Libro II: «Theamata»: (VI) “Error de juventud”

Libro II: «Theamata»: (VI) “Error de juventud”

Alkaios Gaelli

16/03/2025

Por encima del misterioso cenáculo, los hombres aguardaban a sus soberanos en aquella playa virginal, inhóspita, inaccesible. El entorno era desalentador. Cualquier hombre allí podía desorientarse fácilmente. Cada espinado arbusto, cada canto rodado, cada grano de arena, parecían susurrar secretos antaños, de esos cuya crudeza tienden a arrebatar el juicio del más prudente y a desnudar al más avaro entre los opulentos.

Ahí se hallaba el robusto Hárpalo junto a los suyos. Su mente había caído secuestrada por Eros… No podía evitar repasar, una y otra vez, los recuerdos de aquél encuentro alado con Melisa: el peso de su cuerpo, el aroma floral de su pecho, el temblor de sus muslos humedecidos vibrando sobre sus caderas… Por momentos miraba hacia la mar furiosa, intentando sin éxito divisar la costa de Mileto, y en ocasiones miraba a los hombres de Trasíbulo. Ninguno de ellos se dirigía la palabra, pero, cada vez que volteaba, notaba cómo Xilas, aquél hombre que había desfigurado, tenía su horrenda mirada fijada en él. A veces gesticulaba, dejando al descubierto los dientes que ya no tenía.

Hárpalo recordaba con desdén su cobardía. Por experiencia, ya había comprobado que era un hombre sin honor, que no albergaba rastros de virtud, que la obediencia ciega sólo convierte a mortales en bestias… Pero, si bien con el músculo podía vencerlo cuantas veces se lo proponga, un aura de oscura naturaleza parecía rodear a Xilas, tanto como a los cuatro esbirros restantes. Decidió hurgar algún tiempo en esa ruin mirada, intrigado por auscultar qué ánimos consumían a ese mísero mortal… ¿Acaso era rencor? ¿Insolencia? ¿Una infame desidia?… Le miró algún tiempo más. Aquellos pálidos ojos dorados y exánimes se asemejaban a pozos, y cuanto más se internaba en ellos parecían no tener fondo, como si fuesen una cáscara vacía de contenido. Cuestionóse entonces si podría ser un hombre sin espíritu o tal vez domeñado por algún maleficio. Rememoró las únicas palabras que aquél le había farfullado: «eres uno de nosotros», que le habían caído tan insultantes y al tiempo las siniestras visiones volvían a manifestarse. Su mente evocó los recuerdos de aquel sátiro espantoso, el confuso ritual en la gruta de Lesbos, la muchacha devorada por las criaturas del mar, los bellísimos ojos posesos y cristalizados de Melisa… Oyó entonces sus suspiros cercanos, sus rodillas se tornaron temblorosas, y el corintio se postró en la arena. Con el pecho agitado intentaba volver sobre sus mientes. Tal situación lo fastidiaba, pues muy grande era el orgullo que rebalsaba su corazón.

«Hárpalo»… Escuchó, desde lejos, el resonar de su nombre, como si alguien lo estuviese llamando. ¿Acaso era Melisa?… ¡«Hárpalo»! Pronunció aquella voz, esta vez con más claridad. No. Comprobó que se trataba de su hombre Crates, que se hallaba a su lado, sosteniéndolo levemente por el borde interno de la coraza.

—Estoy bien —le respondió, ocultando su malestar, mientras con su mano al hombro se asistía en reincorporarse.

—Ven conmigo —le propuso Crates con cierto rigor secreto en los ojos.

Hárpalo se compuso y siguió a su hombre. Caminaron sobre las arenas, bordeando las costas centelleantes, hasta dar con las espaldas de una formación rocosa. Una vez allí, volvió a hablarle:

—Sé que las cosas han sido diferentes para nosotros ni bien abandonamos esa gruta en Lesbos. —Le hablaba Crates mientras disponía su cuerpo para aliviar su vejiga, casi sin dirigirle la mirada. Con esta acción pretendía disipar sospechas y fingir un encuentro ordinario entre dos hombres.

Hárpalo se dispuso de igual manera y se dirigió a su hombre hablando entre dientes:

—Oh Crates… ¡Juramos a los dioses, ante las Náyades, jamás proferir palabra alguna sobre esa noche!…

—Bien recuerdo eso, mi excelso general, pero… observa este lugar. Aquí todo secreto parece ser preservado. Como si no existiese la justicia de los dioses que impera sobre las ciudades bien civilizadas.

—No olvides a las hijas de Nereo… Podrían escucharte.

—De todas formas… Ansío saber qué recuerdos te aquejan. Por mi parte, he sufrido confusas visiones por la noche…. ¡Creo recordar allí al mismo Dionisos portando el tirso!… Esa muchacha… la esclava que se arrojó a la mar…

—Acude a un sacerdote, no me interesa. —Lo interrumpió Hárpalo y se dispuso a marchar, alegando—: Yo mantendré mi palabra.

—¿Has yacido con la reina? —se precipitó Crates en inquirirle. El general se detuvo, pues sus palabras retumbaron como el trueno en su interior—. He visto cómo ambos se dirigían discretas miradas en el banquete de anoche. A decir verdad… he visto tus ojos brillar como nunca antes.

—¡Qué imprudencia escapó del cerco de tus dientes!… —Hárpalo se volvió hacia él, fingiendo descrédito en sus palabras—. Dime, Crates, ¿has comentado con Lisandro algo sobre esta locura que escupes?

—Sospecho que Lisandro adolece de este mismo mal, pero no sabe nada, pues nada le he comentado. Esperaba que tú, Hárpalo, aclares mis sospechas…

Como pocos corintios, Crates era un joven valiente y con buen futuro. Junto a Lisandro estaban siendo instruídos por el mismo Hárpalo. No en balde ambos fueron escogidos por él para escoltarlo aquél día en Mitilene, pero, esta vez, la imprudencia natural de su juventud había condenado a Crates. Entonces el comandante repasó en su mente, una y otra vez, la idea de hundirle la daga en su garganta ahí mismo, cesando así, para siempre, la difamación de tan infructuoso rumor. No era lo que su corazón deseaba, pero Hárpalo era un hombre decidido: su mano era letal y su determinación absoluta. Pero lo que más temía era un destino lejos de su amada, pues tanto añoraba su piel, con todo el brío que cabía en su corazón. Lo cierto era que se hallaba acorralado: en ese lugar, nadie tardaría en advertir la desaparición y toda sospecha caería sobre él. Además, no podía garantizar que Periandro, de impredecible temperamento, lo juzgue según sus intenciones. Todo esto caviló en sus mientes, pero finalmente su naturaleza ladina volvió a tramar sus ingenios.

—Oh, Crates… —se aproximó a su joven hoplita y lo abrazó, siendo incapaz de ocultar su angustia—. Los hados han cruzado nuestros caminos. Reanudaremos esta plática en Corinto. —Y sollozando esto le besó los labios, iniciando a Crates en los contratos que sólo llevan los generales con sus comandados más íntimos.

Crates se sintió extrañado, pero otorgó crédito a su general. Ignoraba que aquél beso ocultaba en su dulzura una marca funesta.

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