Por la ventana entra un aire frio y húmedo. La niña esta sentada en el suelo con los brazos rodeando sus rodillas. Hace ya muchos días que los muebles de la casa están cubiertos de una capa cada vez más densa de polvo. En la cocina, hay dos sillas tumbadas, esparcidas por el suelo. Siempre habían estado colocadas con precisión bajo la mesa de madera. Allá se sentaba la familia a comer o a cenar. Siempre había un jarrón con flores y un mantel azul y blanco. Y una vajilla de porcelana inglesa y la cubertería de plata.
En la sala de estar, el sofá está patas arriba y algunos libros han caído de la estantería, incluso la enciclopedia británica que tanto amaba su abuelo.
Su madre está debajo de la cama de la habitación principal, le falta un zapato y el brazo lo tiene torcido para atrás. No sabe dónde está su padre, hace días que no lo ve. Y su hermano está en el pequeño jardín, colgado del columpio boca abajo. La niña se levanta y camina hacia la ventana. Camina de puntillas, procurando no hacer ruido, pero no puede evitar que cruja el viejo parquet bajo sus pies. Se asoma por la ventana y alza la mirada.
Delante del espejo Valentina se pinta los labios. Le ha robado el pintalabios a su madre, uno de color granate oscuro. En su bolso tiene escondidos dos cigarrillos que fumará con su amiga María, en el descampado que hay detrás de la escuela. Puede que vengan también Pedro y Juanito. Siente mariposas en el estómago al pensar en Juanito. Se levanta de la silla, limpiándose el pintalabios torpemente con un kleenex. Al levantarse tropieza con la casita de muñecas que hay en el suelo. – ¡Joder! -exclama apartando la casa de una patada.
A la niña de la casita, tumbada en el suelo, se le escapa una lagrimita de plástico.
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