¡Mamá!, salió gritando el niño disparado hacia la puerta cuando oyó el ruido de su partida. Su mamá se había ido, dejándole un beso húmedo en la mejilla. Tardó unos segundos en darse cuenta de que ese beso significaba su marcha. El sueño profundo de la infancia no lo soltaba tan deprisa. Se levantó de un salto, con el pañal seco y el pelo alborotado y, descalzo, corrió hacia la puerta. ¡Mamá! ¡Mamá! Su padre salió de la ducha para intentar calmar un llanto de abandono, de no entender por qué ahora su mamá se iba tan temprano. Por qué ahora su mamá no lo despertaba entre achuchones, no le preguntaba qué camiseta prefería, no le cantaba su canción mientras le lavaba los dientes, ni lo llevaba al colegio a paso lento mientras le daba mordiscos a un pequeño bocadillo. ¿Por qué, mamá? balbuceaba ya a su corta edad. Se lo preguntaba a su padre que, agachado a su altura, le daba sosiego y le explicaba que su madre tenía un trabajo nuevo. Y él, con sus ojos llorosos, solo repetía que quería irse a trabajar con su madre, mientras su padre miraba cómo, él solito, había elegido la camiseta de rayas y, él solito, ya se la estaba poniendo.
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