, todos esos también deberán comparecer a testificar bajo el alto tribunal del Areópago!

Tal habló, pero su palabra no cayó en gracia a los atenienses. Las masas comenzaron a hostigar al eteobútada con abucheos, como reprueba el público al poeta inexperto, lo que introdujo mayor enquina en su arrogante corazón.

—¡Silencio, campesinos sin dientes y mercaderes de baja estofa! —Los increpaba el anciano—. ¡Ya quisieran ustedes, o este medóntida, ostentar mi prestigioso linaje!

—¡Oh Henióquides —le replicó Solón—, más te vanaglorias y más te alejas de tu pueblo! ¡Un pueblo al que te permites esclavizar de viles maneras a través del puño de tu tío Dracón, de quien ustedes aprovecharon su prestigio para poner rúbrica a vuestras leyes! ¡Leyes escritas con sangre! ¡Que sólo se esmeran en fomentar más engaño y más miedo! Pero mientras ustedes, areopagitas, dormían en sus laureles, ha sido el pueblo que tanto destratan, hijos de campesinos, de comerciantes, de pastores y pescadores, quienes por la patria pusieron el pecho reclamando gloria. ¡Y mientras el pueblo erradicó para siempre la vergonzosa mácula de la deshonra, asimismo el divino Epiménides, quien conoce el lenguaje de los dioses, aquí permaneció y erradicó para siempre esa funesta y antigua mácula sagrada que consumía toda Atenas desde adentro!

Todos festejaron tan grata sentencia elevando voces y brazos a los cielos. «¡La plaga ha cesado!», gritaban los más felices. Solón entonces gesticuló para volver a hablarles.

—Y aquí me presento, compatriotas, no sólo como heraldo del cambio, sino también como denunciante de engaños. La diferencia es que no preciso el servicio de alguno de esos odiosos sicofantes, sino mi sola voz de verdad y justicia. Y seguramente querrás abrir tus oídos, Henióquides, puesto que quizás esto te interese. Te aseguro que estás muy errado sobre mi linaje… No tienes ante tí a un medóntida… ¡Soy tan códrida como Drópides, mi hermano de sangre, pues ambos somos hijos del ilustre y difunto Execéstidas!…

Su voz repicó como el viento: los presentes quedaron enmudecidos ante tal revelación.

—¿Y cómo puedes tú acreditar esas palabras? —inquirió el eteobútada.

—¡Ah, suficiente! —se elevó la anciana voz del eupátrida Critias, tío carnal de Drópides—. Yo mismo puedo dar crédito de las palabras del prudente Solón, quien fue alumbrado en Salamina al huír su madre de una persecución política. Pues el hijo que ella gestaba en su vientre no había sido engendrado por Euforión, sino por Execéstidas, mi hermano menor, después de caer ambos en los avergonzantes lazos de Póthos, el amor no correspondido. Fue entonces que un sacerdote instigó a su madre a matar al vástago en su vientre o, ni bien parido, abandonarlo a su suerte en las montañas, expuesto al hambre y a las fieras; tal es el cruel destino de esos nunca paridos, desdichados por nacer de vientre impuro de ramera o de uniones ilícitas… Condescendiendo a las voces que la obligaron a guardar silencio, fue entonces que ella huyó a Salamina con su legítimo esposo, el amable Euforión, el medóntida a quien todos recordamos por sus actos gentiles con el vulgo. Ella, entonces, allí lo parió, y él aceptó al hijo como suyo, pues también guardaba un profundo amor por su esposa, y lo crió según sus costumbres… ¡Areopagitas y ciudadanos! —gritó a los vientos elevando su bastón, como previo a hacer un anunciamiento—. Ese retoño ha crecido… y es, hoy, ¡el hombre más laureado de Atenas!

Los ojos de Solón entonces se inundaron de lágrimas, pero no cedió a la vergüenza, sino que afrontó los hechos con gran decoro. El pundonor latía fuerte en su pecho, pues muy orgulloso estaba de su difunta madre y de aquél hombre, su padre adoptivo, de quienes nunca olvidó sus lecciones, sus miradas, sus semblantes dulces y afables. Valoraba que tanto ellos, desde alguna estrella lejana y brillante, se regocijaban en ese mismo sentir.

—Como todos sabemos —volvió a pronunciarse Critias—, tanto sus padres como mi hermano fueron muertos cuando aquél innombrable introdujo sus hordas megarenses en Atenas. Y les aseguro que no es Solón la sola víctima de esta clase de enredos, pues mucho encubren los eupátridas en pro de mantener su prestigio. A mí me ha alcanzado la inevitable vejez, y muchos de estos rumores llegaron a mis oídos con los años. Todo esto es lo que sé y lo que estoy dispuesto a declarar bajo solemne juramento ante cualquier tribunal, antes que el último soplo de vida abandone mis frágiles huesos —concluyó.

Tal lloraba Solón, y el pueblo allí congregado, que mucho lo respaldaba, comenzó a elevar a una voz la misma demanda: «¡Libertad a Drópides!» «¡Libertad a Drópides!», coreaban una y otra vez por acá y por allá.

Así fue como un hecho le fue sucediendo al otro, y el pueblo quedó contentado por el momento; pero esa noche, y las que le siguieron, los ciudadanos de Atenas regresaron a sus hogares con vigor renovado, con el pecho henchido de orgullo por su pólis. Tal ardor logró meter en sus corazones la valerosa y célebre gesta de los sabios.

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