Diego despertó de madrugada. Como en otras ocasiones, se dio la vuelta en la cama, hacia su lado derecho, colocándose de cara a la ventana de su dormitorio, y volvió a cerrar los ojos. En la calle estaba lloviendo.
Unos minutos más tarde, quizá un cuarto de hora, Diego volvió a abrir los ojos y se colocó boca arriba. Comenzó a jugar con las figuras que dibujaba en el techo la luz de farolas que se colaba en la habitación a través de las rendijas de la persiana.
De pronto escuchó una especie de gemido muy leve al otro lado de la puerta. Un poco asustado, volvió a ponerse de lado en la cama, hacia su izquierda, y se cubrió hasta la cabeza con el edredón. Pero algo le decía que tenía que ver qué había sido aquello.
Se levantó y abrió la puerta de la habitación. El pasillo estaba a oscuras, pero sí había luz en el dormitorio de su madre. Se acercó sigiloso, extrañado por la hora que era, y golpeó la puerta muy levemente con los nudillos.
—¿Mamá? —preguntó muy bajito.
No hubo respuesta y decidió abrir la puerta. Susana, su madre, estaba en el suelo, junto a la cama, dando la espalda a la entrada. Diego se acercó a ella y comprobó que estaba despierta.
—¿Mamá, qué te ocurre?
Susana quiso contestar, pero balbuceaba y emitía sonidos sin sentido. Cuando vio a su hijo, se asustó e intentó levantarse, pero solo podía mover un poco un brazo. Con mucha dificultad, Diego logró tumbar a su madre en la cama, boca arriba. Se sentó un momento junto a ella y le dio un beso.
—Tranquila, mamá. Voy a llamar a urgencias. Ahora mismo vuelvo.
Susana se quedó sola de nuevo, mirando al techo, asustada. Le dolía mucho la cabeza y estaba muy desorientada. Podía oír la lluvia que golpeaba en la persiana. Escuchó también la voz de su hijo, de lejos. Entonces comenzó a llorar. A su padre le había pasado lo mismo cuatro años atrás. Lloraba por su futuro pero, sobre todo, por el de su hijo, que con solo doce años tenía que afrontar una situación así.
Diego volvió a los cinco minutos, se sentó y cogió la mano de su madre.
—Ya viene la ambulancia. No tengas miedo, mamá. Voy a cuidarte, como aprendí de ti con el abuelo, y te vas a recuperar.
Secó las lágrimas del rostro de su madre, se tumbó a su lado y esperaron juntos, abrazados.
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