La primera noche de Él hombre

La primera noche de Él hombre

Miguel Perez

31/01/2025

Nubes a punto de tener un atronador llanto se ciernen sobre él. Escapa por entre la oscura jungla. Se mete en ella agitado, tapado de sudor y desesperación; le cuesta respirar. De una de sus manos empieza a salir agua. La mira con aberración, no logra entender cómo puede ser aquello. Bebe el agua entre ahogos hasta saciarse y hastiarse; aprieta con fuerza el puño para tratar de tapar esa fisura que no entiende: se le escurre el agua entre las ranuras de los dedos. La fuerza natural de ese torrente termina por abrirle la palma. Resignado, sale de las malezas, dejando un rastro de inundación a su paso. Decide subirse a una colina polvosa, no muy elevada,y desde la cima, deja que el líquido se discurra hacia abajo. Sentado entre las piedras, con la cabeza gacha, siente todo ponerse negro y el desconocimiento de la ausencia de todo lo aletarga con un mareo que le baja los párpados. Cuando se despabila, ve que su horizonte ha sido tapado, que la terrosa colina se ha transformado en un lugar lleno de vida: animales, plantas, ecosistemas y la vida en disputa puede verse allí abajo donde solo, hace unos instantes, había desierto. Vuelve a ver su palma y ésta es la de siempre.

Baja por la colina que es un pequeño Edén; come la fruta a su alcance, trata de atrapar a las liebres: debe admitir que sin las herramientas no logrará nada; se conforma con las moras y los ciruelos. Una vez saciado y con el estómago atascado de tanto comer, mira con desconcierto que, donde ponga la mirada, hay paraíso. Ya no hay pendiente ni la cumbre de donde bajó. El paraíso no tiene fin. Algo lo inquieta: vuelven los perseguimientos; desconoce de qué, pero se sabe víctima de algo o de alguno. Se sentiría menos indefenso si pudiese volver a su colina o tener un tiempo de tranquilidad en algún desierto escampado. Otra vez va en la búsqueda de su alivio. Avanza al trote entre los cañaverales, rompe la maleza silvestre, atraviesa arroyos y pequeños lagos; la travesía debiera cansarlo, pero él sigue sin menguar las energías que no dejan de atravesarlo. Después de una jornada ininterrumpida, que ha atravesado varios paisajes, decide quedarse y volver a especular donde podría encontrarse. Nada lo ubica. El sol lleva un tiempo indefinido en su cenit, y si hubo noche y si en esa noche pudo haber habido una luna, la recuerda también en el mismo lugar que al sol: la ausencia de puntos cardinales lo deja más turbado. Se sienta con la mirada abatida viendo hacia el suelo. Concentra su atención en un hormiguero, mira con detenimiento cómo acarrean hojas, palitos y partes de insectos; mira con tanta atención que desde la boca principal siente que puede ver los principales ramales, los pasillos de túneles, las excavaciones y a sus trabajadoras; su mirada llega hasta los depósitos donde están cientos y cientos de huevos. Cuando despierta del trance, mira el cielo nocturno y contempla con asombro millares de estrellas, torrentes de ellas que le imponen su nimiedad ante lo natural: ahora ya no existe esa luna solitaria. Sigue los caudales de las estrellas como si ellas fuesen su guía establecida desde tiempos inmemoriales. No sabe bien cuanto tiempo lleva siguiendo esos cursos; cuando ve que una por una comienza a menguar sus luces en intermitencias que terminan por extinguirlas hasta que el sol vuelve a emerger por el horizonte, él es ya un anciano, encanecido y con una boca que nunca deja de estar reseca. El mundo también ha envejecido. El paraíso que primero supo extasiarlo, luego aterrarlo y que al final terminó por ignorar, ya no se encuentra cubriendo su existencia. Volvieron los desiertos, los mares salados, las gélidas cumbres que en algún rincón de su memoria se habían hecho polvo; volvió a recorrer su mundo en busca del paraíso; movió sus viejos huesos, sin descanso, hasta encallecer sus pies y lograr un resoplido rocoso en sus pulmones. Las lunas y los soles que, si cumplían sus ciclos, fueron los testigos de una marcha que a él no le dejaron más huellas que un cansancio que nunca se le fue y que terminó por transformarse en una eterna tristeza, que de la nada lo dejaba con los ojos rebalsando de lágrimas mientras seguía moviendo sus viejos pies.

En alguno de esos días, encontrándose en un monte quemado por gélidos inviernos que se estaban yendo, volvió a encontrar entre los altos cañaverales pardos un solitario hormiguero que no se dejaba avanzar por las rebeldes raíces. Éste le recordaba a algo que los senderos desandados, la infinita sed y la tristeza de nunca olvidar no habían podido enterrar; con un esfuerzo que lo rejuvenecía por dentro, pudo desentrañar ese recuerdo que tan bien enterrado tenía; pudo vislumbrar ese hormiguero que le recordó el paraíso perdido. Se sentó y volvió a mirarlo con esa profundidad de antaño: quería recordar a sus viejas amigas. Miro y lo que encontró fue oscuridad; los depósitos de huevos, los pasillos, los grandes ramales eran invadidos por una materia oscura y lígosa que ahogaba a todas las trabajadoras. Se alejó espantado de ese hueco por el cual comenzaba a salir brea. Quiso correr en cualquier dirección, pero otra vez la mirada al interior de ese mundo le había contadola transfiguración del suyo. Ya la noche había topado todo y cuando empezó a correr, en unos metros, fue descubriendo cómo el cañaveral se transformaba en una vegetación renovada, tan florida, tupida y oscura a esas horas; reconoció su antigua selva; la caminó deseando que el día viniera a depurarla y se la mostrase como antes la había conocido. Cuando ya llevaba unos minutos familiarizándose con ese pasado y esa vida que se materializaba, sintió que se le mojaban las plantas de los pies; miró bien y pudo sentir entre sus yemas la viscosidad de la brea. El nivel de esa agua negra no pasaba de sus tobillos; aun así, podía sentirse que empezaba a tener fuerza y a generar grandes arremolinamientos. Trotó algunos minutos buscando terreno elevado. Solo encontró el tétrico paraíso en penumbras en cualquier dirección: el manto viscoso lo cubría todo. El nivel del alquitrán seguía sin subir, aunque el oleaje generaba ruido al encontrarse con los árboles, las rocas y las zancadas que él daba. Algo más sonaba; en un mínimo instante de quietud, pudo sentir otro zambullón anónimo en la oscuridad. Las bestias, hacía millares de estrellas que lo habían dejado solo en esa tierra de raíces y rocas, lo que le hacía dudar de si el vívido ecosistema era acompañado por la vuelta de la fauna. Se quedó un momento descifrando la oscuridad de las malezas. Tuvo que seguir. Ya el alquitrán tenía la viva fuerza de una corriente que lo inquietaba y le movía los pies si lo encontraba apoyado solo en uno: debía buscar terreno elevado. Siguió el camino.

Pudo encontrar, al fin, una colina frondosa de montes espinosos que trataban de correrlo por cada paso que daba. El alivio era alejarse de esa pesadez líquida. Encontró un alto árbol al cual treparse y revisar el entorno. Pudo ver cómo una luna fantasma, esa asesina de estrellas, se reflejaba en esa viscosa materia, ese reflejo que se filtraba por donde la naturaleza le cediera paso; en distintos e incontables focos, se podían ver esas reverberaciones de luz casi inocentes, que matarían a toda la vida; ya ni los combativos cañaverales quedarían para decorar con su desabrida tozudez el paisaje pétreo. Entre las lágrimas, trato de divisar en el opaco horizonte movimiento de masas incógnitas, definitivamente apañadas por la oscuridad de la noche, que favorecían su natural coloración. Pudo ver, discernir y más que nada sentir como la brea consumía todos sus horizontes; no importaba hacia donde mirase, hacia donde corriera, sentía que esa pegajosa ausencia de vida trepaba por todos los rincones que anduvo. En el silencio de esa última noche de vida, esa noche antes de la noche eterna, lo único que interrumpía ese luto quieto era su congoja de llanto infantil, lleno de mocos y gemidos tan vivos como los de un llanto que se estrenaba, no uno propio de ese viejo que se olvidaba de haber sido alguna vez otra cosa que ese atado de carne seca y huesos huecos, que penaba por la existencia. Cuando lloraba, ya acuclillado en la tierra, por su mundo que se consumía sin llegar jamás él a poder disfrutarlo en su éxtasis, decepcionado de una búsqueda que no sabía bien por qué se daba; cuando sus lagrimales demostraban que podrían combatir par a par con la continua afluencia de ese mundo que se ahogaba en oscuridad: allá el mundo con su océano negro, y aquí ese rostro cubierto, hasta la finalidad de todo, por salobres y cristalinos líquidos y mocos suculentos. Se sintió el resquebrajar de las muertas ramitas, para que luego se oyera en tropel el romper de la maleza; él salió en su persecución.

El rastro caliente del movimiento le era revelado por un instinto que no se tomó el tiempo de cuestionar. Con cada paso, se sentía más cerca de aquello que lo venía vigilando. Apenas volvió el desdén de la noche a tomar el mundo. Huellas siluetadas como las suyas, bajo la mezquina luz cenicienta de esa luna sícaria, se sentían cada vez con más vida, más latentes. Una sospecha fugaz le hacía percibir que las hojas, palmas y ramas tenían un minúsculo vaivén que delataba a su presa, la que las había dejado impregnadas de su movimiento y su fugitiva vida. Por senderos apuñalados de una luz gris, que era toda una sola maza continua, corrió sin medir energías, ni tiempos, ni raciocinio. De pronto sintió frío; el rastro ya no se le era revelado y la oscuridad le quitó casi todo su terreno a la ceniza que cubría las plantas y la tierra. Solo quedaron unas luces amarillentas tornasoladas de un naranja que las hacía hervir a medida que se ivan acercando a él. Inmóvil quedó frente a esos ojos ardientes, detrás de los cuales se dibujaba un rostro casi tan asombrado como el suyo; con las quijadas sueltas y los entrecejos fruncidos se indagaron uno al otro bajo la tenue luz anaranjada. Y allí pudo darse cuenta de quien era el ser de la mirada fulgurante. Se reconoció joven en el opaco reflejo que tenía a centímetros; un rostro al que todavía no se le habían descargado encima las cachetadas ardientes del sol, la erosión de los vientos, lo doloroso del vivir y la decidía de atravesar amargos mares figurativos de existencia, a la deriva. Reconoció al joven que alguna vez pudo haber sido. A punto de tocarle el rostro estuvo, cuando sintió un calor en las plantas de los pies que se filtraba entre sus dedos y lo abnegaba de sentir la terrosa superficie. Allí fue que lo entendió. El rastro se pudo camuflar en la noche y la ceniza, sin que él pudiera sentir, que seguía el rastro de la brea caliente. Aquel joven encarnado, que era él, tenía en su mano una apertura chorreante e infinita, como alguna vez él supo tenerla, solo que no daba aguas indomables, sino que soltaba un pesado líquido cálido, ese que ahora estaba consumiendo su mundo. En un segundo esa revelación se le plasmó en la cabeza, sin que pudiera hacer nada cuando su joven reflejo lo tiró al suelo con las manos sobre su cuello y en un instante sintió esa mano repugnante dentro de su boca, casi hundiéndose en su garganta, mientras de sus ojos emergía esa negrura que le rebalsaba el cráneo y solo se despedían de él esos ojos ardientes. Sobresaltado se despertó por el reflejo de su pierna que de un tirón lo devolvió a las vigilias, salvándolo de sus sobresaltadas pesadillas. Sudor y aberración tomaban el rostro de ese homo-sapien anónimo; su respirar rasposo resonaba en la caverna débilmente develada por la luz; le tomó unos segundos asentarse en esa realidad. Todavía le quedaban tenues imágenes que le eran difíciles de rescatar en su confundida cabeza. Ya las primeras luces del día barrieron las peripecias de sus viajes cósmicos por una tierra desconocida; del penar de su instantánea eternidad solo le quedaban sensaciones de inexplicables pesadumbres; las frías brisas matinales lo limpiaron de las oscuras imágenes de su fuga atravesando un mundo inundado de noche líquida, al mismo tiempo que le secaban las lágrimas, dejando solo sus sucias mejillas manchadas como única evidencia física de sus travesías oníricas. Solo algo le era contundente e innegable. Recordaba perfectamente el último rostro visto antes de atravesar de vuelta a este mundo; esa mirada vacía y vehemente, esos ojos felinos, llameantes. El recuerdo trataba de ser negado, pero a cada paso que daba y sentía sus pies sobre la rugosa tierra como una realidad, le era más difícil despegarse de esa figura en la noche de sus pesadillas. La cara de su asesino le temblaba en los recuerdos, como tantas veces la vio temblorosa en los charcos y ríos donde se acercaban para beber agua juntos. Allí debía de dirigirse al abrevadero; con su lanza a modo de cayado, avanzaba con robustas piles secas sobre sus hombros y otras más secas, brutamente zurcidas y atadas, tapándole algunas partes del cuerpo. Él, nada menos que el primer de los homínidos en tener un sueño; quizá muerto en algunas de las salvajes jornadas de caza o en las desamparadas noches de frio brutal que siguieron en los milenios de la piedra y el fuego; mas su marca seria definitória y a la vez olvidada o incomprobable, ya que este desconocido boceto del animal social, daba por primera vez la trascendencia evolutiva que le permitía, por medio del arcaico desarrollo de neuronas primigenias, crear su mundo particular, libre de las reglas naturales que poseen hasta el ojo mismo que las observa: ese escape, esa ventana, ese reino personal que ningún otro animal puede permitirse y que diferenciaría, de allí en más la especie del mono bípedo, de las demás bestias. En este mundo maleable como el agua sin gravedad, se realizarían infinidad de tormentos, lúdicas realizaciones de los ensueños diurnos y se soldarían principios y mitos a la realidad del sol cíclico y la carne mortal. Así, por un camino destruido por el tiempo, caminaría nuestro antepasado, iniciando un sendero repetido por todos sus congéneres superiores y futuros, hasta que el hombre deje de ser hombre. Quizá se reveló sin saberlo, en ese sueño: sus deseos más dormidos, sus enraizados miedos o solo un zigzagueante derrotero sin sentido, caprichoso. O tal vez, en esas realizaciones felices y sus posteriores destrucciones, estaba descubriendo su destino circular; puede ser que en sus inquietantes sueños descubriera su historia, su destino; el que también fuera el destino de los hombres.

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