Dicen que un libro es un gran viaje y que los mejores viajes son internos, navegando en el pasado.

Al releer “el coleccionista” de John Fowles, en el vidrio de la ventana ensangrentada, volvió, dentro de mí, después de 35 años, ese joven de vocación hacia el detectivismo. El mismo que se enorgullecía al poseer el mismo nombre del héroe de las novelas policíacas de Agatha Cristie: “Hércules”. Ello, gracias a la afición y respeto de mi padre Fidias Salmona hacia la cultura griega. Por tal motivo, en su tumba, juré que su asesino tendría tarde o temprano su merecido.

Allí precisamente empieza mi viaje vital. Vale anotar que provengo de Pamplona, la de Colombia, municipalidad fronteriza con Venezuela (a donde nunca regresé) y por pasión profesional, después del deceso paterno, viajé a la escuela de policía en Bogotá, en el centro de Colombia. Tres años en la capital. Tiempo suficiente de la mano de expertos y jubilados detectives, quienes pulieron con el buril de las teorías criminalísticas, mis talentos judiciales e intuitivos. Fueron los mejores años de mi vida.

De ahí, salí trasladado a Pereira, la zona cafetera, donde conseguí lo impensable para un novato… Atrapar a Juanillo Mendieta, el asesino serial de las hetairas de la calle novena, médico cirujano y laico reprimido, quien por su formación ultra católica mataba trabajadoras sexuales, pensando encontrar la redención al combatir el pecado de la lujuria. Me confesó eso y también algo de su inconsciente: soñaba el día antes de cada uno de sus 33 delitos con un matrimonio, en una iglesia vacía, un cura celebrando de espaldas, él de blanco y una mujer de negro como esposa. Días después, supe que se había suicidado, dejándome un sobre con una dirección y el dato de otro asesino serial que residía en Barranquilla, puerto de la Costa atlántica colombiana.

Efectivamente, conocí el océano atlántico por Tomás Fonseca, mi segundo caso. Si bien, en el primero me demoré 3 meses y 10 días, el siguiente me costó 2 años y 5 meses. Encontrar en flagrancia a Tomás y rescatar a la adolescente número 52 de sus enormes manos estranguladoras, en medio de un calor tropical, fue algo parecido a una odisea; al igual que el doctor Pereirano, este sicópata mataba creyendo ser un mesías o algo parecido, eliminaba a estas púberes, sencillamente juzgándoles la expresión de su natural vanidad, toda vez que él censuraba la búsqueda de la belleza a través del maquillaje y la moda. Libertino irredento, me confesó su amor oculto por su hermana, quién fue su primera víctima y se avergonzó al contarme sobre sus fantasías por querer vestirse de mujer y despertar deseo carnal, en hombres menores que él, pero su ego y el machismo reverberante, le impidieron ser, él mismo. Antes de ajusticiarle por compasión, me dejó la información sobre otro asesino en serie que conocía en Villavicencio, a quién lo calificó orgullosamente como “su mentor”.

En las llanuras de mi país, con el vuelo de las gaviotas y los alcaravanes, en las fincas aledañas a Villavicencio, gasté un poco más de un lustro en capturar a Daniel Lizcano, alías el viejo, comandante de un grupo paramilitar y asesino serial de 82 niños menores de 8 años, quienes sólo tenían que ser blancos y con ojos claros, para ser víctimas de este engendro visceral y macabro, quien por su regionalismo acentuado y su extraña locura, los buscaba ávidamente con su grupo armado. Acto seguido mandaba acabar con sus padres y él a estos niños los despresaba (nunca abusó sexualmente de ninguno), para luego devorar sus mejores partes y bañarse con su sangre, creyendo que con dicho ritual podría rejuvenecer. Atrapado y confeso, me confió su cuaderno de apuntes, donde cada muerte era descrita en detalle, en 18 municipios ganaderos fueron sepultados los cuerpos (los enterraban en sitios diferentes a la escena del crimen) y los pormenores del sufrimiento infantil, se mezclaban con mitos llaneros y espectros que su imaginación creaba y tergiversaba a medida que crecía su canibalismo y su infamia.Precisamente allí, alterné la lectura de este diario maldito con la obra maestra de John Fowles: “el coleccionista”. Da pena admitir que asesinar al viejo poco a poco, en la cárcel de Villavicencio fue un verdadero alivio. Y como todos los anteriores, Daniel Lizcano, no se fue sin entregarme valiosa información. Casi nada: la ubicación de 5 esbirros de la naturaleza en diferentes lugares del país. Por primera vez, desde que empezó mi viaje, sentí cerca el final del asesino de mi padre Fidias Salmona.

Por el desierto de oro de la Guajira y sus espejismos alucinantes, atrapé a Wilson Chapeta y su botín de 44 ancianos. En las montañas que rodean el valle de Aburrá, entre cafetales cercanos a Medellín, puse las esposas en Osney González y su repugnante pecado de 112 adolescentes (tanto femenino como masculino el género) con síndrome de Down. En los manglares espesos y oníricos de Santa Martha, di con el paradero de Mariana Dulce Castro y sus 67 niñas de once años que no llegaron a la adolescencia. En medio del volcán de Túquerres, cerca de Pasto capital de Nariño, entre un frío cadavérico y una niebla de ensueño, sometí a Ronald Contreras, el asesino de 32 políticos… A este último no lo maté, tuve un acto repentino de compasión por lo loable de su delito. En fin… En tres décadas, de todos estos genios, supe sus métodos, sus sueños, sus complejos y todo eso fue viaje, alimento y envenenamiento crónico de mi alma.

Por fin, Hércules Salmona… Te encontré en la selva del Amazonas, en Leticia. Como dije al principio, después de realizar mi balance interior, me golpeé hasta sangrar con la ventana de mi habitación y como último placer, releo “el coleccionista” de John Fowles . Acto seguido miraré el espejo para juzgar mentalmente al asesino de mi padre. El suicidio… Me espera. Pero, ojo, no soy un parricida cualquiera pues… Simplemente… «Lo que se hereda no se hurta».

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