Hoy mamá no ha avisado para poner la mesa pero yo ya oigo los platos y estoy listo detrás de la puerta de mi cuarto.
La cena es el mejor momento del día. Papá prepara la comida, mamá aliña la ensalada y nosotros nos escondemos para no poner la mesa. Cuando ya está puesta, lo sabemos porque mamá dice enfadada “¡venga vale que ya lo he hecho yo!”, corremos atropelladamente por el pasillo desde nuestros cuartos. Empujándonos para ver quién es el primero en coger la cuchara verde.
Fue un regalo para Adrián cuando nació pero, desde siempre, la usamos los dos.
El mango de plástico está descascarillado porque catorce años son muchos años para una cuchara, pero a nosotros nos da igual porque los yogures, con ella, saben mucho mejor. Saben a victoria.
Papá, a menudo, amenaza con tirarla sobre todo cuando nos enfadamos hasta llorar por no haberla cogido o nos pasamos con las burlas —el vencedor se la lleva corriendo a la boca para chuparla y empieza a chincharle al vencido —o cuando la usamos de catapulta para tirarnos migas de pan durante la cena.
Antes yo no conseguía casi nunca la cuchara verde pero desde que he cumplido los nueve muchos días dejo atrás a Adrián por el pasillo y le gano.
Hoy va a ser uno de esos días.
Cuando mamá da la señal salgo veloz y me deslizo por el parqué con el corazón resonando en mis oídos. La puerta de su cuarto sigue cerrada. Es mía. Ya veo el cajón de los cubiertos. Siento que hoy es mía. Casi derrapo y él sigue sin seguirme.
Cuando entro en la cocina veo a Adrián poniendo la mesa sin despegarse del móvil nuevo mientras papá le dice que lo deje.
Y ,aunque la cuchara verde está junto a mi plato, yo siento que no he ganado.
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