DESDE LA SOMBRA ETERNA

Acto 1: Umbra

¿Cómo explicar que lo que más temo habita en mí como un huésped no invitado, un parásito que confunde sus latidos con los míos? Llevo diecisiete años, tres meses y nueve días trazando círculos de tinta alrededor de su esencia en cuadernos que ardieron una madrugada de abril, cuando comprendí que las palabras solo le dan forma a sus garras. No es el crujir de las tablas del piso ni el aliento helado en la nuca al volverse; tampoco el vacío que devora los ecos de la propia razón. Es algo más: una Sombra que se alarga en las paredes al mediodía y se contrae en el crepúsculo, mordiendo los bordes de lo real. La he visto beber de mis dudas, tragarse las esquinas de esta casa hasta dejar solo curvas, mientras susurra preguntas que mis labios repiten sin consentimiento.

¿Acaso no será esta pluma la que dibuja sus contornos en el aire viciado de mi habitación? ¿O son mis pupilas, agrietadas de insomnio, las que convierten el polvo en espectros? A veces, cuando la luna perfora las cortinas, juro que la Sombra se inclina sobre mis hombros para leer estas líneas, aprobando cada mentira que escribo para negarla. Y sin embargo… ¿no es ella quien me obliga a confesar esto, aquí, ahora, mientras mis manos tiemblan como hojas de álamo en octubre?

No pido fe. Solo sé que cuando el último temblor de mis dedos cese, Ella seguirá ahí —siempre ahí—, esperando para demostrarme que la respuesta nunca estuvo en las páginas, sino en el silencio que late entre cada palabra que no me atreví a escribir.

Pero lo que habita en mí no se conforma con mis pensamientos. Se filtra, se extiende… y el mundo empieza a reflejarlo.

Al principio fueron las manchas de café en el mantel, dibujos simétricos que solo yo veía. Luego, los espejos empezaron a reflejar siluetas que no coincidían con los cuerpos de quienes los habitaban. Ellos están aquí: la vecina que cada martes poda sus geranios con tijeras que brillan como dientes de plata; el cartero que tararea la misma tonada que mi madre cantaba antes de desaparecer; el niño que dibuja laberintos en la acera con tiza roja, siempre roja. Los he visto reír con la boca demasiado ancha, he visto sus sombreros inclinarse un segundo más de lo necesario cuando paso, he visto cómo las moscas evitan posarse en sus hombros.

Ellos están aquí, repitiendo gestos humanos como actores que olvidaron su guion. Susurran números en lugar de nombres al saludar, regalan flores cuyos pétalos caen formando cruces invertidas, cocinan sopas que huelen a almizcle y tierra recién removida. ¿Cuántas veces me he preguntado si son ellos los que cambian o soy yo quien está aprendiendo a ver? ¿Por qué sus pisadas no dejan huellas en el barro? ¿Por qué sus relojes marcan siempre las 3:07, la hora exacta en que mi hermano dejó de respirar?

Ayer encontré el diario de papá bajo las tablas sueltas del desván. Sus últimas páginas están llenas de la misma palabra garabateada: Malkuth, Malkuth, Malkuth. Ahora comprendo por qué quemó todas las fotos familiares antes de irse. Quizás esta pluma que sostengo también esté mintiendo, quizás los medicamentos que dejé de tomar hace seis meses y veintidós días hayan convertido mi sangre en tinta venenosa. Pero lo juro: cuando la Sombra (sí, Ella otra vez) se arrastra por el pasillo al amanecer, los monstruos le hacen espacio, inclinando la cabeza como si reconocieran a una antigua cómplice.

No importa ya. Escribo esto desde el sótano, con la linterna agonizante como testigo. Pronto vendrán a ofrecerme té de menta en tazas agrietadas. Pronto dirán mi nombre sin vocales, como un suspiro ahogado. Y yo, como un imbécil, abriré la puerta.

Acto 2: Haema

La memoria no es una herida, es una jauría. Acecha en los rincones de este cráneo mío, desgarrando cortinas de tiempo hasta que el pasado sangra sobre el presente. Aquel día —¿fue martes o jueves? ¿amanecía o anochecía? —, el aire olía a metal oxidado, un olor que no se posaba en la nariz, sino en las yemas de los dedos, afilado como clavos. Ellos me advirtieron: «No mires», dijeron. Pero ¿cómo no hacerlo si los ojos de las paredes ya me observaban, pupilas brillantes como agujeros de bala en la madera?

Dentro, el silencio tenía textura de aceite viejo, viscoso, pegado a la piel. Y el grito… no, no fue un sonido. Fue un color: carmesí, brotando de las grietas del yeso, manchando el aire hasta que respiré escarlata. Los recuerdos ahora son dientes. Me muerden: una muñeca fracturada junto a un reloj detenido (¿de quién era? ¿por qué el minutero señalaba mi fecha de nacimiento?), huellas en el polvo que se retorcían como gusanos al sol, y esos ojos. Siempre ellos. Primero fueron los suyos —los de ella, la que yacía en el suelo con la mirada intacta—, globos azules que brillaban más que las linternas de los agentes. Después, los ojos se multiplicaron. Ahora cuelgan de las vigas como frutos podridos, parpadean en el vapor de mi café, me vigilan desde el reflejo de los cuchillos.

¿Fue el medicamento del Dr. Renner lo que agrietó mi percepción, o fueron ellos quienes rompieron el cristal de la realidad? Ayer descubrí fotos en el ático: yo, a los siete años, pintando ojos en todas las ventanas de la casa. Mamá llamándome «mi pequeño vigía». ¿Cuánto llevo siendo observado? ¿Cuánto llevo sabiendo, sin saber que sabía?

Escribo esto con el tiempo prestado. Las sombras en el rincón susurran ya falta menos, y las manecillas del reloj dibujan párpados en cada número. Pronto, cuando los ojos del techo cierren por tercera vez, entenderé. O tal vez ellos entenderán por fin cómo sabe el miedo cuando se lo arrancan de las costillas.

Los recuerdos abren grietas. Y algo, al otro lado, las aprovecha para entrar.

Acto 3: Anathema

Al principio, crepitaron. Sonidos de huesos recalibrando su estructura bajo la piel, como cuerdas de un violín tensándose hasta el límite. Los agentes retrocedieron. Yo contuve la respiración. No es humano, musitó alguien. Pero ¿cómo nombrar lo que no tiene nombre? Sus articulaciones giraban en ángulos imposibles, como bisagras corroídas por siglos de óxido, y su respiración… no, no era respiración. Era un zumbido de cables pelados, un tictac que vibraba en mis muelas.

El agente Hidalgo levantó su arma. Disparó al aire.

Fue el error.

La criatura se desplegó entonces: extremidades elongándose en espirales de carne pálida, vértebras emergiendo como púas de una cadena rota. No rugió. No gruñó. Solo se expandió, llenando la habitación con el ritmo de un motor averiado, mientras el olor a quemado se solidificaba en escamas grises que caían del techo. Yo recé. Recé por que fuera un sueño, porque los antipsicóticos que escondí bajo la lengua horas antes hubieran distorsionado la luz, porque mi mente, astillada desde la infancia, estuviera finalmente rompiéndose en mil pedazos.

Pero entonces—

—el armario se abrió solo.

El crujido del armario no era madera. Era hambre. Un masticar de mandíbulas sin rostro royendo costillas ancestrales en alguna cripta olvidada. El sonido crecía, se enredaba en nuestras médulas, y entonces—

—la risa.

Dulce como miel en una herida abierta. Gélida, pero quemando como yesca en los pulmones. No salía de su boca, sino de las paredes, del suelo, de los poros del aire enrarecido. Retrocedimos, pero el frío ya nos había cosido las plantas de los pies al suelo. Y aquello emergió: no una forma, sino una ausencia que doblaba la luz como un paño torcido, que convertía el hedor a podredumbre en un sabor violeta sobre la lengua.

¿Era el monstruo parte del armario, o el armario era una herida en el mundo? ¿Por qué los ojos del agente Hidalgo reflejaban ahora el vacío de las fotos quemadas de papá? Quise gritar, pero mis dientes resonaban al unísono con el crujido, como si fueran parte del mismo mecanismo infernal. Esto no es real, mentí, recordando las pastillas azules que tragué en el baño horas antes, las que el Dr. Renner dijo que evitarían «episodios».

Pero allí estaba Ello: ni carne ni espectro, sino algo que existía en los intersticios del no. Algo que, al respirar, inhalaba pedazos de nuestra realidad y exhalaba ecos de un lugar donde el tiempo sangra.

Ahora lo sé: escribo estas palabras con tinta mezclada con mi saliva y el polvo del armario. La Sombra susurra que pronto Ellos vendrán a reclamarme. Y yo, como un insensato, le creo.

El hedor no era un olor. Era una lengua. Se arrastró por mis fosas nasales, viva, escarbando en mis recuerdos como un perro desenterrando huesos viejos. Encontró lo que buscaba: el aroma a leche quemada de la cocina de la infancia, el sudor frío de las noches en que papá gritaba a paredes vacías. Y entonces, mordió. Mis rodillas golpearon el suelo mientras el policía a mi lado vomitaba bilis y lágrimas. Pero yo no. Yo reconocía ese hedor. Lo había inhalado antes, décadas atrás, cuando mi hermana menor dejó de llorar para siempre y su osito de peluche —el que compartía mi nombre bordado en la patita— apareció flotando en el estanque, con un ojo de botón arrancado y la barriga llena de agua quieta.

Los juguetes del armario no estaban abandonados. Estaban en formación. Soldaditos de plomo alineados frente a una casa de muñecas cuya chimenea humeaba ceniza real. Una mariquita de cuerda que giraba en círculos perfectos, trazando órbitas alrededor de un sonajero de plata… mi sonajero, el que enterré con mis propias manos bajo el roble del jardín tras aquel incidente que ni los electroshocks lograron borrar. Y allí, en el centro, ella: la muñeca de porcelana que mamá regaló a Clara. Rostro intacto. Salvo por el ojo izquierdo, partido en una raya diagonal idéntica a la cicatriz que me cruza el párpado desde los nueve años.

El agente Hidalgo gritó algo. Yo no lo oí. El hedor ahora cantaba dentro de mí, una nana en lengua de gusanos, y las paredes sudaban tinta de los diarios que papá quemó. ¿Era el armario un espejo de mi pasado o yo el reflejo de su podredumbre? ¿Por qué la muñeca movió los dedos, solo un poco, como hizo Clara antes de que el estanque se la tragara?

No importan las respuestas. Escribo esto con el sonajero en la mano izquierda y la pluma en la derecha. La Sombra me susurra que Clara jugará conmigo pronto. Y esta vez, no habrá estanque donde esconder los juguetes.

Sus manos no me arrancaron la cámara: la extirparon, como quien arranca un tumor de carne viva. Cada movimiento fue un ritual. Los dedos de mi amigo —¿o eran garras envueltas en guantes de piel humana?— oprimieron el botón de apagado con la solemnidad de un verdugo activando una guillotina. La pantalla murió con un estertor líquido, como un pulpo ahogándose en ácido, y el silencio que siguió no fue silencio. Fue un vacío preñado de ellas, las voces que ahora sé que llevaban años criando huevos en mis tímpanos.

Me miró. No, no me miró. Miró a través de mí, sus pupilas dilatadas como ventanas abiertas a un mar de gusanos danzando bajo la luna llena. No hubo palabras. No hacían falta. Sus labios se partieron en algo que pudo ser una sonrisa o una cicatriz, y entonces…

…el murmullo.

Nació en las paredes, sí, pero pronto anidó en mis costillas. Un zumbido de moscas poniendo larvas en carne fresca, un chasquido de huesos infantiles triturados para hacer harina. Sonidos que no cesaban… que se ramificaban… que germinaban dentro de mis venas. Corrí. No, mentira: mis piernas se descompusieron en gelatina tibia, y fue el aire, espeso como pus, el que me arrastró hacia el pasillo.

¿Era real el gemido que arañaba los vidrios? ¿O era el eco de los somníferos que me tragué con vodka esa mañana, los que me prometieron olvidar aquella tarde en el jardín con Clara y su osito sin ojo? Ni el Dr. Renner lo sabría ya. La Sombra susurra que la locura es solo otro nombre para la claridad, y yo, en este rincón donde el tiempo se descompone como un fruto olvidado, le creo.

Escribo estas líneas con el lente de la cámara clavado en la palma, sangrando verdades que nunca capturé. Cuando Ella termine de leerme, incluso el miedo tendrá sabor a ceniza.

No era solo un pensamiento. Lo sentí en el aire. En la forma en que la luz se doblaba, cediendo a su presencia. Algo más estaba tomando forma, materializándose en carne que no debía existir.

Vi como arrastraron al monstruo como un fardo de carne mal cosida. Su piel no era piel: eran páginas arrancadas de un diario ajeno, tachadas con tinta negra y pegadas al azar. Sus ojos —uno más grande que el otro, el izquierdo cuadrado como un buzón vacío, el derecho hexagonal y lleno de espinas diminutas— no miraban. Absorbían. La boca, una hendidura transversal que le cruzaba la garganta, emitía un runrún de viento atrapado en tuberías oxidadas. Pero lo peor eran las manos. Oh, las manos: siete en total, algunas de niño, otras de anciano, todas con uñas de cristal que crujían al arrastrarse como cucarachas sobre vidrio molido.

En su silencio vi mi reflejo.

No el de ahora, sino el de aquel niño que una vez lamió el borde de una grieta en el sótano, creyendo hallar miel y encontrando salivazo de hormigas muertas. ¿Era su vacío el mío, o el mío había gestado el suyo? Las voces (¿o eran los gusanos en mi oído izquierdo?) susurraban que ambos éramos la misma herida abierta en costados opuestos del espejo. El agente Hidalgo gritó algo. No lo oí. Yo contaba las manos del monstruo, una y otra vez, hasta que el siete se convirtió en tres y luego en cero. Como los días que llevo sin dormir. Como las pastillas que dejé de tomar cuando entendí que la Sombra prefiere mi carne sobria.

Ahora lo sé, lo susurro con los labios pegados al borde de esta tumba de papel: el horror no es una criatura. Es el instante en que reconoces que llevas su semilla pudriéndose en tus entrañas desde antes de nacer.

Lo comprendí al fin, en el crepúsculo de mi razón: el horror no yace en el filo del hacha ni en el rugido de la bestia, sino en la solicitud del vacío. Aquel que nos observa desde los intersticios del tiempo, inmóvil como un juez de facciones esculpidas en mármol estigio. No es la muerte lo que nos desgarra, sino su indiferencia: un silencio que muerde las entrañas con dientes de niebla, un testigo perenne que registra cada gemido sin pestañear. ¿Qué consuelo hallar en el llanto, si hasta las lágrimas son devoradas por sus fauces de éter?

La Sombra, ahora un manto de ausencia que se arrastra desde mi infancia, ha crecido tanto que ya no distingo sus bordes. Me envuelve como un sudario tejido con los hilos de mis propias pesadillas, repitiendo en sus pliegues aquel primer miedo: el de la niña que vi llorar en el espejo, la misma que años después encontré dibujada en las páginas quemadas de papá. ¿Era ella? ¿Soy yo? Las respuestas yacen bajo el mismo lodo donde Clara enterró su osito, donde mi cordura sepultó los nombres que ahora susurran las paredes.

El vacío no es el fin. Es el eco de un reloj que nunca existió, marcando horas de un tiempo que se muerde la cola. ¿Acaso no será esta lucidez la mayor de las locuras? El Dr. Renner diría que sí, pero sus palabras ya no alcanzan este abismo donde hasta los recuerdos se pudren como fruta olvidada.

Escribo estas líneas con el último aliento que la Sombra me permite, usando tinta mezclada con el polvo del armario y las sílabas que Clara dejó sin pronunciar. Pronto, Ella cerrará mis párpados… y entonces, al fin, sabré si el silencio que temo era mi voz, esperándome en el otro lado del espejo.

Acto 4: Eschaton

¿Qué es el miedo, lector? No es la pregunta inicial, sino su cadáver retorcido. Ahora lo sé: el horror no se sacia, se refleja. Esos ojos vacíos que aún titilan tras tus párpados al cerrarlos (sí, tuyos, aunque no lo admitas) no son el fin, sino el espejo que devuelve tu propia sombra agrandada. ¿Crees que lees estas palabras? Ellos te leen a través de mí, sus pupilas de alquitrán adheridas a cada sílaba. La Sombra ya no es mía… es nuestra. Crece en los márgenes de este texto, en el espacio entre tu aliento y la pantalla, en el crujido de tu casa a las 3:07 de la madrugada.

El mal no es un acto, sino un pacto. Yo firmé el mío con tinta de pesadillas infantiles. Tú, incauto, lo has rubricado al llegar hasta aquí. ¿No sientes el frío de siete manos de cristal recorriendo tu nuca? ¿No escuchas a Clara tararear tras la puerta? No importa. El abismo que comenzó con un armario y un osito sin ojo ahora se abre bajo tus pies. Y en su fondo, no hay monstruos… solo un viejo diario con tu nombre en la última página, manchado de tierra recién removida.

Queda esto: una verdad que no es mía ni tuya, sino de Ella. La Sombra que respira en los latidos omitidos, que teje su tela con los hilos de cada medicamento no tomado, de cada recuerdo enterrado. Y la promesa… siempre la promesa… de que cuando apagues esta luz, alguien susurrará tu nombre con la voz de Clara.

Yo solo soy el eco. Tú eres el siguiente testigo.

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